Una de las medidas más osadas que se propuso Antonio Guzmán Blanco y que no realizó, fue la creación de una iglesia católica venezolana independiente de Roma. El “ilustre” se las traía: aparte de sus pleitos con el arzobispo de Caracas, instituyó el registro y el matrimonio civil, expulsó a los jesuitas, desamortizó los bienes eclesiales y exclaustró a las monjas. No se andaba con medias tintas: ni para esto ni para desfavorecer los negocios de su receptivo bolsillo. De haberse atrevido a crear la iglesia criolla, habría sido nuestro Enrique VIII tropical con una estructura descentralizada, un poco como la iglesia protestante que carece de las jerarquías del catolicismo y cuyos pastores repiten el predicamento de san Pablo que la iglesia está donde estén sus pastores.
Más allá de estos factores históricos, lo que importa para nuestra concepción civil de la ciudadanía es que uno de los logros de la modernidad es haber separado la iglesia del Estado. Hay países como el Reino Unido o Dinamarca cuyos jefes de Estado son abiertamente confesionales a una religión. La reina de Inglaterra es la jefa de la iglesia anglicana pero ello no incide en el empoderamiento civil. Los países musulmanes no entienden esta división y por ello no conocen la modernidad desde el punto de vista político. La constitución venezolana de 1811 ha sido la única carta magna que reconocía al catolicismo como religión del Estado.
De modo que si somos republicanos y laicos, nuestros procederes deben honrar esa tradición. La religión es un asunto meramente privado y no tiene por qué incidir en lo público. La iglesia debe ocuparse de las cuestiones espirituales y si opina sobre lo temporal, será tan sólo posición ante los desmanes de un desgobierno o una injusticia social. Elementos plenamente válidos que cohabitan en la sociedad democrática. Por ello luce desaconsejable toda mediación de la iglesia en un conflicto político. Por lo contrario, quienes abogaron por la mediación papal, y concretamente la de Jorge Bergoglio alias Francisco, escarmentaron con su profunda insuficiencia y hasta desaliento.
El papa insta, se preocupa, eleva oraciones, recibe a la CEV, pero no concreta nada en el doloroso problema político venezolano. Todo lo contrario: los diálogos con el Gobierno de 2016 presididos por el Vaticano, fueron una rotunda catástrofe. A estas alturas, el pueblo venezolano ha sabido defender sus derechos en una de las circunstancias más cruentas de su historia. Olvidémonos del anticapitalista Bergoglio: nunca nos apoyó como sí lo hizo con su cercano Raúl Castro y sus camaradas del Foro de São Paulo. Demuestre algo Vicario de Cristo: pida usted mismo la liberación de todos los presos políticos. Hoy. No espere a su Urbi et Orbi.