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Luisa Etxenike

Aves del paraíso – Fragmentos seleccionados de distintos momentos de la novela

Al amanecer, después de andar toda la noche, llega a su casa. Hay un coche de policía delante de la verja. Le saludan y le piden un documento de identidad. Les entrega el pasaporte.

Los policías le explican que están ahí por simple rutina, únicamente porque algunos vecinos han comentado que en esa casa, donde se supone que no vive nadie, de repente, desde hace algún tiempo, hay luz.

 


 

Simple rutina la luz.

Y también la vigilancia de los vecinos.

Algunos no se limitaban a vigilar, entonces, también recogían información y luego la entregaban. Era algo que se sabía. Él también lo sabía.

 


 

La culpa no es fiable. Está siempre rodeada de gente que quita o pone excusas, refugios. Las coartadas más inimaginables.

La culpa es una obra colectiva y no le sirve. Sólo la vergüenza puede decirle algo.

Porque en la vergüenza no hay nadie más. Sólo ese desconocido que lleva en su interior y que ahora está haciendo que le ardan las mejillas. Un rubor para nadie. No hay testigos a su alrededor para observarlo. Las ventanas están cerradas como ojos. 

El fuego en la cara es sólo para él. Sólo para la imagen que le devolvería un espejo si se mirara. Pero no va a hacerlo.

 


 

Se tumba en un banco, boca arriba. Le gustaría poder dormir con los ojos abiertos, para recuperar el tiempo ciego, la mirada en falta, también durante el sueño.

Pero no lo ha conseguido. Y ahora que le despierta la presencia de alguien a su alrededor tiene que volver a abrir los ojos. Se incorpora. Hay un hombre sentado del otro lado del banco.

– Me he acercado- le dice con una voz muy rota- porque al verte aquí tumbado, he pensado que te encontrabas mal. Se ve que no eres de la calle. No llevas bolsas; y hueles a limpio sobre todo.

Permanece quieto y en silencio. El hombre insiste:

– ¿Te ha dado un mareo o algo? ¿No puedes hablar? Tengo móvil y si quieres puedo llamar al 112 y que manden una ambulancia.

Ni siquiera ahora contesta. Se levanta y empieza a alejarse a grandes zancadas. Sumar pasos enérgicos, sin atender al paisaje, mirando sólo lo justo para no tropezar. Intenta alejarse así, como si fuera antes. Pero no es antes.  Ahora oye, a su espalda, la misma voz quebrada, pero sin astillar:

– Pues vaya.

Y se da la vuelta, se acerca otra vez al banco, y busca los ojos de ese hombre que le mira sin decepción ni reproche, como un mar que ha expulsado enseguida las huellas.

– No me pasa nada. Sólo que no sé qué hacer con tu amabilidad.

– Bueno, puedes darme un cigarro.

– No fumo.

– Tampoco me vendrían mal unas moneditas para la máquina del café.

Entonces saca de la cartera unos cuantos billetes, sin mirar, porque no hay humillación sin cálculo, y los deja sobre el banco.

– Pues vaya- vuelve a decir el hombre.

Pero esta vez él le ha visto sonreír y recoger el dinero como si fuera otra cosa, uno de esos regalos de los caminos lentos: el frescor de las hojas.

Un arroyo donde puedes beber.

Moras que alcanzas sin tocar las espinas.

 


 

Ha visto a la mujer desde el puente, demasiado lejos para poder intervenir, y sin embargo durante un instante ha querido hacerlo, está seguro. Ha querido echar a correr y llegar a tiempo para impedirlo… porque ella ha entrado vestida en el mar, ha avanzado en línea recta hasta que el agua le ha llegado casi a la altura del pecho, y ha desaparecido bajo las olas suaves. No se ha tirado, sólo se ha hundido. Ha debido de doblar simplemente las piernas para que el mar la cubriera.

Él ha querido frenarla, está seguro, incluso ha abierto la boca para gritarle algo que llamara su atención y la distrajera de su propósito. Porque nadie entra vestido en el mar, tan temprano, cuando aún no hay nadie en la playa, si  no es a suicidarse.

– ¡Eh, oiga, oiga, eh!

Está seguro de que ha abierto la boca para gritarlo. Aunque a la distancia a la que se encuentra, ella no hubiera podido oírle.

Demasiado lejos para poder intervenir, llegar a tiempo, lanzarse al mar y rescatarla. Pero ha querido hacerlo, está seguro. Y ahora no sabe qué hacer con ese impulso. Cómo interpretarlo. A quién atribuirlo.

De todas maneras hubiera sido un gesto inútil, desproporcionado, ridículo, porque esa mujer no quería matarse. De repente ha vuelto a ponerse de pie, se ha girado muy despacio, como si le doliera, y ha salido del agua. O si quería matarse, se ha arrepentido y por eso ahora cruza la arena dando tumbos, como extraviada.

Tal vez en ella también, en este instante, el desconcierto de defender la vida. Vuelve a ruborizarse para nadie, sólo para sí mismo.

Y aunque esta vez se mira en el espejo perfecto, inmaculado, de la habitación, tampoco se ve. Su cara está escondida detrás de una barba de meses.

No es verdad, la frase está mal hecha: no se te cae la cara de vergüenza. La cara sigue ahí, disimulada por el pelo, pero en su sitio. Anclada en su sistema. Pero ardiendo aunque nadie lo vea.

La vergüenza no es de nadie más, sólo suya. Y para él. Y para algo. Tiene que tener un objetivo.

Alguien se acerca el objetivo y vacía el cargador de la pistola.

Un rubor solitario para que piense en otros; para que recuerde que puedes querer morir y luego arrepentirte. Pero que hay gente que no quiere morir, que no quería, y que sin embargo moría porque otro le alcanzaba en la calle, porque otro llegaba por delante o por detrás o por el costado y le pegaba un tiro o más.

 


 

Y ahora recorre en coche la ciudad adormecida, buscando a ciegas puertas de metal con cerraduras grandes.

Otra frase mal hecha; porque no hay ceguera;  se orienta perfectamente; la ciudad es otro monte sabido de memoria. Por él, por otros, por todos los que quieren recordar…

Que en esta calle.

Y en ésta.

Y en este aparcamiento.

Y en este bar.

Y en esta otra calle.

Y en esta esquina.

Y en esta también. Muertos tendidos en el suelo, como castañas reventadas. Para que aprendas.

Recorre el mapa sabido de la ciudad. Decenas de puntos exactos donde alguien no quiere morir pero muere porque otro se le acerca de frente, por detrás, por el costado, y dispara. Lee hasta que se hace de día.

Luego se acuesta, por primera vez desde que se instaló en esta casa, en una cama.

Y para distraerse de su blandura repite, en voz alta primero, y luego sólo mentalmente, a medida que le puede el cansancio, el vocabulario recién aprendido. Los nombres de esas aves que existían sin que él lo supiera; que cantaban y comían y construían nidos, en su mismo mundo, sin que él se diera cuenta, sin que les prestara la menor atención.

Gavión, chotacabras gris, andarríos chico, zarapito real, curruca mosquitera, escribano palustre, avoceta, alcaraván…

 


 

De una manera u otra, lentamente o de golpe, todas las aves mudan su plumaje.

Ha dejado a Agustín en su casa, y baja a la playa que está preciosa, iluminada desde el paseo.  Sobre el fondo pardo de la arena, a intervalos regulares, franjas de luz dorada. Como en el dibujo perfecto de una agachadiza.

Las aves se desprenden incluso de las plumas más largas, las que permiten el vuelo. Primarias, secundarias, terciarias. Durante un tiempo se quedan indefensas, sin posibilidad de volar. Pero no importa. Lo que cuenta es saber desprenderse y saber acoger.

Eh, tú, Agustín, ¿cómo mudan los hombres? ¿Cómo se desprenden de lo que siempre ha marcado su vuelo, dirigido su rumbo?  ¿Las plumas viejas del silencio, la indiferencia, el conformismo… pueden soltarse y caer? ¿Y dejar sitio y abrir paso?

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