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Celeste Olalquiaga

Babel tropical (Parte I)

La Torre de Babel existe, no en Babilonia sino en Venezuela, un país de infinitas plataformas petrolíferas y un record mundial de siete ganadoras del Miss Universo, felices clientas de la cirugía plástica, gran industria nacional.

Crucero encallado, platillo volador caído o ruina futurista, El Helicoide de Roca Tarpeya yace entre las barriadas de San Agustín, en la zona centro-sur de Caracas, produciendo una visión distinta según el ángulo desde donde se le vea. La construcción cambia también de acuerdo al sinfín de historias que la rodean, todas tan retorcidas como su magnífica estructura en doble espiral. Ambicioso proyecto prematuramente suspendido, El Helicoide fue fiel a su inspiración babilónica, si bien en su caso la construcción no se detuvo por interferencia divina, sino por mundanas cuestiones políticas. Al igual que su famoso antecesor, la construcción de este edificio, erigido entre 1958 y 1960 como centro-comercial automovilístico, es aún única en su modalidad (los conductores hubiesen podido estacionar sus carros a lo largo de cuatro kilómetros de curvas, frente al local de su elección), siendo interrumpida poco antes de su conclusión. El edificio fue entonces abandonado a su suerte, la cual incluyó décadas de deterioro y olvido, múltiples proyectos gubernamentales fallidos, ocupaciones por invasores y, desde hace treinta años, actividades de inteligencia policial. Escenario de carreras y fortunas perdidas, así como de episodios de drogas, prostitución, crimen y tortura, El Helicoide es fuente de incontables leyendas, cada una más fascinante – o aterradora – que la anterior.

En la década de 1950, la combinación de treinta años de ingresos petroleros y de un dictador militar- el General Marcos Pérez Jimenez, quien se dedicó a modernizar Caracas – hizo de Venezuela un paraíso para arquitectos provenientes del extranjero. Ciertos, como Graziano Gasparini o Federico Beckhoff, adoptaron la ciudad capital como residencia permanente. Otros, incluyendo a Gio Ponti y Oscar Niemeyer, visitaron brevemente la ciudad atraídos por su orientación modernista. El primero contribuyó en la famosa “Villa Planchart”, la cual se mantiene intacta como ícono de los años 50 hasta el presente; el segundo propuso un enorme triángulo invertido como Museo de Arte Moderno para la ciudad, proyecto que nunca se ejecutó. Algunos de estos arquitectos colaboraron con sus colegas locales. Tal fue el caso de Dirk Bornhorst y Pedro Neuberger, dos jóvenes venezolanos nacidos en Alemania, quienes fueron contratados por Jorge (“Yoyo”) Romero Gutiérrez para ayudar a construir la Caracas moderna. “Hay tanto por hacer”, decía Romero Gutiérrez, “todo es posible”.

Así, emprendieron su tarea modernizadora junto a arquitectos nacionales de la talla de Carlos Villanueva, cuya Universidad Central de Venezuela – la cual ostenta un campus modernista de líneas fluidas y obras de arte de Léger, Arp, Vasarely y Calder, entre otros – fue declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad por la UNESCO en el año 2000; o del osado Fruto Vivas, cuya espléndida concha acústica, la cual recubre el Club Táchira, es una importante muestra de arquitectura orgánica; o de Tomás José Sanabria, quien diseñara un hotel cilíndrico sobre el Avila: El Humboldt, cuyo nombre conmemora al explorador alemán que presenció una lluvia de meteoritos a su llegada a Venezuela en 1799.

En 1955 Arquitectura y Urbanismo, la firma de Romero Gutiérrez, obtuvo un importante contrato. El dueño de La Roca Tarpeya, un cerro de 30.472 metros cuadrados, quería construir una serie de pequeños edificios residenciales accesibles a través de una calle empinada. Romero Gutiérrez y sus socios concibieron un plan alternativo, cambiando la idea original de un proyecto residencial por otra, mucho más lucrativa, de uno comercial. Este constaría de siete terrazas piramidales unidas por una vía en espiral, con la superficie abovedada de cada terraza funcionando como plataforma para los carriles superiores, forma económica y eficiente de aprovechar el espacio disponible. Constituida por dos espirales enroscadas (semejantes a la doble hélice del código genético), esta vía tendría un nivel ascendiente y otro descendiente, así como mil puestos de estacionamiento, dos por cada local, alineados a todo lo largo de este enorme complejo urbano.

“El Helicoide: Centro Comercial y Exposición de Industrias” fue diseñado como un centro comercial de vanguardia. Habría albergado enormes galerías para exhibir los adelantos de las industrias nacionales en plena expansión (petróleo, gas, hierro, aluminio y agricultura). Incluía asimismo una sala de exposiciones automovilísticas; un gimnasio y una piscina; restaurantes; guarderías; discotecas; un cine gigante; un hotel de primera con oficinas para todas las principales líneas aéreas; un helipuerto para transportar pasajeros desde y hasta el aeropuerto; y un sistema completo de acceso interno con funiculares y escaleras mecánicas. En su cima, bajo un domo diseñado por Buckminster Fuller, los visitantes podrían comprar souvenirs del edificio. El paisajismo iba a estar a cargo de Roberto Burle Marx. El Helicoide era arquitectura de punta, aún para los estándares de los Estados Unidos.

“La construcción…”, al decir de Bornhorst, el único de sus arquitectos que aún vive, en su libro El Helicoide (2007), el cual describe precisamente esta primera etapa, “…fue concebida como una escultura urbana, una pièce de résistance arquitectónica, suavemente adaptada al ritmo de los cerros adyacentes, formando en sí misma otro relieve dentro de la topografía urbana…” en el valle de Caracas, cuyos cerros hacían soñar a los arquitectos con una Acrópolis tropical. El presupuesto para este desarrollo de 40.506 metros cuadrados de concreto armado fue calculado en diez millones de dólares. Al momento de ser abandonado, el monto había ascendido a veinticuatro millones.

La maqueta fue inaugurada en la oficina central de los arquitectos, el Centro Profesional del Este, en septiembre de 1955, con la presencia de Pérez Jímenez, alianza cuestionable cuyo alcance aún está por determinarse, pero la cual eventualmente le costaría la vida al proyecto. Poco después comenzó el colosal esfuerzo para alzar la torre enroscada, con un plan tan extraordinario como su forma: La Roca Tarpeya fue esculpida, centímetro a centímetro, para ajustarle El Helicoide como un guante. Esta estrategia limitó dramáticamente al edificio, pues quedó literalmente emparedado entre el cerro y su vialidad en espiral, contando con una profundidad máxima de 7 a 15 metros.

La maqueta de El Helicoide fue un hit instantáneo: su forma y escala atrajeron la atención de los arquitectos de todo el mundo. Sus fotos aparecieron en la portada de periódicos del extranjero y ocuparon un lugar prominente en la exposición Roads del MoMA en 1961. Entretanto, en Venezuela, una campaña publicitaria de preventa de los diferentes locales comerciales (forma innovadora de recaudación de fondos para la época) produjo vasos, calcomanías y llaveros con el bello logo minimalista de la compañía. Aspirando a que El Helicoide fuera un catalizador del desarrollo urbano al sur de Caracas, se planificó un boulevard que conectaría al edificio con el Jardín Botánico, adjunto a la recién inaugurada Universidad Central de Venezuela. El poeta chileno Pablo Neruda escribió que El Helicoide era “uno de las creaciones más exquisitas que jamás nacieran de la mente de un arquitecto”. Salvador Dalí se ofreció a decorarlo. Entonces ocurrió lo impensable: el proyecto comenzó a paralizarse en un lento y gradual congelamiento que tomó a todo el mundo por sorpresa y del cual El Helicoide nunca logró recuperarse.


*La versión original de este artículo, «Tropical Babel», fue publicada en la revista Cabinet 52 (Winter 2013-14) y su traducción al castellano, «Babel tropical», en la revista digital Prodavinci en Enero 2015. Traducción de Juan Pizzani, revisada por la autora.

Photo Credits: Maqueta Proyecto Original

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