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Adrian Ferrero

Arnaldo Calveyra: el pasado inicial

El recuerdo más remoto que guardo del escritor Arnaldo Calveyra (Argentina, 1929-Francia, 2015), pese a ser él literato y estar radicado en Francia desde la década del ’60, ser oriundo de Mansilla, Entre Ríos, y yo escritor y Prof. en Letras e incipiente candidato a escritor, es haberlo conocido fugazmente en La Plata, Argentina. Estábamos en una reunión en la que había intelectuales, profesores y escritores (pocos) pero no estaba pensado como un espacio para una disertación o un recital de poesía. Tampoco se trataba de una mundana reunión social. Era una suerte de tertulia, para definirla con un nombre anticuado. Corrían los años ‘90. Por entonces yo estaba leyendo encendidamente a otros autores. Daba clases buena parte del día en escuelas secundarias o primarias. Y me enteraría, unos cuantos años más tarde, de quién era ese hombre de profundos ojos celestes, de una enorme grandeza, que había estudiado en mi misma Universidad Nacional de La Plata, y era amigo de amigos míos o de mi familia.

Fueron llegando a mis manos (como fueron llegando a las librerías), Cartas para que la alegría, Maizal del gregoriano, Diario de Eleusis, El cuaderno griego, Si la Argentina fuera una novela, su Poesía reunida (en dos oportunidades, en la segunda aumentada), Diario del fumigador de guardia, El libro de las mariposas, El caballo de Mozart, El hombre del Luxemburgo, Teatro reunido (editado por la Universidad Nacional de Entre Ríos), Allá en lo verde, Hudson, El libro del espejo, La cama de Aurelia, El origen de la luz y los últimos que leí cuando acababa de morir o luego, Novela y el póstumo Diario de París. Vivir a través del cristal. Los cito desordenadamente, según lo dicta mi memoria, probablemente según el orden en que yo mismo los leí. A varios de ellos los reseñé para publicaciones académicas de EE.UU. o bien de Buenos Aires. Entre el desconcierto y la fascinación, me convertí en un lector impenitente de Calveyra. Ese escritor de una fastuosa modestia dejaba sin embargo un residuo impresionante. Decía que «había llegado tarde a la hora del reparto de los géneros literarios». Y que cada tanto sentía la necesidad de regresar a Argentina “para desovar”. Era cierto eso que afirmaba. Los géneros literarios en su obra se vuelven (gratamente) difusos. Las categorías se tornan inestables. Las referencias se disipan. Pero es allí, precisamente, donde estriba su encanto (y su distinción).

Fue distinguido tanto en su país como en el mundo con numerosos premios o becas. El Caballero de la Ordre des Arts et des Lettres (1986), Officier des Arts et des Lettres (1992), Commandeur de ‘Ordre des Arts et des Lettres (1999), Beca Guggenheim (NY, 2000) y Premio Konex, Diploma al Mérito. El último de ellos en su país.

En el medio, hubo un viaje de estudios a Francia en 2006 que me permite poner un poco las fechas en orden. Visité la Universidad de Toulouse-Le Mirail para una Jornada de Estudios por mi tesis doctoral. Ese trabajo se publicó en la Universidad. La relación con los latinoamericanistas franceses fue apacible y respetuosa. Si bien con Julia Kristeva manifestaban más que hostilidad desacuerdo. La sensación de un verticalismo que tampoco era propio de alguien progresista. Recuerdo esas intervenciones como un shock cultural. De donde esperaba veneración me encontraba con una profunda hostilidad.

Después de la Jornada de Estudio, que duró dos días, fui a París durante otros cinco para recorrerla. Era la Meca de la cultura (según nos lo habían impartido las buenas lecciones de Occidente) y yo tenía mucho que hacer allí. Desde conocer museos hasta visitar casas de artistas, conocer edificios, bares donde leía en las novelas habían estado mis grandes héroes, plazas sobre los que había leído u oído hablar en clases o en relatos de viaje. Compré, aún lo recuerdo, un par de libros, ambos en francés, en una librería de usados. También visité a padres de amigos, que me recibieron afectuosamente y me guiaron por una ciudad tan despareja como enmarañada en su dimensión urbana en la que solía desorientarme. Calveyra me diría, más tarde: “París son una serie de barrios”. Así definió a su ciudad de residencia.

A Arnaldo Calveyra lo visité en París y lo entrevisté en esa única ocasión. Subí unos cuantos pisos a pie de un departamento antiguo, me recibió con suma cordialidad, casi de puntillas para preservar esa atmósfera sublime que lo rodeaba, como un jardín de invierno. Parecía un hombre de tranquilidad oriental, consagrado a la meditación, al sueño (pero no a la pereza). La entrevista discurrió con fluidez porque le mencioné las contraseñas elementales y las adecuadas. Las amistades en común. La Universidad de La Plata. La ciudad en la que había estudiado. Le mencioné también que escribía poesía. Los nombres de amigos entrañables. Se generó una empatía inmediata pero no una intimidad intrusiva ni de mi parte ni de la suya. Mantuvimos roles simpáticos, respetuosos pero al mismo tiempo de sumo entendimiento. No tenía una gota de divismo. Sabía escuchar. Hablaba lo imprescindible y solo para decir lo esencial. Si con algo no estaba de acuerdo lo decía con firmeza pero sin ofuscarse ni levantar la voz. Era firme en sus convicciones. Esa voz, la misma que se mantenía en un tono parejo, parecía venir de un mundo secreto. Mencionó el nombre de Apollinaire, cuando lo interrogué sobre influencias, con esa deformación profesional de los académicos que estamos ávidos por encontrar precursores, padres o madres literarios. Sí recuerdo que también mencionó a Borges refiriéndose a que desde un arrabal del mundo había logrado edificar “esa maravilla”. Y, por último, elogió a Silvina Ocampo. Por lo demás, fue reacio a citar otros nombres propios o títulos de libros. Como si quisiera preservar lo recóndito del misterio.

Nos escribimos algunas pocas y contadas cartas. Era una constante en ellas la referencia al “silencio”. En un escritor de verdad no cuesta imaginarlo y menos aún en un poeta. Pero en su escritura esta ¿dimensión? cobra un significativo relieve. La entrevista se publicó en otro continente, en EE.UU., en una revista académica., Hispamérica. Revista de literatura, de la University of Maryland, debidamente transcripta a mano. Él había fallecido y quiero creer que no lo traicioné en momento alguno porque respeté en la desgrabación de la cinta, precisamente, punto por punto cada silencio, además de cada palabra de Calveyra. Recuerdo que la entrevista no fue verborrágica cuando la tuve en mi computadora para revisarla. Era más bien parca. Frases cortas. Pero contundentes. Iban a lo primordial. Cada cosa que decía era importante. De tantas entrevistas que realicé en mi vida, creo que fue la que más me impresionó. No porque fuera en París. No porque él fuera una figura eminente. Sino por su humildad serena, su inmaculada relación con las palabras. Lo que lo llevaban a adorar su vocación de poeta (como me lo dijo). Eso por un lado. Por el otro, porque evitaba todo lo superfluo para ir al corazón de las cosas. Uno se sentía un parlanchín a su lado. Un hombre tan discreto, tan medido en su lenguaje oral que daba la impresión parsimoniosa de hablar con la misma lengua serena de su poesía morosa, meditada.

Leerlo nos sume en la experiencia de la calma, la serenidad, el remanso, la fluidez, la magnífica intimidad. En el significado profundo de las palabras y las cosas. Como si él lograra ir a la fuente del lenguaje, rozar su lozanía perenne y regresar a este mundo, para renovarlo con su rocío. Capaz de manejar la lengua desde su raíz más sagrada, la más esencial, quitándole toda hojarasca. Este lenguaje despojado pero al mismo tiempo sugestivo y sutil, terso, cincelado con los instrumentos más virtuosos de la sabiduría sin dejar rastros de ese trabajo de orfebre. Siempre insistió en que lo había aprendido en su infancia, en su provincia natral de Entre Ríos, en el pueblo de Mansilla, y había sido la clave de todo su proyecto poético, que se alimentó, en un movimiento progresivo/regresivo desde ese presente histórico en que comenzó a escribir hacia ese pasado inicial. Tal vez toda su labor haya consistido en recuperar aquel lenguaje remoto hasta aquella actualidad del trabajo poético para plasmarlo en refinadas briznas de cristal.

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