Los últimos meses han traído a Nueva York obras de sumo interés para los acontecimientos que están marcando el nuevo año. Ello, de la mano de directores tanto norteamericanos como venidos de otras geografías, espejeando el sentir de la comunidad artística y el público en general, para quienes el ascenso de líderes dictatoriales en países de tradición democrática como Estados Unidos, resuena hoy en la producción propia y foránea.
Y ninguna obra tan emblemática para perfilar el ambiente de terror e intolerancia que se respira mundialmente como State of Siege por el Théâtre de la Ville de París, bajo la dirección de Emmanuel Demarcy-Mota. Basada en La peste (1947) de Albert Camus, la producción abordó el modo como la gente se une para luchar contra esta pandemia, la cual es también alegoría de las que han venido azotando nuestras naciones a lo largo de la Historia. Pandemias, yendo más allá de la esfera clínica para incluir los restantes ámbitos de la vida, pareciera hoy sin valor alguno, dado el modo como los autócratas contemporáneos disponen de ella, cual si fuera una mercancía desechable.
En la dirección de Demarcy-Mota, el texto de Camus cobró visos apocalípticos, mediante la apasionada y apasionada actuación, propulsada por una puesta en escena puesta a hacer uso de pantallas, plataformas móviles y una iluminación donde se privilegiaron los colores fríos, a fin de enfatizar el modo como el terror subyuga a los individuos, esclavizándolos a los designios del déspota de turno. “Lo diabólico en el mundo se debe casi siempre a la ignorancia”, apunta el autor, si bien también deja lugar para la esperanza: “Y en verdad podría decirse que, cuando el menor rayo de esperanza se hace posible, el dominio de la peste se extingue”. Lo cual implica igualmente, darle voz al oprimido a fin de evitar que el silencio caiga sobre la humanidad como una losa funeraria.
Y si “todo se desvanece ante la presencia del miedo”, como nos indica el mismo Camus, no es menos cierto que la lucha contra él debe ser una acción tanto individual como colectiva, pues es la única manera de sobreponerse al oscurantismo. La producción de Stage of Siege, vista en el Harvey Theater de la Brooklyn Academy of Music, permitió a la audiencia enfrentar sus propios fantasmas y temores, al dirigirse directamente al auditorio, como buscando en él un eco, que la dura realidad de nuestros pueblos le ha hurtado a la existencia en tantas zonas del planeta, donde la huida en masa hacia tierras teóricamente más amables se constituye ahora en la única posibilidad de sobrevivencia.
Pina Bausch, la gran coreógrafa alemana, en su intensa carrera artística tuvo siempre esta premisa en mente al concebir sus espectáculos de danza-teatro. Por eso la presentación de Café Müller y The Rite of Spring, dos de sus piezas más emblemáticas, en el Howard Gilman Opera House, tuvo un fuerte impacto para el público neoyorkino, pues actuaron como el detonante de una catarsis colectiva conducente a liberar las frustraciones, rabia y recelos más íntimos.
Café Müller, centra el espacio de un local donde la acción de compartir con el otro mientras se degusta una taza de la bebida, quedó borrada por los desencuentros entre los clientes, caminando cual sonámbulos entre las mesas o chocando y golpeándose entre sí y con los objetos alrededor, sin posibilidad de articular diálogo alguno. La incomunicación, producto de la alienación presente, en la dirección de Bausch cercenó la atmósfera de la sala cual afilada navaja, haciéndoles preguntarse a los espectadores si el humanismo se halla en una crisis irreversible.
Café Müller no aporta respuestas a esta interrogante, pero su profundo sentido del ser densifica los distintos estadios del yo, en su función de movilizar pasiones y sentimientos. Tal cual la misma artista sostiene: “No estoy interesada en cómo se mueve la gente, sino en qué la mueve”, y esto es en sí una gran victoria contra la capitulación y el aniquilamiento.
De manera similar, Rites of Spring, interpretación muy personal de la pieza de Igor Stravinsky, que en la versión de Vaslav Nijinsky se considera el germen de la danza-teatro tal cual la entendemos hoy día. Sobre un escenario desnudo cubierto de tierra, la interacción de los protagonistas calcó el crescendo de la música, en un exhaustivo tour de force puesto a desentrañar lo más primal de la naturaleza humana. Algo que en el universo virtual donde se tejen en este siglo las relaciones, resulta paradójico y posiblemente subversivo, para quienes no han tenido oportunidad de conocer otras formas de interacción. De hecho, muchos de los más jóvenes espectadores parecían perdidos en un mar sin referentes dables de explicar lo que se sucedía ante sus ojos.
“No soy optimista. Pienso que este tiempo en que vivimos es muy frágil”, nos dejó también como herencia Pina Bausch en sus reflexiones. Quizás sea por ello que una pieza como Rites of Spring encubre tanta fragilidad bajo el aparente vigor de gestos, expresiones, encuentros y desencuentros entre seres buscando y buscándose. De hecho, sus coreografías no se corresponde al teatro del gesto per se, sino que buscan crear una experiencia elemental con la vida, donde lo poético germine como una flor sobre la tierra baldía.
El Manhattan Theater Club logró esta hazaña con Jitney de August Wilson dirigida por Rubén Santiago-Hudson. Una pieza escrita a fines de los años setenta, para documentar la crisis que el país padeció en aquellos años de huelgas, disturbios y bancarrotas, que sin embargo transformó a las grandes ciudades en laboratorios para la experimentación y el arte más audaz. Aquí es la población afroamericana la que motoriza un argumento no exento de lirismo, y expone una dura radiografía de esta comunidad, históricamente marginada del discurso central dominado por la población blanca; especialmente en urbes industriales como Pittsburgh donde se centra la acción.
Los altibajos de una compañía de taxis pirata, fundada para prestar el servicio a las comunidades de color, donde los taxis de línea conducidos por hombres blancos se niegan a entrar, constituyó el nudo de la obra. La naciente gentrificación del barrio, pone a peligrar el futuro de esta empresa familiar, y enfrenta a padre e hijo, quienes presentan dos visiones muy distintas de concebir el futuro de los afroamericanos en la ciudad y por extensión el país. El padre, por un lado, sostiene que agachar la cabeza y procurar bandear las tormentas con prudencia es lo más adecuado, mientras el hijo, veterano de Vietnam, quiere hacerle pagar a la sociedad los años perdidos en aquella absurda guerra, además de exigir un lugar más justo para su gente en el discurrir de la nación.
Una producción muy ajustada a la época otorgó verismo a las historias de los protagonistas, inmersos en una realidad con pocas alternativas y oportunidades de progreso; con lo cual se hace muy difícil para la gran mayoría abandonar el gueto, donde permanecerán aislados por el resto de sus vidas. Ello contribuye a perpetuar el estereotipo del hombre negro como desestabilizador social, visto con sospecha por quienes no deben cargar con las secuelas del racismo. En palabras del mismo Wilson: “Los blancos norteamericanos aceptan al japonés, al checo tal como son, pero los negros estamos supuestos a actuar igual que ellos, pues de lo contrario siempre nos achacarán que no hemos aprendido a hacer bien las cosas”. Una actitud a lo sumo condescendiente, cuando no discriminatoria y llena de prejuicios.
“La televisión es el principal narcótico que tenemos en América. Mantiene a la gente en un estado de sopor y estupidez”, apunta igualmente uno de los protagonistas de Jesus Hopped the A Train de Stephen Adly, dirigida por Mark Brokaw para el Signature Theater. Este drama se desarrolla en Rikers Island, la mayor prisión de la ciudad de Nueva York, y donde gran parte de los presidiarios son afroamericanos e hispanos, como ocurre con el resto de las cárceles en los Estados Unidos. Los enfrentamientos entre cautivos y policías, conformó el sustrato de la obra, en un crescendo donde la rabia obnubiló cualquier posibilidad de diálogo entre ambos grupos.
La mise-en-scène, diseñada como una serie de celdas con barrotes de exagerado grosor y tamaño, profundizó el aislamiento de los presos, en algunos casos cumpliendo condena por crímenes que no cometieron, pero donde las pruebas o su ausencia apuntaban a su culpabilidad. Esto creó un ambiente de gran tensión y violencia contenida, para quienes han sido olvidados por el resto de la sociedad hasta perder todo viso de humanidad. Tal deshumanización conllevó igualmente, una acerba crítica a un sistema judicial con enormes problemas, por lo cual muchos reclusos reinciden si son liberados, exponiendo los fallos del sistema para reinsertar a estos grupos en el tejido social.
El excelente trabajo actoral y de dirección resultó clave para transmitir a la audiencia toda la ira y desesperación de personajes, frágiles y temerosos de su destino bajo la férrea coraza exterior. Víctimas entonces de circunstancias adversas azuzadas por los prejuicios del colectivo, muchos de estos condenados nunca se regenerarán, perpetuándose en las celdas de castigo, o serán trasladados a estados donde la pena de muerte es todavía legal, a fin de ser ejecutados; una certeza que esta pieza hizo sumamente real y cercana. En palabras del dramaturgo: “Cuando escribo una obra busco reflejarme en los personajes, pues pienso que así mis caracteres serán mucho más humanos”.
Tal es también la premisa de los montajes del artista James Thiérrée, que en repetidas ocasiones han llenado con su sensibilidad y onirismo los escenarios neoyorkinos. Esta vez fue La grenouille avait raison para la Compagnie du Hanneton, vista sobre las tablas de BAM la pieza escogida. Combinando el teatro, la danza, el vodevil y la presteza circense, Thiérrée sumergió a los espectadores en un universo poblado de duendes, monstruos y seres fantásticos, pero próximos a la vez, pues cada uno resultó ser la metáfora de un sueño o una pesadilla.
La fuerte afinidad del ensamble dialogando a través de piruetas, gestos, saltos y figuras en el aire o a ras de suelo, fue vital para mostrar la compleja gama de matices, a caballo entre lo sublime y lo grotesco, pertinentes a los tiempos actuales donde guerras, genocidios y tiranías generan crecientes niveles de ansiedad colectiva. “No hago teatro para explicar lo que nos sacude internamente, sino para deambular por lo que nos mantiene vivos. Quizás así las cosas aparentemente insignificantes cobrarán sentido ante nosotros”, reflexionó este creador, al tiempo que dejaba que fuera el lenguaje del cuerpo lo interesante de rescatar aquí.
La fluidez del movimiento, calcando el del mar, por momentos en calma a ratos embravecido, fue fundamental para condensar tales preocupaciones sobre un escenario bañado en una luz dorada, como si se tratara de un interminable ocaso; lo cual, nos lleva ahora a recapacitar acerca de lo verdaderamente importante no solo en este presente sino para la vida futura del planeta.
“Despojado de quejas, bibliotecas, lastimeros criticismos/ fuerte y contento transito los caminos abiertos”, nos dejó a su vez como herencia, el gran poeta de la tierra y los sentidos Walt Whitman. Crossing, espectáculo para la voz y los sentidos mismos, recuperó sobre la escena neoyorkina el sentir del bardo universal, de la mano de Matthew Aucoin para el American Repetory Theater. Basado en su poema “Crossing Brooklyn Ferry”, este trabajo reunió sobre las tablas del Howard Gilman de BAM a un conjunto de cantantes y actores, puestos a darle vida a los años de la Guerra Civil, cuando Whitman dejó la seguridad de su casa neoyorkina para ir a confortar, y en ocasiones seducir, a los soldados heridos durante la contienda.
Y si el poema busca profundizar en la importancia de la vida, y el tránsito entre el ser y el parecer, no es menos cierto que su valor reside en el modo como universaliza los sentimientos más íntimos, además de brindarnos una precisa fotografía de nuestras miserias, anhelos e inadecuaciones.
Un escenario móvil oscilando entre una sala de hospital, las praderas ilimitadas y el campo de batalla, sirvió de contrapunto a las arias y recitativos de los protagonistas. Ello dibujó un tapiz de relaciones, entre los caracteres y el público mismo, hasta estructurar un coloquio donde unos y otros lograron establecer la tan necesaria comunicación, que frecuentemente los problemas cotidianos nos niegan, pero el teatro nos permite crear, al menos por el tiempo que dure la representación.