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Leopoldo Espínola
Leopoldo Espínola - ViceVersa Magazine

Aquellas tardes de mayo

(A Miguel Hernández)

Con la mirada turbada por el sopor de las tardes de mediados de mayo, en el aula de 8º Curso de aquel Alfonso Orti de 1982; poco antes de cantarle con flores a María en el claustro de nevadas columnas del convento que en tiempos de Mendizábal fuese expropiado a las Clarisas; y a unas semanas del Mundial de Naranjito; Don Antonio Buiza impartía Literatura a toda aquella jauría de adolescentes que, a esas horas y en aquellas fechas, solo pensábamos en salir por la puerta de la clase para ir a bañarnos al Molino del Jorobado. Intentaba abrirnos los ojos, en todos los sentidos, sobre la magia que derrocharon, a veces con sangre, los Poetas del 27.

Radiocasete en ristre, las trémulas cuerdas vocales de Serrat adornaban el aire cálido y somnoliento de la clase, con letras de Antonio Machado y de Miguel Hernández. Seguían mis ojos los poemas sobre el libro, intentando acompasar mi voz baja con los acordes de la del trovador catalán.

Aquellas letras de aquellas tardes me acompañarían siempre en la memoria y, sin saberlo, en cierto modo marcarían mi vida. No sé si fue aquella Elegía a Ramón Sijé de tierra de difuntos y almendro nacarado, o aquel mundo del Españolito al que llegábamos con los corazones abiertos de par en par, inocentes, Para la libertad. O aquella Saeta, que resultó no serlo…; o si fueron todos aquellos versos labrados en Campos de Castilla, entre Nanas de la cebolla y Niños Yunteros, entre dificultades, penurias y balaceras (que cantaría Víctor Jara), los que me fascinaron hasta el punto de que hoy siguen rondando mi papel y manchándose con mi tinta, confundidos entre los versos que yo escribo — “Ya ve usted, don Antonio, quién nos lo iba a decir…”

Y como muestra un botón: este soneto dedicado a Miguel Hernández que en los últimos días de marzo se recuerda en las tertulias literarias españolas, todos los años, por suceder su muerte en estas fechas y en la cárcel de la dictadura de Franco; soneto que resumió a catorce versos las innumerables desdichas que lo acompañaron durante toda su corta vida. 

 

A Miguel Hernández

La vida te alumbró en su chozo austero
ausente a la labor de la cultura,
pastor de soledad, tu dentadura
rechinó a tu destino de yuntero.

 
Del surco seco, a golpe jornalero,
tu mano apalabró en la agricultura
la voz de libertad, con la armadura
que cruje el yugo al cuello temporero.

 
Mordió tu verso el llanto de la muerte,
saló tu huerto el mar de la amargura,
como el rayo, al que amó por sus canteros.

 
Siguió tu estrofa ciega de tu suerte,
huérfano de piel, fuerte de ataduras
te halló, inocente, tu sepulturero.

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