En enero de 1958, Marcos Pérez Jiménez fue derrocado. El Helicoide no estaba aún en construcción, pues entre 1956 y 1957 sólo se había tallado la Roca Tarpeya. La construcción como tal comenzó a fines de octubre del 58, durante el gobierno militar provisional de Wolfgang Larrazábal, el cual efectuaría la transición a la democracia. La junta permitió al edificio seguir adelante a condición de que sus empresarios contrataran a un buen número de trabajadores desempleados, parte de un plan nacional de emergencia que respondía a una paradójica crisis financiera en el área de la construcción, entonces en plena expansión. Así se hizo y El Helicoide avanzó a pasos agigantados, con 1.500 trabajadores alternándose en tres turnos consecutivos las veinticuatro horas del día durante el siguiente año y medio.
Fue la democracia la que propinó a El Helicoide el golpe de gracia. Algunos culpan al recién instaurado gobierno de Rómulo Betancourt, quien, poco dispuesto a continuar y legitimar la masiva renovación de Caracas llevada a cabo durante la dictadura, puso condiciones a una línea de crédito que le había sido otorgada previamente a la compañía Helicoide C.A., complicando su financiamiento. Comienza entonces una larga disputa legal entre la compañía y el Banco Obrero, la cual concluye en 1976 cuando el edificio vacío es declarado propiedad del Estado. Otros, incluyendo a Pedro Neuberger, el tercero de sus arquitectos, afirman que luego de la destitución de Pérez Jiménez los principales accionistas de El Helicoide (incluyendo a la compañía IVECA, propiedad de Roberto Capriles) se fueron del país, dejando al edificio en una deriva financiera. En cualquier caso, los contratistas no recibieron su pago y los comerciantes, que habían comprado el 60% de los locales, demandaron a la constructora, la cual entró en bancarrota. Fin de la historia del Centro Comercial El Helicoide.
Durante los veinte años siguientes, esta construcción que obtuvo titulares a nivel mundial quedó sumida en un silencio casi absoluto. Sus arquitectos, desesperados por el fracaso de esta fantástica aventura, se dedicaron a otros proyectos. Caracas, fiel a su temperamento moderno que mira siempre hacia adelante y nunca hacia atrás, continuó su camino, olvidando a esa magnífica espiral que había buscado llegar al cielo del consumo. A decir verdad, los distintos gobiernos nacionales y municipales posteriores intentaron salvar al gigante congelado. Una tras otra, prácticamente cada administración propuso diferentes planes comerciales, culturales o combinaciones de ambos: centro automovilístico, centro de artes escénicas, museo de arte, centro de turismo, estación de radio y televisión, multi-cine, biblioteca nacional, museo de antropología, centro ambiental y hasta cementerio moderno son algunos de los más resaltantes. De todas estas propuestas sólo dos llegaron a ser comenzadas, otorgando algo de vida a los pasillos vacíos del edificio.
Eso es, si no contamos la ocupación masiva que tuvo lugar entre 1979 y 1982. En 1979, tras la reubicación oficial en El Helicoide de quinientos damnificados por los deslizamientos de tierras, pequeños grupos comenzaron a instalarse gradualmente en el edificio. Para 1982 la estructura inacabada albergaba diez mil personas, todas viviendo sin servicios básicos en un área deprimida de la ciudad. El edificio se volvió una zona roja de tráfico de drogas y prostitución, con altos índices de criminalidad entre sus residentes. Esta situación fue literalmente limpiada con fuerza hidráulica tras la evacuación de los ocupantes del edificio en 1982, realizada para abrirle paso al Museo de Antropología e Historia Nacional. Este proyecto logró finalmente colocar sobre El Helicoide el domo de Buckminster Fuller, el cual había estado almacenado en un depósito por más de treinta años. Sin embargo, el proyecto no prosperó, a pesar de haber contado con la colaboración de Romero Gutiérrez, el arquitecto principal de El Helicoide, quien se negó a poner pie en el edificio pero brindó su asesoría a distancia. Por su parte, los funiculares austríacos Wertheim, que habían sido construidos especialmente para este edificio, no corrieron con la misma suerte del domo. Con capacidad de carga para noventa y seis personas y diseñados para deslizarse diagonalmente sobre una inclinación de treinta grados a una velocidad de 2 metros por segundo, estos aparatos de alta tecnología languidecieron en La Guaira, adonde habían llegado con gran fanfarria dos décadas antes. Para 1982, muy poca gente sabía siquiera qué eran aquellas enormes máquinas cuyas piezas eran dignas de ser exhibidas en un museo.
Poco después de ser abandonados los planes del Museo de Antropología, apareció otro tipo de ocupante. En 1984 los servicios de inteligencia de la policía venezolana (antes DISIP, ahora SEBIN) comenzaron a ubicar gradualmente sus oficinas en El Helicoide, un panopticon perfecto con vista panorámica de Caracas en 360 grados. Una nueva oscuridad se cernió sobre el edificio, esta vez al ser transformado en un centro de reclusión. Se instaló equipo de vigilancia de alta tecnología y aparentemente los oficiales se deleitaban con la posibilidad de conducir sus vehículos hasta la puerta de sus oficinas al estilo James Bond. Desde entonces El Helicoide alberga presos políticos, prácticas de tortura y equipos SWAT que interceptan a cualquiera que intente fotografiar el edificio desde las autopistas circundantes.
Algunos creen que el lugar está maldito. El cerro, después de todo, recibe su nombre de la Roca Tarpeya de Roma, desde donde la hija de Tarpeyo, general de esa ciudad, fuera lanzada hacia su muerte por haber traicionado a Roma con los sabinos. En 1992, Julio Coll y Jorge Castillo, arquitectos de uno de los proyectos más progresistas elaborados para El Helicoide (El Centro Ambiental de Venezuela, diseñado para el Ministerio del Ambiente y los Recursos Naturales Renovables, respuesta admirablemente temprana a un problema global), intentaron dispersar la energía negativa que parecía bloquear el desarrollo del edificio. Convencido de que parte del problema era el supuesto yacimiento de un cementerio aborigen en La Roca Tarpeya, el equipo tomó varias medidas para alinear las energías del lugar e incluso llevó a cabo una meditación silenciosa bajo el domo de Fuller. La primera parte de este proyecto logró ser completada en 1993: una magnífica sede en el nivel superior del edificio, la cual contaba con una biblioteca con nichos de mármol. En vano, ya que el Centro Ambiental nunca se inauguró y a los pocos meses un nuevo gobierno se apropió de la despampanante sede para los altos mandos de la DISIP. La Roca Tarpeya había asestado otro golpe mortal.
En la primera década del nuevo milenio, la DISIP comenzó a ser acompañada por escuelas de entrenamiento policial y militar, a saber, por la Universidad Nacional Experimental de la Seguridad (UNES) y la Universidad Nacional Experimental de las Fuerzas Armadas (UNEFA). Orgullosa de El Helicoide, la DISIP incluyó imágenes del edificio en la edición filatélica que conmemora su aniversario en el 2007. Pocos años más tarde, en junio de 2012, la institución policial fue reprendida por la Corte Inter-americana de Derechos Humanos, la cual determinó que como centro de detención El Helicoide violaba convenciones internacionales de salud para las cárceles. Un serio brote bacteriológico condujo a la transferencia de los presos a otras instalaciones, pero todavía hoy hay prisioneros políticos en su sede, notablemente, varios de los estudiantes que participaron en las manifestaciones del 2014. La ironía es asombrosa: un lugar que iba a ser el autopista al paraíso de los consumidores se convirtió en un tobogán al infierno, como si la espiral, en lugar de ascender, hubiera descendido. Giro particular del referente sacro de El Helicoide, el zigurat, pues el zigurat no sólo conecta a la tierra con el cielo, sino también con el suelo bajo nuestros pies. El Helicoide, zigurat tropical a la deriva.
*La versión original de este artículo, «Tropical Babel», fue publicada en la revista Cabinet 52 (Winter 2013-14) y su traducción al castellano, «Babel tropical», en la revista digital Prodavinci en Enero 2015. Traducción de Juan Pizzani, revisada por la autora.
Photo Credits: Paolo Gasparini, c 1961-01