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Autobiografía del yo lírico en un poemario de Dolores Etchecopar

Dolores Etchecopar, poeta argentina nacida en Buenos Aires en 1956, donde reside, cursó estudios de filosofía en la Universidad de Ginebra (Suiza). Fundó y coordinó los Ciclos “El Pez Que Habla” y “Santo Cielo”. Es Directora de Hilos Editora. Publicó Su voz en la mía (1982), La tañedora (1984), El atavío (1985), Canción del precipicio (1994), El comienzo (2010), Oscuro alfabeto (antología poética) (2012). Su más reciente libro es El deslumbramiento (2019).

El cielo una sola vez (2016), uno de sus más recientes poemarios, evidentemente, es la prueba más contundente de que una pluma diestra munida de una rica experiencia vital desplegada en el tiempo es capaz de, a partir de un yo lírico femenino, reconstruir la historia de una identidad en todas sus facetas. En efecto, un yo lírico atomizado se va desenvolviendo a lo largo del libro con imágenes plásticas, ideas, acciones, relaciones (evocadas o presentes) hasta que la poeta las articula para reconfigurarlas en una unidad. Dichas facetas afectan los roles de hija, esposa, madre, amante, amiga, colega, como niña bajo el cuidado de una niñera. Este yo lírico atraviesa por una serie de experiencias fundantes que los numerosos paratextos bajo la forma de dedicatorias en muchos casos literalmente «in memoriam» dan la pauta de que puede tratarse de una imaginación que remita no a un referente imaginario sino real. No solo a una poética connotada sino también con fuertes componentes (secretos) de naturaleza denotativa, pero de la cual deja pistas. Esta circunstancia desestabiliza al lector en su lectura. Lo hace vacilar acerca de su aproximación a ese yo lírico. ¿Es referencial o es acaso ficcional, en la medida en que toda poética de un modo u otro lo es? No obstante, sabemos que la creación poética supone toda una serie de operaciones complejas, mediaciones, desplazamientos, una retórica con énfasis y toma de distancias que reviste cambios e intercambios entre el orden de lo real y el orden de lo escrito. Pero los numerosos indicios dan qué pensar. Esto es: fundamentan una lectura que haga coincidir yo lírico con yo autoral. O, como mínimo, que ese yo autoral deje fuertes marcas en el yo lírico. Ese yo lírico, no diera la impresión de haber atravesado por la transgresión ni por excesos pero sí por impresiones que dejan una impronta muy vívida respecto de varias dimensiones de la condición humana que se viven de modo intenso. Pero por otros una reflexión de orden radical, que asombra por lo formidable.

No estamos hablando para el caso de un yo lírico que demuestra fracaso o depresión, pero sí una cierta melancolía o, sin ir tan lejos, una nostalgia (mejor). ¿La nostalgia que produce la temporalidad en ese sujeto? ¿en sus lazos (que envejecen o se pierden o le son hurtados)? ¿en su cuerpo, que progresivamente madura? ¿en los descubrimientos que devienen costumbre en lugar de realizar hallazgos novedosos? ¿en un alma que ya no se asoma al mundo con el fulgor de los primeros pasos? Lo cierto es que el “tono” del poemario es meditativo, reflexivo, mesurado, carece de todo énfasis, es terso y además resulta de pareja calidad. Se percibe de inmediato un trabajo a fondo con la intención de dotar al libro de homogeneidad, noción de totalidad, de organización semántica y formal. Pero sobre todo de conjunto. Una totalidad de bordes nítidos pero también imbricados. Circunstancia que evidentemente ha de haber obligado a Dolores Etchecopar a resemantizar muchos datos, fuentes o vivencias tanto subjetivas como objetivas, a desapasionar momentos de éxtasis (en ambos sentidos de la pasión) y a reformular los recursos que empleó para la escritura de El cielo una sola vez. Además de haber sido sobre todo paciente y cuidadosa, respetuosa de la temporalidad de una escritura exigente. Esto es: ha debido administrar sin apremios la sustancia poética.

Ahora bien: diera toda la impresión de ser un poemario que constituye una suerte de balance de un yo lírico femenino que traza una divisoria en su vida, entre lo que lleva vivido y lo que le queda por vivir. Entre esa delgada y peligrosa transición (que es también por cierto frágil, como toda vida que puede perderse antes de tiempo) hay una recuperación o restitución de experiencias (también de anécdotas). Desde la niñera oriunda de otra patria que velaba por ella y le daba de comer los primeros bocados nutritivos (esto es, los momentos de iniciación en tanto que sujeto de cultura, por ejemplo en los modales y de ingreso en las primeras costumbres) hasta esta etapa en la que a los hijos se les habla con una madurez en la que son interlocutores que ya no se cuidan sino que hasta son capaces de hacer lo inverso: cuidar de ese yo lírico materno. Pueden ser capaces de hacerlo no confesándole algo trágico o dramático que han padecido, no hablándole de un tema incómodo que pudiera perturbarla, acompañándola en un trance erizado de conflictividad o una caída tanto física como por algo por lo que los poetas suelen inclinarse: la angustia metafísica, el desasimiento. Es la etapa de los hijos crecidos ya no siendo criados pero en el poemario también se evoca la etapa prenatal y la etapa de la gestación. Hay una narración de la maternidad en todos sus hitos en este libro que leo como una novela familiar dirigida de ese yo lírico a un “ustedes” o un «vos» que serían probablemente los hijos (pero también los lectores/ras) así como ella tuvo hermanos con los que también dialoga o recuerda en una referencia en ocasiones con escenas de un voltaje electrizante. Como el que concentra la alta tensión de una foto colocada por su hermana en el ataúd de su padre fallecido de modo intempestivo representándolas a ambas. La paradoja que no puede sino sumir en la intemperie, es que las hijas atienden a la escena de que quien les ha dado la vida, las ha recibido en este mundo, ahora es a quien ellas despiden, en un oxímoron que no oculta una variante dolorosa si no siniestra. La fotografía, último resabio de su visita por esta vida ahora es sustraída y enterrada literalmente en un momento en que el sujeto/padre está indefenso. Se lleva consigo su propia imagen: una imagen en abismo. Pero que de lo tangible pasa a la representación icónica.

Así el diálogo implícito tanto desde la pérdida como desde la felicidad (especialmente cuando se recuerda a las amigas despreocupadas o bien a los poetas y las poetas con los que se ha recorrido la andadura el arte) también está presente. Estas son inflexiones que en el poemario marcan probablemente los contrastes más nítidos en lo referido a la alegría. Lo que trasunta una algarabía que no llega al éxtasis ni a la euforia. El tono del poemario no admite esos sobresaltos según los términos en que lo ha planteado Dolores Etchecopar. El poemario será ecuánime, no impulsivo, no atormentado, sino más bien será un espacio simbólico, una caja de resonancia por dentro de la cual las emociones no se desborden. El poemario será armónico, no desorbitado ni exultante.

El diálogo implícito al que aludí con los hijos (y con los lectores/ras) es el que organiza todo el poemario. Pero también hay una suerte de monólogo que evidentemente el yo lírico necesita imperiosamente formularse a sí mismo, para verificar, ratificar, confirmar que lo vivido efectivamente ha tenido lugar. Confirma que ha vivido. Lo ratifica. Para creer, para corroborar esas experiencias con la intención de una insistencia en la verdad de los lugares, de los lazos entrañables, para que sea convincente a sus oídos su propio relato: para que lo que cree haber experimentado sea una certeza. Para constatar su veracidad. Una narrativa del sujeto femenino. En estos términos podría ser definido muy a grandes trazos un poemario que sin embargo adopta muchos otros matices. Lo cierto es que esa circunstancia todos sabemos que siempre es de naturaleza engañosa porque lo que hemos vivido es visto y vivido a lo largo de nuestra existencia a cada momento de modo diferente. A contraluz. De modo tornasolado, iridiscente. No unívoco. En ocasiones convergente, en otras divergente respecto de un sistema de versiones. Suele suceder que a lo que vivimos resignifiquemos los instantes que regresan, se olvidan, involuntariamente irrumpen. En otros casos pareciera ser que nos conocemos más a fondo acaso. Tenemos una mayor capacidad de introspección. Tomamos distancia de lo vivido por sobre lo narrado o expresado. Somos críticos o negamos ciertos jirones que regresan, incómodos, invasivos, perturbadores. De modo que todo este poemario se nos impone como la melodía de una voz que, sin acentos ni zonas tónicas recupera compases, capítulos, momentos importantes de un yo lírico femenino siendo atravesado por una temporalidad que no siempre se vive de modo apacible. Eso está claro. El tiempo no necesariamente se vive como un enemigo, como una dimensión hostil. Pero ser atravesada por él, vivir a su merced es ser más vulnerables. Es estar bajo un poder que no dominamos, que nos va consumiendo, que nos va moldeando a su medida como nosotros a la escritura: he allí a nuestra gran aliada. He allí el gran refugio del poeta. Hacer las cosas a su medida. Construir un mundo, a la medida de un dios no soñándolo sino escribiéndolo. Tenemos el poder de hacer retroceder o avanzar al tiempo en el seno de la escritura. De ser otros u otras (porque podemos hasta cambiar de género). En fin, la libertad subjetiva por excelencia que brinda el discurso literario o, si así se prefiere, la escritura poética. Eso nos devuelve la confianza en que somos capaces de torcer la dimensión de ese tiempo que parecía irrevocable. En la medida en que vemos crecer a los hijos, ese es el indicador inverso y especular: el de nuestro envejecimiento. Este punto de vista está puesto de manifiesto cuando la hija del yo lírico insiste en una cantidad desmesurada de abrazos durante un cumpleaños de la madre. Ese cumpleaños/hito, que se registra como una fecha nuevamente que marca un límite es la delgada línea como ostia que si se franquea resulta transformadora por la pérdida que supone: la puerta que se abre y lo que deja detrás una vez transpuesta.

En el libro paratextualmente están señalados una serie de poemas como interludios que son probablemente la pausa que permite distinguir y no asfixiar al lector del relato de tanta experiencia autobiográfica del yo lírico de ese sujeto mujer, de naturaleza encendida si bien apacible. Pero por identificación resulta imposible que el lector o la lectora no sientan al leer el libro que se están leyendo a sí mismos o parte de sus propias vidas. Zonas existenciales compartidas a las que no pueden escapar. Los que cité se trata de poemas que aluden a otros temas no siempre directamente vinculados a la novela familiar. Y que están incluso dispuestos de otro modo en la página, además de escritos en itálica. Son como una segunda parte del poemario, que corre en paralelo al flujo central. Dentro de ese curso del río que es el agua caudalosa de los poemas centrales, estos otros son como remansos. Son instantes lentos, morosos, en los que otra clase de voz, que restituye la polifonía al libro, encarna la bivocalidad. Escuchamos, literalmente, otra voz. Una voz segunda. Ya no es la del yo lírico la que habla. Es una instancia mucho más abstracta. Mucho más impersonal. Más distante, también. Esa capacidad de toma de distancia es la necesaria para disponer de la libertad de despegarse de la experiencia vivida. También de la experiencia histórica.

Diría que está el leitmov del caballo, así como en su último libro, El deslumbramiento (2019) están presentes las abejas. Conjeturo que hay un semema, una unidad de significado condensado en el caso de Dolores Etchecopar en ciertos animales que sin llegar a conformar un bestiario sí configuran un universo poético dentro del cual los animales no siempre de modo apacible ocupan un rol singular. En el presente caso los caballos (porque no dieran la impresión de ser siempre el mismo ni disponer del mismo estado o actitud) recorren sus páginas sembrando de emociones potentes todo el libro. Muchas veces sumen en la zozobra o en la violencia, la agresión o la persecución. Como si patearan con sus cascos y dieran una coz.

El acto de la lectura y la escritura, se hacen presentes de modo insinuado en algunos poemas, disperso por aquí y por allí. Pero no absorben ninguno de ambos el poemario. El acto de la escritura, de la enunciación está como una presencia ineludible que la poeta refresca para hacernos notar probablemente que estamos leyendo un libro, que no nos despeguemos de esa esfera de construcción que tiene toda imagen plástica o de ideas. Tampoco el de la lectura. No obstante, espigo este poema del conjunto porque me interesó:

“mientras leo el roce de la ferocidad
que recorre mi espalda
algunas palabras forman pequeñas canoas
las empujo al cielo que relumbra devastado
advierto que mi cabeza se inclina en la lectura
como la de mi padre
cada vez el amor llega con esa pendiente
al libro que se abre y pide
que deje afuera las armas
lo que ellas han destruido
la brisa sola
la respiración alcanza a mover las páginas
de otro mundo”

En este poema el cuerpo en su dimensión fenomenológica entra en diálogo con el acto de leer en su faceta más corporal. Y hay un conjuro en el acto de esa lectura que evoca pero también se desembaraza de sentimientos destructivos. Leer es un acto de una infinita riqueza, de naturaleza constructiva, pero sobre todo portador de matices. No lineal. La poesía es otra cosa: su contraparte. Trae, atrae o repele emociones, muchas veces contradictorias, a su vez difíciles de poner en palabras (paradojalmente). Entre el leer, la evocación de un padre que se inclina como lo hace el yo lírico femenino remite a la posición física que él adoptaba, esto es, la presencia poderosa de quien nos dio la vida replica especularmente la nuestra (o a la inversa, a decir verdad). Y él es quien hizo de nosotros lo que somos. Y de quien hace de ella la que es y del modo en que es al fundirse con el poema, al marchar a su encuentro. Lee en una cierta postura que es la idéntica a la de su padre. ¿pero leerá en la misma posición, por dentro del poema? Quiero decir: ¿leerá lo que lee su padre, del modo en que él lo hizo? Padre e hija se unen o reconcilian en el gesto sagrado que es una alianza para un yo lírico asociado a una poesía que en ese momento se presenta como añoranza. Libro/padre, lectura/padre que induce a pensar que la literatura ha entrado a esa vida, junto con una cierta forma de mirar, una cierta forma de entender, una cierta forma de amar y de concebir la literatura y nada menos que la escritura de la mano de los lazos, una vez más, familiares. Pero también hay una toma de distancia de esa lectura/padre. Y hay una distancia de esa postura que es posición en el texto esta vez ya no como lectora sino como escritora. Más precisamente como poeta.

Diría de Dolores Etchecopar que es una de nuestras primeras artistas. Que al igual que José Bianco, el gran traductor y escritor argentino, de orden casi secreto, no cuida de su fama, sencillamente porque no forma parte de su repertorio de inquietudes, sino cultiva un perfil bajo, se concentra en leer y escribir buenos libros, en su actividad de mujer cavilosa, en la vertiente de poeta: en su posición y no en su exposición. Tenemos mucho que aprender de su oficio. ¿De la posición que adopta al leer y al escribir quizás? La escritura y la experimentación con la escritura, el deslumbrante equilibrio de escribir que denotan sus poemas ponen en evidencia a una mujer que tiene una señalada fe en la escritura, una profunda vocación por el poema. Y su atención está puesta en todo caso, en la experiencia y la experimentación en relación directa con el pulso de la lengua literaria. Nada más y nada menos que eso. Es una poeta que escribe sin estar atenta al ruido del mundo. Porque todo lo que no es la poesía, todo lo que está alejado de la poesía y de los afectos esenciales o haga correr el riesgo de perderlos, no vale la pena. Hay una lección de sobriedad y de elegancia en Dolores Etchecopar, así como hay una lección de calma. El poema puede llegar como no hacerlo. Al poema se lo trabaja sin prisas. Lo importante es estar listos para recibirlo. Y trabajarlo dispuestos a no malograrlo por apresuramiento, por no respetar su maceración, por no estar atentos al mejor modo de resolver las resistencias o dificultades que ofrece. Por no saber escuchar su música tal como llega pero al mismo tiempo tal como podría ser mejor aún.

Por fuera de toda vanidad, de todo narcisismo, de toda fatuidad, Dolores Etchecopar se pone a prueba. Salta al vacío. Y da a la talla. Siempre.

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