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arturo serna
Fotografía por José Luis Lucá, Cúpulas de Buenos Aires

Arturo Serna: La fugacidad es todo lo que tenemos

Era una mañana fría de mayo. El azar jugó sus cartas ese día. Desde hacía varios meses yo no visitaba la feria de antigüedades de San Telmo; sin embargo, ese domingo regresé en busca de las viejas fotografías de la ciudad que tanto me gusta coleccionar y de aquellas revistas de los años 70. Y allí, en ese puesto de libros y objetos rancios estaba usted, Arturo Serna, hojeando atentamente una de ellas, la que tenía el General en la tapa. Después la charla, las presentaciones y descubrir que tenemos amigos en común y que yo había leído varias de sus crónicas.

 

Fotografía por José Luis Lucá, San Telmo

 

Usted escribió que adhirió a “la causa” peronista con el fervor de los años juveniles.

Más allá de un interés coleccionista, ¿Qué queda hoy de aquel fervor y del error peronista? Algún día tendrá que dejar de fumar, Serna.

El peronismo es un  error, efectivamente. Es un gigante invertebrado y miope, como dijo el gordo John William Cooke, el más inteligente de los peronistas. Aclaro: no soy gorila. O, mejor: no creo ser gorila. No me interesa atacar la causa. Lo que me preocupa es la actividad del pensamiento. Hay filósofos que han caído en la tentación populista. Por ejemplo, un filósofo al que la comunidad internacional considera un gran filósofo: Heidegger. Heidegger fue populista. Diga lo que diga en sus cartas a Marcuse o a otros discípulos, él adhirió a la causa fascista o nazi fascista. El error populista consiste en creer que la mayoría siempre tiene razón. El error consiste en creer que las masas populares, guiadas por un líder carismático, tienen siempre la razón. Es decir, de modo irracional, ciego, creen que siempre tienen razón. Por empezar, los populistas creen que tienen razón. ¿Qué es la razón, en este caso? Si Heidegger le hubiera hecho caso a su concepción antirracionalista del Ser y de la historia, no habría caído en el error fascista. La versión vernácula del irracionalismo heideggeriano o populista es Perón. O, mejor: su discípulo filósofo. Como Perón no podía ser filósofo (a pesar de que muchos intelectuales se comieron el bocado de que era un pensador político)  contrató a un perro filósofo que después de convirtió en maoísta: Carlos Astrada. ¿Usted conoce la historia del discurso de Perón en la Universidad de Mendoza para inaugurar el Congreso de Filosofía, del 49? Allí Perón dio un discurso escrito y pensado por Astrada que, dicho sea de paso, fue discípulo de Heidegger. Como verá, todo se conecta. El distraído azar o el curso sinuoso de los hechos hacen que las cosas se conecten. Astrada hizo el elogio esencialista del gaucho y de la identidad nacional, esa bazofia heideggeriana absurda que reivindica el Ser nacional, el Ser argentino como una entelequia. En contra de los populistas irracionales, yo me declaro nihilista y escéptico. Pero no soy un nietzscheano blando o posmoderno. Mi nihilismo no tiene su origen en Nietzsche. Yo soy un nihilista de la primera hora: yo escucho el discurso de Gorgias como un canto hermoso que alegra mis oídos, como una música meliflua. El discurso de Gorgias es un motivo de felicidad: “nada existe. Si algo existiera, seria incognoscible. Si algo existiera y fuera incognoscible, sería incomunicable”. Como puede ver, al lado de Gorgias, Nietzsche es un poeta menor y un pusilánime perro cristiano.

Para responder a su pregunta, le diré: del error peronista, solo queda el afán ingenuo de coleccionar figuritas o estampas. Y el azar quiso que nos cruzáramos en San Telmo debido a ese placer infantil.

 

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Fotografía por José Luis Lucá, Congreso

 

Debo confesar que me apabulla su exposición sobre el error peronista. Me apabulla la genealogía filosófica que le atribuye a ese “error”.  El vínculo heideggeriano populista- fascista  al que usted hace referencia,  es una de las lecturas más rechazadas del movimiento por sus adherentes; los psicólogos de fuste lacaniana hablarían de forclusión, no hay inscripción significante.  Ningún peronista reconoce este sustrato que menciona, opera como rechazo, en fin. Pero quizás lo que ha imperado en los seguidores de “la causa” sea la definición del peronismo que construyó Leonardo Favio en su película “Sinfonía del sentimiento”. El corazón tiene razones, que la razón ignora, decía Pascal. Quizás también por eso Borges los definió como ni buenos ni malos,  sólo incorregibles.

No pude encontrar la revista de la vuelta de Perón a la Argentina en el puesto de antigüedades  de San Telmo, una lástima. Y no es un placer infantil coleccionar imágenes del pasado, Serna. Los coleccionistas somos perseverantes con el pasado, eso es todo. ¡Tampoco es un afán ingenuo! ¿Lo dice por aquello de todo tiempo pasado fue mejor? ¿Cómo se lleva con el paso del tiempo, Serna?

Está bien. A veces también cedo ante la tentación coleccionista.Yo recolecto los atardeceres, las mañanas y las noches desde el bacón de mi casa. ¿Cuántas veces me paré entre las paredes bajas del balcón a mirar el horizonte? Ese es mi lugar. Ejerzo la contemplación como un arma contra el olvido inevitable. Seré una nada, seré materia irrefrenable del olvido. Como dice ese texto escrito por maniáticos, seré polvo. ¿Qué quedará de mí? Una brizna, el leve aletear de lo que ya no es. Heráclito de Éfeso fue el primero que advirtió nuestra condición: todo fluye, todo cambia. Nada permanece idéntico. El dilema de nuestra existencia se cifra en la sentencia del oscuro. ¿Qué pienso yo del tiempo? Qué se yo de ese niño jocoso que atrapa las cosas y las disuelve como arena finísima. Solo puedo decir lo que ya han dicho otros. Me entrego a las palabras de Aristóteles: “el tiempo es la medida del movimiento”. Platón fue más esperanzado: “el tiempo es la imagen móvil de la eternidad”. Platón creía que así salvaba al hombre. Para él, el tiempo es un eco de la eternidad, contiene un halo de lo eterno. Creo que Aristóteles es menos descabellado: el tiempo no solo mide el movimiento sino también la acción y la mente del hombre. ¿Cómo escapar a su práctica? Todo lo que hacemos, lo hacemos a favor o en contra del tiempo. Es una lucha condenada al fracaso. Somos boxeadores de lo fútil (lo digo por experiencia), perdedores estrella.

Tengo una tendencia a valorar las cosas cuando están ausentes. Quizás por eso me entretiene más la elegía que el manifiesto. Mi vocación melancólica se lleva mejor con el pasado que con el futuro. Sin embargo, para contrarrestar esta tendencia lírica espero el instante siguiente como un salvoconducto hacia el sinsentido. Nada es más desolador que el futuro. A pesar de eso, espero. Ahora bien, no espero vanamente. Solo se puede esperar si se parte de la sensación de que nada nuevo ocurrirá. Como dice un escritor argentino, el escepticismo puede ser un método para la esperanza. Si fuera coherente, podría convertirme en un vanguardista de lo efímero. Lo fugaz es la huella más cabal de lo real. Pero no soy coherente. Añoro lo que no está y deseo lo que no llegará. ¿Será por eso que me interesa la filosofía? Equilibrista de la nada, prefiero mirar las nubes desde mi balcón. Los cúmulos de aire me tranquilizan. Me indican que las cosas cambian y desaparecen en un instante.

Nietzsche era un iluso, un utópico. Decía: “debemos eternizar el instante”. No hay eternidad. Lo único que tenemos es el instante. La fugacidad es todo lo que tenemos.

 

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Fotografía por José Luis Lucá, Bar de San Telmo

 

Usted es también un tanguero, Serna. Esa melancolía de la que habla, más que desprenderse de la elegía yo la pienso desprendida de algunas memorables canciones ciudadanas. Su espíritu se lleva bien con la melancolía de una noche de arrabal, una noche de Buenos Aires, noche de amores perdidos. Sólo un tanguero puede coleccionar atardeceres.

Se esconde detrás de tantas citas, Serna. Habla de “armas contra el olvido.”La contemplación sería una de esas armas. Es decir, usted a pesar de su escepticismo, libra alguna batalla.

Entonces, hablemos de ese simulacro que es el boxeo.

Sé que lo practica. Muchos escritores se han dedicado a él o eran habitués del cuatrilátero.

Recuerdo el famoso cross a la mandíbula de Roberto Arlt, en el prólogo a Los lanzallamas: “Hay que escribir páginas que tengan la fuerza de un cross a la mandíbula y que los eunucos bufen…

¿Qué piensa de esa expresión arltiana? ¿Sigue vigente? ¿Hay que noquear al lector, Serna?

Tiene razón. Me apasiona la música. La música y el ring me salvan: dupla prodigiosa y certera. Como le dije en el diálogo escueto que tuvimos en San Telmo (y como puede leerse en la revista de Nueva York) me inicié en el ring. Pero antes de todo estuvo el peronismo y la música. Felizmente, el peronismo es cosa del pasado. La música permanece en la fugacidad, quizás porque ella misma es fugacidad. Solo coincido con Cioran en esto: “Dios le debe mucho a Bach: sin su música la vida no tendría sentido”. Por lo demás, el rumano le erró. Se fue para otro lado, siguió la ruta del pesimismo absoluto. Su pensamiento es la otra inversión de Hegel. En la otra vereda, buscó el antisistema (eso no está mal). A su vez, desplegó una filosofía de lo irracional que linda con la estupidez. Pero entiendo que estaba enamorado del poder de la música. Y en eso coincidimos.

El ring me templó el cuerpo. No el espíritu. ¿Qué es el espíritu? Le pagaría un millón al que me explique en términos racionales qué es el espíritu. Es un flatus vocis. Vivimos sostenidos por las palabras vacías. En este marco, prefiero el sinsentido que rodea a la poesía o la música. Que otros se jacten de los sinsentidos de su vida. Yo prefiero el vacío que inhalo en una melodía de Vivaldi, en una fuga de Bach o en el repiqueteo de un tango de Piazzolla. Esas músicas rodean al vacio y lo tuercen, lo golpean, lo vencen por un momento. En ese instante maravilloso, me siento vivo. ¿Qué otra cosa puede mejorar?

¿Arlt? Lo mejor de Arlt es que se metió con los lúmpenes, los marginales, los que hablan para nadie. Esos personajes de la ciudad que deambulan sin por qué. El box es una preparación para el pensamiento. Platón era un charlatán, decía que la filosofía es una preparación para la muerte. Nada te prepara para la muerte. El ateniense decía eso porque nunca golpeó a nadie. Si hubiera luchado con alguien, habría pensado en otra cosa. Volviendo a Arlt. Él era escritor y en eso le erró. Yo no soy escritor. Odio a los escritores. Solo se salvan los poetas: pelean contra la nada. En el fondo son unos boxeadores simbólicos. Los poetas son ególatras de la nada, vanidosos, orgullosos y pendencieros: instalan en un instante impúdico un trozo de belleza. ¿Vio alguna vez una banda de poetas jóvenes? Es lo más parecido a la mafia italiana de los años veinte. Se mueven dentro de un gueto. Se aplauden entre ellos. Así se sienten a salvo, supongo. A pesar de esa voluntad mafiosa, los poetas y los músicos crean un sentido que no existe, llenan de perfume la podredumbre de la existencia.

 

arturo serna
Fotografía por José Luis Lucá, San Telmo

 

Escuche Serna,  hay que tener agallas para decir que Emil Cioran esbozó una teoría que roza la estupidez… Ahora voy entendiendo por qué le es útil el boxeo más allá de sus disquisiciones filosóficas.

Sus elucubraciones  a veces rondan al menos lo naive, para no ser tan categórica como usted lo fue al juzgar al rumano. Mire que pedir explicaciones racionales sobre la naturaleza del espíritu (y como si fuera poco  pagar por ellas) lo convierte en un creyente.

Hablando de eso… ¿Cómo se lleva con la existencia de Dios?¿También pagaría por explicaciones racionales que lo acerquen a la confirmación de su existencia?

Confieso que me hizo reír, Pultrone. Parecía una mosquita muerta en San Telmo y ahora veo que a usted también le gusta la humorada. Me parece muy bien. El humor nos ayuda a enfrentar la abulia y la solemnidad de nuestros contemporáneos.

Vamos al tema: dios, con minúsculas. Cuando era chico y mi madre me obligaba a ir a misa, mi relación con dios era contractual. Yo me entregaba al señor y él me daba un pedazo de cielo. Era un acuerdo entre el ser superior y yo. Un trueque, diría. Pero un día advertí que lo de la misa era una mascarada. Mi madre se reunía con un grupo de espiritistas. Un día la descubrí: entré en la pieza en la que estaba con un grupo de “creyentes” (se suponía que eran de la iglesia) y vi que se daban las manos y murmuraban algo que no alcancé a entender. Después le pregunté y ella, por supuesto, se hizo la tonta. Mi padre nunca admitió esta experiencia de su mujer. Supongo que la quería cubrir. Quizás a él también lo avergonzaba. A mí siempre me pareció una humillación y una petición de principios que alguien crea en los espíritus. Es decir, se parte de la suposición de la existencia de los espíritus (sin ninguna prueba científica) y luego se usa a los espíritus para probar la comunicación entre los muertos vivos. Es un círculo vicioso e irracional. Por eso prefiero el idealismo naive (para seguir su tono francófilo) de mi padre y no la ingenuidad irracional de mi madre. En pocas palabras, detesto el irracionalismo. No se lo perdono a nadie, ni siquiera a Schopenhauer, que era un señor muy inteligente pero que cayó en los brazos del “eros” oriental muy fácilmente. En la adolescencia mi madre se fue de casa. Dicen las bravas lenguas del barrio que se fue porque se enamoró de otro hombre. Mi tía Conchita, verdadera católica, sostiene que se fue porque quiso conocer el mundo. Yo no sé la verdad. Lo que puedo decirle es que prefiero la honestidad intelectual de mi tía Conchita y no el espiritismo pordiosero de mi madre. En este sentido, me quedo con el dios de mi tía. Mi tía es una persona muy sensible. A diferencia de mi tía, Spinoza propuso un dios visto desde la razón. Creo que eso no tiene sentido. ¿Para qué sirve una sustancia (una mente) que acude a nosotros como un garante puramente intelectual? Nuestro mayor problema tiene origen sentimental: todo conflicto  humano es, antes que nada, sentimental. ¿Para qué serviría un dios intelectual? Sería como un martillo de cera. Es una idea inútil.

Aunque me siento más cerca de mi tía Conchita (sufro con el dolor de los demás), no me ha sido dado el sentimiento religioso. Tengo la visión intelectual del miope mental. No veo nada más allá de mi racionalidad. Sin embargo, Tía Conchita me inculcó el respeto a los otros y la compasión como modo de relación con el prójimo. Supongo que esta compasión es un principio humano antes que religioso y que no se necesita creer en dios para tratar al otro como un igual, con los mismos derechos, sobre todo ahora que las cosas se dirimen en la realidad virtual y las personas no aceptan que mienten mucho sobre sus sentimientos y percepciones. Desde este punto de vista, prefiero el mundo sin dios ya que a veces se usa a dios para despreciar o desmerecer al otro. Creo que lo primero es el respeto y el cultivo del pequeño rectángulo de libertad sentimental: esto está más allá de la intolerancia religiosa o espiritista. Lo único que tenemos es nuestro breve jardín. Y debo cuidarlo (en singular) antes de que los rabiosos perros intolerantes vengan a liquidar las flores, el ejercicio del pensamiento y mi amor por las artes.

 

arturo serna
Fotografía por José Luis Lucá, tango

 

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