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Adrian Ferrero

Autenticidad o inautenticidad en la poética: adular o ser adulado

Para mí escribir literatura (en mi caso cuentos o poesía) no consiste en una misión pedagógica ni en ser efectista. Esto es: hacer literatura es jugar con los infinitos universos de la imaginación (he abordado del fantástico al así llamado realismo, de la ciencia ficción al erotismo, entre otros contenidos o géneros temáticos y sus diversas técnicas o formas). Hacer literatura no es predicar un dogma ni tampoco un penoso decálogo (si bien algunos autores lo han hecho como un modo de instalar premisas teóricas de naturaleza influyente para ser inolvidables). Recordemos a Horacio Quiroga, Ricargo Piglia, Hernst Heminway, entre otros. Hacer buena literatura para mí consiste en ser libre en un universo ilimitado, por dentro del cual sí existen límites para nosotros, pero en el que por un momento el nuestro se vuelve más ancho. No soy dogmático ni pretendo predicar un dogma y no admito que otros apliquen sobre mí etiquetas que distan mucho, por su diversidad, de ser ciertas, puestas en evidencia en los hechos. Me interesa, por sobre todo, hacer buena literatura. Por ese punto sí me preocupo y sobre eso cavilo. Esa es la divisa que orienta mi punto de vista más sobresaliente en el orden de lo creativo con las palabras. En la excelencia pongo el énfasis. La poética suele ser juzgada o prejuzgada, según los peores casos confundiendo lo verosímil o inverosímil con lo real. Sería como pensar que como en un cuento de ciencia ficción aparece un marciano, nos lo encontraremos a la vuelta de la esquina. O que como sobre un escenario teatral un hombre es muerto con un tiro de pistola se producirá su deceso definitivo. No. No es ese el modo o la clave de lectura según los cuales aspiro a ser leído. La buena literatura no es ni verdadera ni falsa. Es verosímil o inverosímil. Es buena literatura o mala. Lo venimos viendo desde Homero, pasando por Maupassant, Roberto Arlt, Clarice Lispector, María Negroni o Liliana Bodoc. Es que el mundo es tan limitado y la literatura de tan ilimitada amplitud. Se elige, eso sí, afrontar contenidos que sean temidos o estigmatizados, se elige brindar tranquilidad a la sociedad perpetuando un status quo cultural que no le hace cuestionar sus prejuicios, o bien se elige, en un sentido amplio, la crítica. No obstante, este principio que menciono no tiene que ver con una voluntad a partir de la cual tomemos una decisión respecto de lo que vamos a escribir. Al menos en mi caso (ignoro en otros), ideas o historias o tramas o figuraciones irrumpen en mi vida de un modo no deliberado, bajo la forma de una percepción instantánea que luego comienzo a desovillar. Eso sí. Naturalmente que a partir de allí con ese material puedo o no entablar con la poética un diálogo desde la dimensión de la producción de significados y sentidos una relación más compleja o más literal, siendo fiel solamente a ese instante y a esa fábula que irrumpió en mi vida y en cuyo estímulo de modo selectivo me concentro. Puedo volver, si me lo propongo, una vez que un manuscrito adopta su primera forma, sobre él para realizar operaciones de revisión, de corrección, de corrosión, según las cuales los signos respondan a códigos más o menos inciertos.

Entra a jugar también la variable de las emociones en la dimensión constructiva de un texto. Sabemos que existen contenidos más o menos irritantes. Más o menos complacientes. Más o menos preocupantes para una sociedad. Ciertos contenidos a los que se manifestará resistente y otros, en cambio a los que adherirá de manera fehaciente. Cuando un estímulo nace espontáneamente en un creador o creadora o se elige callar y llamarse silencio por miedo o cobardía. O se eligen contenidos que puede que “pongan nerviosa a la gente”, como dice Susan Sontag del efecto del verdadero arte. O se eligen contenidos que serenen, aquieten y pongan a las personas en un estado de aceptación del conflicto social. Eso define a mi juicio la talla y la valentía de un creador o creadora. Por otra parte, en mi caso no estoy enfilado tras causa o movimiento alguno salvo el de los DDHH, que abarcan, eso sí, varios frentes. Y también sí diría que estoy interesado, ya en el universo de mis investigaciones, en los silencios tanto en las distintas tradiciones literarias como en la sociedad tal y como se nos presenta en la vida cotidiana en ciudades chicas así como en las grandes urbes. Los silencios en los libros y los silencios en las calles o las reuniones sociales. La literatura que escribo sí en esos casos se erige en respuesta cultural. No se deja avasallar por la prepotencia o aquellos discursos unívocos que pretenden hacer de ella un espacio cristalino que en verdad oculta altas dosis de opacidad o mentira. Este punto resulta crucial en poética. La mitomanía pública por halagar a la cultura oficial o a los discursos sociales que se manifiestan como los más poderosos. No obstante, la palabra, entrenada y formada en su campo de trabajo, contesta de un modo para nada complaciente, pero sin agraviar sino desde la perspectiva del discurso razonado de modo persuasivo que refuta la perspectiva o el discurso conservador. Brinda otras versiones alternativas de la realidad social, de la poética y permite que los discursos sociales se abran hasta alcanzar lo incalculable o lo más amplio que puedan.

No manifiesto miedos cuando escribo. Cuando hago y digo la verdad (mía y de los hechos imaginarios o reales a los que aluda mi poética consumada, condensada ya en texto) nada me detiene. Hay un decir que no calla y hay un hacer con la palabra, maleables y dignas que impiden toda clase de temor. El miedo no solo es señal de cobardía sino de inseguridad. En mi caso he pensado y estudiado acerca de muchos temas de los cuales la poética puede dar cuenta y también analicé el modo más acertado de hacerlo. Podríamos decir que a ese decir subyace un hacer que le es inherente.

Me dejo guiar según lo dictan las ideas que van irrumpiendo en mi mente proponiendo narrar historias o jugar con ellas. No me impongo escribir historias por decisión previa. Sino que soy paciente. Sé qué y cuándo esperar para que una historia alcance el punto justo para ser narrada. No escribo por escribir. Eso no significaría ser un escritor. Escribo cuando tengo algo para decir. Y porque se trata de una idea con fundamentos propios, que no he hurtado a otros. Tal cosa no la haría jamás. Hay una maduración de las historias, de las tramas que los cuentos abordan u ocultan (porque en la literatura resultan primordiales los silencios, los implícitos, todo aquello que no es nombrado pero sí es significativo a los fines de la lectura y de la configuración de la obra como tal).

Soy perfeccionista y exigente, soy riguroso y también me gusta ser audaz. No aspiro a escandalizar ni a ofender. Simplemente a ejercer mi libertad de expresión sin por ello ser sancionado u objeto de exclusión. Diría que me inclino entonces por la buena literatura que juega con los significado sociales. Y que tan solo busca la libre expresión. La libertad subjetiva sin pretender halagar, buscar seguidores o espantarlos. Las cosas son claras y simples para mí. No hago propaganda ni proselitismo en mi literatura ni menos aun busco introducir a través de ella tesis para difundir o para adoctrinar. El mundo que aspiro a narrar procura ser demasiado ancho como para sospechar de mí un afán didáctico/moralizante. La pedagogía que quede entre los muros del saber o, en todo caso, entre los talleres de escritura que es donde se enseña o aprende a escribir. No me estoy refiriendo a ellos de modo despectivo sino, muy por el contrario, como he asistido a una Universidad de excelencia y a seis talleres, sé que en esos espacios son aquellos en los cuales las personas que aspiran a conocer sobre poética, crítica o teoría literarias encuentran un espacio apropiado e ideal. Si bien existen los autores o autoras autodidactas que me merecen un respeto superlativo. Me expreso genuinamente, en ocasiones corriendo riesgos, pero también con la convicción de que soy fiel a mí mismo y mi espíritu creativo, no a mi biografía. No conviene confundir la vida de un creador con sus experiencias vitales, por más que existan elementos de los cuales hayan podido aquí o allá tomar alguna clase de rasgos para sus personajes, de percepciones de la realidad, de universos sociosemióticos por dentro de los cuales se mueven o han movido. Los signos de la imaginación no responden a una traducción literal de los de la así llamada realidad o de una subjetividad que reproduce de modo mimético la experiencia vivida.

La buena literatura (lo han dicho tantos buenos ensayistas y escritores), es disruptiva. Viene a hablar de temas incómodos, que rompan con los estereotipos o las certidumbres que configuran universos plagados de certezas o de evidencias. La buena literatura es fuente de incertidumbres, es disolutoria, es compleja en un mundo en el cual predominan los simplismos o la sencillez en el modo de dar cuenta de la realidad o en la subjetividad, los estilos de vida o nuestra relación con el lenguaje (o la que podríamos tener) mediante las palabras. Precisamente la buena poética rompe, destroza, hace trizas esa versión estabilizada en signos congelados de una ficción que no era cuestionadora sino que, aplicadamente, se consagraba a no decir la verdad sino a encubrirla.

También en mi caso practico el ensayo, los artículos críticos, las reseñas críticas (no solo sobre literatura), escribo sobre salud, escribo sobre temas de sociedad, esto es, me consagro al universo de las ideas, al discurso argumentativo. Desde esta perspectiva mi universo ficcional entra en diálogo con la ideología (por supuesto que él mismo es portador de ideología, en un sentido distinto). Pero aspiro a buscar y encontrar una coherencia interna entre ese mundo de las ideas y mi ficción que cierre, que encaje, que no sea disperso ni sea contradictorio. Aspiro a que mi ficción y mis ensayos o artículos sean críticos de la sociedad de mi tiempo histórico (y de la del pasado, y la que presiento que está llegando). Ser crítico no es sinónimo de ser destructivo sino, eso sí, de adoptar una posición combativa en el sentido de no admitir acciones que afecten a la libertad de expresión propia o de otros escritores o escritoras. Tampoco de la violación DDHH. Y ser crítico consiste en que una poética rompa con modelos y perspectivas que consideramos están en vigencia pero deben ser revisadas. Dentro del derecho de libertad de expresión está el derecho a romper con el discurso crédulo, lo que seguramente irritará y perturbará a la policía de quienes pretenden controlar los discursos sociales. La plenitud de los sentidos me parece que es, ella sí, la que me define más claramente como productor cultural. Soy un creador que aspira a recorridos múltiples por los signos y no a una voz que se deje cortejar como una tentación o como una obligación por la muerte de su espíritu inventivo. El que crea, lo hace con vocación de libertad. En tal sentido, el creador ante todo “es” él mismo. No se deja intimidar por el qué dirán o por las posiciones que están más a la retaguardia de la sociedad. Menos aun las que aspiran a escribir de un modo que no es el que desea o sea representativo de su subjetividad. El verdadero creador acepta el reto de ser también alguien temerario. Alguien que provoque desde desconcierto hasta rechazo, repudio o bien irritación. Por sobre todo, alguien que corre riesgos, alguien que está dispuesto a no admitir la intervención en su discurso de la violencia semiótica de terceros o de la censura o autocensura (peor aún) para evitar las repercusiones que sus escritos puedan tener en la sociedad. Es (como correspondería), alguien íntegro, honrado, honesto intelectualmente y ético en la vida cotidiana o a la hora de las grandes decisiones en el orden de la escritura así como en el orden de su biografía. Alguien congruente entre lo que predica y practica. No responde a dejarse intimidar por la opinión pública ni menos aún por la opinión ni de su barrio, ni de su ciudad, ni de su país ni del discurso internacional, si es que su poética tuviera tal alcance. Es alguien abocado plena y exclusivamente al acto de crear y recrear sin dejarse arredrar por ataques, marginaciones, discriminación o rechazos.

Si alguna clase de miedo irrumpe en su vida toma nota de él. Lo comprende (porque es un ser humano) y lo trabajará en futuras ficciones en caso de que no pueda ser pronunciado en ese momento. Ese “no poder decir” es un no poder escribir que tiene que ver con la alteridad, no con uno mismo. Y con la alteridad internalizada. De modo que el trabajo con uno mismo y nuestra necesidad de silenciar lo que expresamos resultan primordial.

El verdadero creador no está pendiente del éxito o del fracaso. Tal cosa resulta ser tan irrelevante como relativa. Está sometida a factores de todo tipo, incluso que nada tienen que ver con la poética. En ocasiones está vinculada a una mirada que la sociedad tiene o no sobre él y su poética, su imagen de escritor o escritora, su perspectiva y sus puntos de vista acerca de la realidad, el panorama que el gusto hegemónico considera aceptable, el que corona o está más generalizado, motivo por el cual habrá buena literatura que permanecerá en un cono de sombra por falta de la difusión que otorgan los medios que a su vez responden a muchas dimensiones. Desde halagar a los académicos, estar a la moda de los nombres más exquisitos del mundo o que mejor reputación tienen, desfallecen ante los juicios que los ponen por las nubes por parte de ciertos críticos especializados o bien de ciertos escritores que los consideran de una reputación sobresaliente. Suelen contar con un acotado espectro de escritores o escritoras a los cuales de modo recurrente entrevistan, reseñan, adulan y omiten nombres trascendentes de la literatura argentina o mundial por múltiples motivos, todos muy dispares. Hay razones políticas en unas ocasiones y en otras razones que tienen que ver con ghettos entre los cuales mandarines colosales dictan qué debe ser leído y qué no, quiénes ingresan en ese reducido círculo y cuáles permanecen por fuera.

Una buena literatura puede triunfar en el extranjero y ser por completo ignorada en su país. Tanto en su visibilidad pública como en atención crítica o de lectorados múltiples, para decirlo en palabras breves. Las literaturas que triunfan en el extranjero pueden hacerlo desde su país de origen hasta estar residiendo por fuera de nuestro país. Naturalmente, por lo general los que viven en países de Europa gozan de privilegios que un residente en países subdesarrollados o del Tercer Mundo no dispone. Se las verán con otra clase de ideologías sociales, de recursos desde financieros hasta de acceso al universo del arte, deberán acudir a otra clase de estrategias de autor o autora, serán considerados (o no) triunfadores por los habitantes y las instituciones de devoción cultural de su país nativo. Por último, señalaría un punto en el que el escritor argentino Héctor Tizón, radicado en Jujuy, una provincia de Argentina distante de Buenos Aires, ha insistido y en el cual yo he seguido razonando: acerca de la concentración en Buenos Aires de las poéticas hegemónicas. La literatura argentina más influyente en el campo literario y las instituciones de mayor legitimación cultural del campo literario tienen como lugar de residencia Buenos Aires y ser un escritor de verdad en Argentina consiste en haber publicado en editoriales de Buenos Aires y circular por sus eventos culturales. Hay claro está, contadas excepciones a este punto. Pero eso. Casos demasiado insulares.

Autores complacientes con el poder social y político muy probablemente conquisten mediante esa alianza con el poder un tipo de espacio de mayor predicamento y de instalación de su poética en el seno del campo literario del que pueden alcanzar autores resistentes a las leyes del campo literario o en su fricción con el campo del poder, actitud que los vuelve factor de irritación frente a los lectorados, tanto críticos (en buena parte de los casos), como de público en general, como del periodismo cultural. Y una escasa clase de lectores que sí adhieran a esa perspectiva los considerará valiosos, los considerará como personas que realizan aportes sustantivos al sistema literario. Autores que merecen atención lectora y crítica. En tal sentido, los legitimarán como tales en un círculo de iniciados.

La literatura argentina es sinónimo de la literatura escrita en Buenos Aires. Como tal, quienes habitamos espacios alternativos o zonas no hegemónicas en directa relación a ese centro o bien lo hacemos en el extranjero, corremos con desventajas nítidas y evidentes. El trabajo es el doble y salvo que alguna editorial de mucha circulación apueste de modo incondicional a ese autor o autora, permanecerá en el anonimato y la invisiblización. Por supuesto que su poética y su corpus seguirán avanzando pero no trascenderán ni se volverán populares. Para algunos es una variable irrelevante, por cierto.

Ahora hablaré con palabras bien directas y honestas: en lo personal lo que más me interesa de la literatura es la relación que establezco al escribirla con el texto. Ese momento electrizante (pero también resistente) entre el texto y yo mismo en el que el lenguaje aflora y de modo desafiante le exijo decir el máximo de sentido según el mayor grado de deseo con el objeto de que sea desafiante y me desafíe a mí.

El universo de los textos, la Historia de los discursos sociales no contribuye a que nuestros escritos sean originales o de una excelencia capaz de superar a los clásicos o a la literatura contemporánea a esta altura del siglo XXI. Yo me asumo como alguien perfectible, incapaz de realizar una renovación radical en el arte de escribir, como alguien que con vocación y mucho amor por lo que hace trabaja para perfeccionarse en distintos ámbitos y contextos al fin de optimizar sus recursos. Sé que mi poética no hará dar un vuelco a la literatura. Existen talentos muy dotados para eso. Pero sí daré una gran batalla a lo largo de mi vida, como la que vengo dando hasta ahora, para que mi literatura entre en diálogo con las mejores creaciones a la hora de alimentarme de otras literaturas, elegir a los mejores maestros y también trabajar del modo más exigente del que soy capaz. De hacerlo de modo honesto, con virtuosismo y llegar al punto máximo hasta donde lo permiten mis límites que no son, precisamente, ilimitados.

Diría que, tal como ha sido estudiado por muchos teóricos, un campo de batalla se dirime entre los creadores y creadoras, como en todos los planos de la ideología. Sé que mis creaciones entran en alianza con muchas otras que responden al mismo espíritu o, por qué no decirlo, a una estética que no copio pero sí tiene un cierto “aire de familia” con la mía. En tal sentido, me inscribo en una tradición de autores y autoras que han trabajado con su arte zonas de la conflictividad social que son las mismas que a mí me interesan o espontáneamente irrumpen a la hora de crear. En tal sentido, también entro en colisión con todo otro espectro de autores y autoras, e incluso críticos y críticas, que defienden ideologías sociales que divergen y hasta son hostiles a las mías. Mi poética dialoga con el resto de las poéticas pacíficamente, trazando alianzas, o bien en combate singular que puede ser silencioso y lento o puede entablar fricciones a las que no respondo excepto que considere que un autor o autora sea capaz de entablar una polémica bajo los términos, los modales y el tono público que me satisface y me ofrece garantías.

El objeto libro es rico, es valioso, es interesante, es necesario. Pero no es el único camino para un creador o creadora. Hay múltiples soportes o medios mediante los cuales dar a conocer nuestras creaciones. La cuestión es hasta qué punto estamos dispuestos a ser honestos con lo que concebimos para escribir, si escribimos para agradar, motivo por el cual estamos pendientes más de la opinión ajena que de la propia y bajo qué términos vamos a trabajar. Así, en ello consiste ser un creador o creadora. Ser fiel a sí mismo, o andar tras los pasos de legitimación y la adulación ajena en cualquiera de los planos en que ella, como lo vengo exponiendo hasta aquí en el universo de la literatura, se manifieste. En lo personal denodadamente toda mi vida he estado pendiente de “ser” yo mismo en la escritura. No de una aprobación que me es por completo ajena. Estoy dispuesto a correr, también, el riesgo de la marginación, de habitar una periferia o ser indiferente frente a la autenticidad que me brinda el ser en la escritura yo mismo o, en todo caso, mi ideología social, mi estética, mis recursos, la formación a la que adhiero, la tradición en la que me inscribo, el lenguaje literario y las formas de las que me sirvo a la hora de escribir. Acudo a la formación que he logrado a costa de muchos años de esfuerzos de estudio y de prácticas de escritura en distintos géneros y contextos de producción literarios. Eludo la hipocresía. Busco, en definitiva, la más completa verdad literaria de lo que para mí debe ser o es mi poética desde la percepción que tengo de ella a la hora de sentarme a escribir. No estoy pendiente de otra cosa más que de mi propio texto. De mí y de mi relación con el texto. Naturalmente que en el medio existen fantasmas, temores, emociones agradables, evocaciones gratas o no, en fin, toda una serie de factores subjetivos que inciden implícitamente desde mi subjetividad a la hora de escribir. Una posición que puede ser cómoda o incómoda delante de la sociedad. No desfallezco, como lo dije, por el éxito. No hago lo que me dictan las instituciones sino lo que confío en mi criterio, deseo y corresponde a un creador o creadora haga para ser tal de modo digno. Me gusta, eso sí, pertenecer a una tradición de autores críticos y desafiantes. No complacientes con el poder. Mi verdad ideológica, mi subjetividad, es la que respalda la consolidación de mi poética. De si es genuina o de si, como en otros casos, se disfraza para halagar al mercado o a los lectorados y la crítica académica. No soy compasivo con el poder. Y esa verdad literaria, si bien está sometida a una permanente revisión, también consiste en un modo de plasmar mi arte en un lenguaje literario que consiste, por sobre todo, en mi percepción sensible, mis emociones, mi convicción en torno de lo que la literatura debe ser frente a aquello que es mera simulación o impostura.

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