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Arepas viajeras

En alguna ciudad del primer mundo, iba paseando yo, cuando me encontré con una arepera en el camino y vi el cielo abierto. Debo decir que ahora que se comen arepas por todas partes, es un azar plausible, y no es por hablar mal del gobierno. De modo que, como venía diciendo, tenía ya rato paseando yo y pues como suele suceder cuando llevas horas en la calle, tenía necesidad de ir al baño. ¿Qué mejor ocasión que la oportunidad de pedir el baño a un coterráneo? Entré mas que confiada, con alegre complicidad nacional. En mi muy venezolano español, abordé al encargado que me contestó con su cara muy lavada, que ellos no prestaban el baño. Así de simple y se dio media vuelta. Fue tal mi impresión, que no alcancé sino a marcharme avergonzada ante la mirada de algún comensal que escuchó el desgraciado y breve diálogo. Sin pensarlo dos veces y de muy malas pulgas, entré entonces al restaurante de al lado, de extranjeros en su tierra, que sin mediar más que sonrisas me indicaron el camino al baño.

Superado el disgusto aunque aun intacta la memoria del maltrato, una semana después volví a la susodicha arepera, cercana al lugar de mi estancia, a por unas arepas pues, tajadas, perico y tal vez tequeños de mi corazón. No dudé en comentarle el evento del baño a la mesonera cuando se nos acercó.

-Es que nos tienen prohibido prestar el baño.

-¿Y de dónde es el dueño del restaurante?

-Venezolano. Pero una vez una persona que pidió el baño lo dañó y tuvimos que cerrar el restaurante.

-O sea que los que vienen a comer arepas no son de los que pueden dañar el baño, son sólo los que lo piden prestado.

Ella sonrió sin ganas.

– ¿Y si viene un serial killer y mata a todos los que están tomando jugo de parchita hecho con pulpa enlatada… no tendrían que cerrar el restaurante? ¿O si sucede un incendio en la cocina mientras fríen los tequeños o las arepitas dulces… o una filtración desde el piso de arriba, ocasiona una inundación en el comedor… no tendrían que cerrar el restaurante también? 

Aun me río al recordar la expresión de asombro de la mesonera. Debo aclarar que mi tremendura no tiene nada que ver con desearles ningún mal, sino con mi responsabilidad en tratar de invertir en la corrección de un desacierto.

– Bueno, sí… contestó entre apenada y lavándose las manos. De esas combinaciones de sentimientos contradictorios que se nos dan muy bien a los venezolanos.

Es verdad que cuando tienes un restaurante estás expuesto a los accidentes como en cualquier otro negocio y tratar de evitarlos, es lo natural. Eso no justifica que le niegues el baño a una persona que lo necesita. Es tan inaceptable como negarle un vaso de agua a quien lo pida. Cosas de lo humano, estrictamente humano, del código ético que subyace a toda convivencia… entiendo que en Venezuela a punta de maltrato se nos ha ido desdibujando el fulano código y lleguemos incluso a exportarlo sin vergüenza.

La mesonera se fue con su cara de nada y su fastidio de días. Luego otro compatriota también empleado en la susodicha arepera, rodó las mesas y sillas de al lado de la nuestra ocasionando un estruendo metálico ensordecedor. No pude evitar voltear por entender de donde venía el escándalo.

¿Está usted bien… o le pasa algo? Me dijo en idioma extranjero pero con la retadora desfachatez que nos caracteriza a los venezolanos que nos creemos con derecho a todo, lo que es parte de nuestra belleza así como de nuestra desgracia.

Ese mismo mesonero nos atendió después llenándonos de flores, piropos y sonrisas, simpaticura de la mas zalamera, agüita de papelón con limón, patacones montados con carne mechada, delicias que me llegaron al alma… hasta que llegó la arepa con aguacate. Una arepa enorme, cerrada, con un puré de aguacate con pesto y ensalada encima. ¡Ni que fuera crepe o tartine! Me disgustó que me traicionaran mi expectativa venida del gentilicio herido por la lejanía:  ¡yo quería mi arepa como dios manda! No me gustó imaginar que los extranjeros, cuando empiecen a venir al restaurante, se hicieran de una idea errada de lo que en verdad es una arepa. Porque es fácil sospechar que a este restaurante venezolano, le va a pasar como a los Caracas Arepa Bar de NYC, que después de convocar a todos los venezolanos de la ciudad y de visita, ahora tienen largas colas de norteamericanos dispuestos a esperar por su arepa lo que sea necesario… orgullo venezolano, que nos contenta a todos. Aunque… la desafortunada combinación del pesto con el aguacate encima de una arepa silenciosa, a comer con cuchillo y tenedor, me hace dudar del futuro éxito del lugar.

Un grupo de venezolanos sentados mas allá, se cambió a la mesa con vista que estaba al lado de la nuestra: una mujer linda y joven, en short y tacones y pelo lacio ajuro, emulando la estética vestimentaria de las nuevas princesas surgidas en la nueva Venezuela que insiste en imponerse; un niño de unos ocho años con muy mala cara; y una pareja de adultos. Hubo un primer contacto, en perfecto venezolano, cuando les hice notar que habían dejado unos lentes sobre la mesa que ocupaban antes. El niño no quiso tajada ni reina pepiada, se echó la cachapa con mantequilla encima, la colita la derramó en el celular último modelo de la madre, que en lugar de darle justa reprimenda, le preguntaba preocupada con voz impostada, ¿estás bien, mi amor… te gustó la yuquita… quieres probar el queso de telita, mi cielo…? De nuevo, no pude evitar mirarlos. Pero ellos con plena conciencia de mi interés, me ignoraban desde una estatura que me inquietó. ¿De dónde les venían esas ínfulas de rey y reina? ¿De dónde los dineros para tanta marca mal combinada? ¿De dónde la indolencia de no mirar al que los mira? ¿Del poder? ¿Serían embajadores de mi tierra en territorio extranjero? ¿No debieran entonces sonreír a cualquiera que se les pareciera, a esos que justifican su representatividad y gastos pagos?

Me fui triste y con una extraña arepa en la conciencia. Porque estando lejos, quise buscar a mi país y me encontré con venezolanos y arepas que no reconozco. ¿Cómo no sentirme aun mas lejos?

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