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Axolotl y el Boulevard de Sébastopol

No regresaba a Europa desde 2006. Ahora, 2014, mi destino era Grenoble, en los Alpes, precisamente la Universidad Stendhal. Iba a participar en una conferencia sobre la vigencia de la obra de Julio Cortázar como parte de las celebraciones por los cien años del nacimiento del autor de Rayuela, una de las obras cumbres de las letras universales. Antes y después de Grenoble tenía que pasar obligatoriamente por París.

Recuerdo muy bien mi caminata por París en 2006 rumbo al Musée d’Orsay, al cual no pude ingresar finalmente porque estaba en obras. Algo que pasa muy a menudo con ciertos museos es que están en constante reparación, así me ocurrió con el museo de los impresionistas. En un punto de esa caminata por librerías, cafés y tiendas de antigüedades, en plena efervescencia del mundial de Alemania que tenía a Francia como uno de sus protagonistas principales, me detuve en seco frente a una serie de artefactos propios de las culturas precolombinas peruanas. Con cierta nostalgia miraba y remiraba desde el otro lado, desde el lugar de la calle, lo que consideraba parte de mí, de mi pasado, sentía que París le hacía un guiño al joven soñador sudamericano que era yo en ese momento. Luego me distancié un poco más del vidrio para tomar una fotografía, la conmemoración de ese momento de paseante, flâneur, por la ciudad de los puentes sobre el Seine, los mismos que como ovejas son bien cuidados por esa pícara pastora llamada Torre Eiffel. París, la ciudad que tanto amaron, entre otros, Apollinaire, Baudelaire, Benjamin, Cortázar o Picasso. De pronto presté atención al nombre de la galería. Se leía “Art Primitif”. ¿Primitivo?. ¿Qué?. Me ponía a pensar por qué era primitivo, por qué éramos primitivos a los ojos del transeúnte parisino. Dejé París con cierto desasosiego. 

En Grenoble muchos años después leí con singular suceso mi ponencia titulada “Primitivismo, exotismo y arte contemporáneo en ‘Axolotl’ de Julio Cortázar”. Era evidente la conexión entre ese viaje de 2006 y el de 2014. No me había podido sacar de la cabeza ese encuentro con mi primitivismo y la conferencia, obviamente, era la oportunidad perfecta para explorar más ese vínculo, pero esta vez incluyendo a Cortázar y su famoso relato en mi juego psicológico que esperaba encontrar su final. Mi paper hablaba sobre la vinculación entre las máscaras rituales africanas y el axolotl, prestaba atención a cómo estos elementos exóticos tenían la capacidad de afectar el medio ambiente al cual forzosamente habían sido trasladados luego del respectivo saqueo civilizador. Exótico puede ser entendido como algo extraño que, al mismo tiempo, no se confronta con el comfort, la comodidad burguesa, en suma, se trata de un añadido más al decorado de la pared o del toilette. Sin embargo me quedo con otro significado de exótico, es decir, el que involucra la capacidad de las cosas trasladadas para afectar el mundo que las rodea, el mundo codificador de la metropolis que ha usurpado al objeto de su habitat original para confinarlo a la prisión del significante. Eso precisamente sucedió con el arte ritual africano que impresionó tanto a Picasso cuando se estrelló de lleno contra él en su visita al museo del Trocadero, transformando el arte occidental por completo. En el cuento de Cortázar en cambio será la criatura exótica, prisionera y estudiada a mansalva, la que logre de una manera extraordinaria afectar la conciencia de un flâneur parisino. 

Grenoble está enclavada en los Alpes. Está muy bien comunicada por diferentes buses, trenes de alta velocidad y tranvías. El aeropuerto de Lyon se encuentra a una hora de distancia. Es una ciudad próspera con un importante centro de esquí. En la mañana es hermoso respirar su aire puro y precipitarse en dirección a las montañas haciendo un poco de jogging. Por la tarde da gusto perderse en sus cafés, almacenes y tiendas que ofrecen diferentes y exclusivos productos con un aire de distinción muy francés. Por la noche hay una oferta de bares y discotecas aceptable para el gusto cosmopolita. Dejé Grenoble por París. El terminal, mi puerta de ingreso a la capital francesa sería Gare de Lyon. Llegué con las justas para tomar el tren en la estación de Grenoble. Llegué con las botas rotas, sí con los botas de vaquero rotas, corriendo como un ser medio enloquecido. Pensaba que la suela se había abierto por el frío de las montañas. Finalmente, deposité las maletas en el vagón y cuando me acerqué a mi asiento había otra persona allí muy bien instalada. Mi rostro se llenó de furia. Parecía un axolotl del Jardin des Plantes. Le dije que era mi lugar. Él insistió en que era el suyo y me enseñó su boleto con el número incorrecto. Con cólera le increpé: “You need to read, man”. Se sorprendió. Seguro pensaría, “Moi, un francés, need to read? WTF”. Un salvaje, un primitivo venido del otro lado del mundo cómo es posible que le diga a un europeo hipercodificado, “you need to read, man”. Luego me miró con un aire de superioridad, respiró y me pidió que me esperara, que ése no era el boleto realmente, el as, que me quería mostrar, que se había equivocado de papel impreso. Al final tenía razón. El equivocado era yo as usual. No estaba en el vagón  que me correspondía. Luego de guardar las maletas en el vagón apropiado y dejar otras tantas cosas en el asiento, enrumbé hacia el bar. Me bebí todo lo que pude hasta llegar a París. Vino, cerveza, vino, cerveza. Vacas, campo, vacas surrealistas, campo, vacas cubistas, campo Magritte, casitas muy bien diseñadas y correctamente ubicadas, cercas, huertos. Era la imagen fugaz que me devolvía la amplia ventana del bar del tren y, por supuesto, a lo lejos las espectaculares montañas que, cada vez, se volvían más pequeñitas. En París me aguardaba el Hotel Esmeralda. Ningún nombre en París, vale indicar, ha sido dejado al azar y la decoración de interiores te lo reitera por si las dudas. El Hotel Esmeralda está muy cerca de Notre-Dame. Desde allí y en dirección a la Torre Eiffel iniciaría la tan esperada caminata versión 2014 hacia el Musée d’Orsay en busca de la galería Art Primitif para saldar cuentas con el pasado. 

Dejé mis cosas tan rápido como pude en mi habitación con una hermosa vista a la Cathédrale inspiradora de la obra de Víctor Hugo. Avanzaba apresurado, saltando por las escaleras. Me despedí del conserje mexicano de nombre Francisco y empecé mi caminata por París. No era muy tarde, serían como las cinco, no hacía mucho frío y el cielo estaba despejado. Cientos de turistas como hormigas sincronizadas se movían por diferentes direcciones desde y hacia los puentes. Realmente da gusto caminar por París y sus puentes, sobre todo si lo haces en zig zag como los trenes que llevan a Aguas Calientes en el Cuzco. 

Mi primera stop fue Pont-Neuf. Me encanta esta edificación porque allí se filmó una de mis películas favoritas Les amants du Pont-Neuf de Leos Carax. París es una ciudad romántica y sus puentes dan muy buena fe de ello. Por cierto, las rosas de París son las mejores del mundo, y si son de Gare de l’Est más todavía, pero sólo se puede comprar una rosa, no una docena, sólo una. Así te lo deja bien claro la simpática vendedora con una sonrisa que expresa, a su vez, mucha firmeza. Saint-Exupéry natural de Lyon sabía y mucho de la rosa y sus sensuales espinas que se pinchan en la carne o en el corazón. Amar es sufrir.

Seguí mi camino. Llegué muy rápido a mi segunda stop: Pont des Arts, el puente de los candados de los enamorados. Miles de cerrojos de todos los tamaños adornan esta edificación. Miles de candados sobre la reja de la estructura de metal, los mismos que reflejan la intensidad del sentir humano con toda su fragilidad y fuerza. Cuando casi terminaba de cruzar el puente escuché y grabé en mi cabeza la conversación que una mujer de voz dulcísima sostenía con su acompañante que también parecía de porte sudamericano. Ella con mucha inteligencia y sentido de precaución apretaba bien contra su pecho, cubierto por un abrigo, su cartera de cuero. En París también roban y eso no reduce su efecto de lugar romántico por excelencia:

– Mira esa chica. Pobre. Está buscando su candado y no lo encuentra, no lo encuentra, pobrecita. Pobrecita. ¿Qué le habrá pasado a su amante?

– Bueno yo creo que ella ha terminado con él y busca recuperar su candado, romperlo para reemplazarlo por otro nuevo, por otro amor.

-No, quizás él ha muerto. 

– Eso sería muy triste. Pero si no lo encuentra es posible también que sea cierta la teoría de tu viejo, de que cada cierto tiempo para evitar que el puente colapse el municipio retira una cantidad de candados determinada. Dicen que algo parecido hacen con los cuerpos de los muertos en Amsterdam. Holanda es un país donde no sobra literalmente el espacio ni siquiera para los muertos. Sólo se puede alquilar por diez años la tierra para los muertitos. Luego bye bye. Y colocan a otro en su lugar. Bueno en Montparnasse era peor, porque allí acomodaban un muertito encima de otro, je.

-Ay! No seas malo.

Me alejé mientras ellos seguían conversando y se aprestaban a sacar el Iphone para tomarse selfies de chicos enamorados en su primera visita romántica a la ciudad donde una vez reinó Henri-Quatrede Navarra, marido de Margot, luego de renunciar a su credo protestante. “París bien vale una misa (en Notre-Dame) y una salsa en el Quartier Latin”. En ese momento pasó algo. Me curé. Me curé del dolor, del deseo de volver a ese galería de arte primitivo peruano. Decidí que mi última noche en Francia y en París fuera diferente y me dirigí a las Tullerías para subirme a la rueda de Chicago y poder observar con un aire decimonónico la torre Eiffel y la noche parisina encerrado en mi cápsula o góndola como una criatura salida de una historia del genio de Rayuela, como un axolotl un poquito más libre, subiendo y bajando por los aires con alegría infantil.

A la mañana siguiente desayuné un café au lait con su obligatorio croissant en el Café Panis ubicado entre la Rue Lagrange y la Quai de Montebello con vista a la Square René-Viviani. Otra forma de decirlo sería: “Desayuné al frente del Hotel Esmeralda”. Pagué y salí. Hay algo raro que pasa con los meseros de los cafés parisinos. No apuntan las órdenes normalmente y siempre se olvidan de algo, siempre. Una vez es el agua, otra una cerveza o incluso la mayonesa. Cuando les digo mayonesa, aparece una sonrisa en sus rostros que a veces parecen de gárgolas de Cathédrale. Mayonesa es la pálabra mágica que vuelve amables a los mozos de París. El hombre que me atendió en el Panis, de cabello corto, mirada altiva y medio confusa, de ojos muy redondos y profundos, tenía la particularidad de anunciar en voz alta, casi gritando, los pedidos cuando los traía a la mesa. Yo intuía que el propósito era para memorizar mejor las órdenes. También pensaba que todo en París estaba hipercodificado y respetando esa lógica las cosas debían nombrarse nuevamente para que así adquirieran su real existencia: Made in Paris

Usé el poco tiempo que me quedaba todavía en la ciudad del emigrado y naïf Chagall para dar una vueltita a la manzana, antes de enrumbar hacia el Boulevard de Sébastopol que me conectaría con la estación Gare de Nord de donde salen los trenes con dirección al aeropuerto internacional CDG. En el Charles de Gaulle una vez mi tío El loco César Mazza, en 1987, volvió loco a los gendarmes franceses, los Pink Panther, que lo correteaban de un lado a otro sonando su silbato característico. César buscaba ingresar ilegalmente en tierras galas. Los Pink Panther estaban allí para evitarlo. César iba a empezar una nueva vida en Francia, sin embargo lo regresaron a Perú. Unos años después me mandaría por correo postal una misteriosa virgen desde Frankfurt. Era una imagen de la Virgen de Lourdes en 3D. Mi madre se lamentaba de que El loco no hubiera enviado l’argent. Yo, en cambio, estaba muy feliz con mi virgen, que venida de tierras desconocidas y exóticas del hemisferio norte pasó a ocupar un lugar especial entre las diversos imágenes que adornaban el altar de mi cuarto. Dicen que en Lyon hay una tienda que se llama Ange Michel especializada en la venta de artículos religiosos como la virgen que me remitió El loco, está localizada justo en frente de la casa donde nació el autor de Le Petit Prince, Antoine Marie Jean-Baptiste Roger, comte de Saint Exupéry.

La vueltita a la manzana fue todo un descubrimiento. Tiendas de souvenirs con la marca “París”, un restaurante griego, una librería, una tienda de juegos de mesa, un restaurante de kababs, un restaurante indio, una panadería, una agencia de bienes raíces con precios gangas de departamentos que iban desde los 300,000 euros (los de ochenta metros cuadrados) hasta el millón y medio y finalmente, no lo podía creer, una galería de arte precolombino peruano. Cuando alcé la vista para percatarme de su nombre pensé que me iba a encontrar con algo así como “Nouveau Art Primitif”, pero no. Así no se llamaba el establecimiento. Su nombre era “Urubamba”. Eso me alivió. Sonreí. Era domingo por la mañana y para mi buena fortuna la galería estaba cerrada. Me percaté que no sólo vendía artesanías peruanas sino también objetos mexicanos y guatemaltecos. Sonreí nuevamente. Por un momento pensé en el Jardin des Plantes y en los axolotl. Me había reconciliado con París. Estaba soleado y las gárgolas reinaban felices en las alturas de la Cathédrale. Todavía me quedaban 1.3 kilómetros hacia arriba caminando sonriente como un niño sin su baguette por el Boulevard de Sébastopol. 

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