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Apuntes sobre argumentación

La palabra retórica es una palabra injustamente desprestigiada. Al decirla, la reacción inmediata es negativa. Generalmente se asume como sinónimo de vacuidad. Cuando se dice que alguien tiene un discurso retórico se pretende denostar el mismo por vacío de contenido. Sin embargo, el término retórica guarda para sí un significado mucho más digno y rico en historia. La primera observación en torno del texto retórico es decir que el mismo es, por excelencia, un texto argumental. John Austin prefería llamarlo perlocutivo. Así que la retórica es una tecnología argumental del discurso.

Tuvo sus inicios en la Grecia del s. V a. C. y evolucionó en la cultura griega fundamentalmente de la mano de Platón y Aristóteles. Luego pasó a Roma una vez que esta había conquistado Grecia, y se apropió el modo de ser romano por la vía de Cicerón y Quintiliano. En este punto quiero detenerme porque entre el s. I a. C. y el s. I d. C. ocurre un cambio que será determinante.

En las partes del discurso (partes orationis), según las concebían los griegos, aquella que correspondía a la argumentación carecía de las subdivisiones que más tarde incorporarían los romanos. Para los griegos la argumentación era solo la probatio, esto es, la exposición detallada, impecable y esforzada de las pruebas argumentales. En esto se lo jugaban todo. Los romanos, más belicistas y menos abstractivos que los griegos, incorporarían la refutatio, que no era otra cosa que un sofisticado ejercicio argumental cuyo fin era reducir al absurdo la postura del Otro.

Bien visto, la retórica griega era una erótica del discurso, un empeño por seducir argumentalmente al Otro, sin que este representara necesariamente una amenaza o, aun más, un adversario. El Otro, en la retórica tal como la concebía Aristóteles, por ejemplo, era un posible candidato al cortejo persuasivo. Por tanto, la persuasión era el fundamento de aquella retórica fundacional. Persuadir, repetimos, era en la cultura griega un ejercicio de seducción dialéctica.

La cultura latina es otro asunto, no decimos que mejor o peor, simplemente tiene otras características. Dado que la cosmovisión romana era, como ya dijimos, menos abstractiva y más belicista que la griega, la retórica viene a ser una sublimación de la violencia guerrera. El argumento es una alegoría del campo de batalla. Y en consecuencia, el mundo se divide entre aliados y enemigos. A los primeros se les persuade. A los segundos se les disuade, se les reduce al absurdo, se les aniquila dialécticamente.

De estas dos concepciones retóricas, la griega propendería a desaparecer consolidándose la latina como el modo de argumentar por excelencia de la cultura occidental. En el s. IV al V d. C., por ejemplo, encontramos a un magnífico retórico como san Agustín ocupado en una encarnizada lucha contra pelagianistas y donatistas, una auténtica batalla argumental. Diez siglos más tarde Erasmo de Rotterdam y Martín Lutero harían también lo propio.

Este modo argumental de la retórica dualista latina, dualista porque funda su cosmovisión en una división conflictiva del mundo en la que el Otro es un posible enemigo, es por descontado el que ha prevalecido hasta nuestros días, incluso cuando ya no asumimos el estudio retórico como parte del catálogo de saberes oficiales. Nuestra manera actual de argumentar pasa meridianamente por el hecho de aniquilar la postura de nuestro adversario.

En dicho contexto no debe extrañar el resurgimiento de las ideologías. Esta concepción dualista supone que al menos una de las propuestas argumentales funja como la decana de los modos posibles de pensar la realidad. Y cuando este decanato no acepta el diálogo de las inteligencias, sobreviene el pensamiento único. Si este diálogo del que hablamos no logra fecundar la cultura, esta se empobrece y vuelve sobre sí como la culebra que muerde su cola. Entonces se tiene la vana percepción de que un sistema basado en estas prerrogativas es sólidamente humanista.

Nuestro actual modo argumental, insistimos, está diseñado para el sistemático y reiterado aniquilamiento del Otro. Por tanto no hay diálogo posible. Este es apenas una fantochada. El diálogo supone necesariamente una dialéctica argumental que se construye entre interlocutores que se reconocen como tal y se saben diversos. Con el semejante no hay posibilidad de diálogo: solo cabe el monólogo.

Quizás sea interesante rescatar aquella retórica fundacional griega en lo que se pueda. Plantearnos nuevamente la argumentación como una seducción persuasiva, sin la necesidad de dividir y confrontar. Quizá sea buena idea helenizar nuevamente nuestro modo de argumentar y pasar a preguntarnos por el lugar del Otro en nosotros, que, en el fondo, es la pregunta antropológica por nuestro lugar en el mundo.

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