Sea no ficción o novela histórica, los testimonios están allí. Basta volver sobre nuestros autores latinoamericanos para, si bien no repetir la historia, hacer un primer intento por no hacerlo.
Quizás el gran problema de Latinoamérica es leer de forma retórica la pregunta de cuánta bibliografía histórica es necesaria para mirarse (bien) en el espejo. Vienen a mi mente títulos como Memorias de un venezolano de la decadencia; Se llamaba SN; La noche de Tlatelólco y Operación masacre. Quién sabe cuántos textos se me escapen mientras escribo estas líneas, pero los mencionados forman y formarán parte de mi cabecera, más por mi papel de docente que de periodista.
Mágica coincidencia que una labor vaya de la mano con la otra.
Me inicié en la docencia impartiendo la materia de Géneros periodísticos en la Universidad Monteávila el 20 de noviembre de 2013, y quienes me conocen, amigos y colegas, con toda razón, podrán decir que quién soy yo para dar cátedras académicas siendo un pichón de periodista y profesor, y aclaro de una vez que no es esa mi intención. Por el contario, es desde la minusvalía de la inexorable novatada que paso a dibujar escenarios que me hubiese gustado vivir en mis tiempos universitarios y colegiales.
Para el estudiante latinoamericano leer a José Rafael Pocaterra, José Vicente Abreu, Elena Poniatowska y Rodolfo Walsh se me hace más necesario (para rabieta del que quiera) que leer a Truman Capote, Gay Talese y Hunter Thompson, pero no más necesario que leer la máxima de Orwell, 1984.
Viví el 11 de abril de 2002 y el 12 de febrero de 2014 en Venezuela y el 26 de septiembre en México cuando desaparecieron los 43 de Ayotzinapa.
Sabes que algo está mal cuando te sientes omnipresente a la violencia.
El 12 de febrero de este año salí con mis alumnos de la Monteávila a la marcha por el día de la juventud que devino en interminables protestas, innumerables detenciones y muchos muertos. Sucesos todos que despertaron en los estudiantes no solo su deber ciudadano sino un primer acercamiento a la responsabilidad del periodista o aspirante a serlo.
Al calor de las protestas y de las clases vía electrónica leyeron, pasmados, 1984 y Se llamaba SN. Incluso una de mis alumnas, María Milagros, me envió una foto que guardo, con mucho celo, como todo buen recuerdo, en la que sobre una valla publicitaria en una calle caraqueña hay un grafiti que dice 1984 no es un manual.
Desde agosto vivo en Cancún dando clases de Innovación y estructura periodística en la Universidad Anáhuac y apenas un mes después México se tiñó de luto con la masacre de Ayotzinapa y repetí la misma ecuación de Venezuela, esta vez con La noche de Tlatelólco mientras las paredes del país se tiñen de grafitis que rezan Faltan 43.
Otra vez la omnipresencia ante la violencia.
¿Qué sería de nosotros, latinoamericanos, si en nuestra adolescencia en lugar de leer a García Márquez, Horacio Quiroga, Cortázar o Rómulo Gallegos, hubiésemos leído a Orwell, Pocaterra, Poniatowska y Walsh?
Me permito discernir sobre esto porque es en las aulas de la primera juventud donde se nos obliga a leer, y ninguno de nosotros espera que un estudiante de ingeniería, medicina o economía lea, en su experiencia universitaria, alguno de estos autores.
Dadas así las cosas, no deja de resultarme amargo el desengaño de padres y madres de familia, funcionarios públicos, gobernantes de turno y un infinito etcétera que estas historias de no ficción les sean ajenas y tantos desalmados como personas de bien repitan la historia sin siquiera saberlo, como un plagio inocente por atroz que éste sea.
En Tema del traidor y del héroe Borges arroja una frase épica: que la historia hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible.
Atrapar la historia en una página en blanco sigue siendo el deber de periodistas y escritores; atrapar la historia en esas páginas llenas es deber del hombre libre que pretenda seguirlo siendo.
Valga el título de este escrito como desagradable analogía de una matanza en el sur de América que se le parece mucho a una similar en el norte de América: operación masacre.
Por ahora mis textos de cabecera siguen siendo los mismos hasta que la historia venidera sume nuevas desgracias y por ende nuevos títulos que quizás pocos lean y, como dijo Borges al final del cuento, se publique “un libro dedicado a la gloria del héroe; también eso, tal vez, estaba previsto”.