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Apuntes para una despedida

Mi abuelo no tenía tanto la apariencia de quien duerme, sino la de irritación del que está a punto de despertarse y preguntar «¿Para qué tanto escándalo?». Fue la madrugada de un lunes, pero en estas situaciones poco importa la fecha ordinal: el tiempo queda suspendido en el naufragio de lo inesperado.

Yo pasé mala noche por una contractura. Para los creyentes de las leyes kármicas, las imprecaciones de las constelaciones del zodiaco, las cábalas y los arcángeles, eso significaría un mensaje. Los otros (a los que me inclino más) somos más minimalistas y no creemos en códigos secretos, sino en una serie de coincidencias aleatorias. ¿Pero quién no deja, a manera de salvaguarda, un poco abierta la opción contraria?

Cuando escuché movimiento y que me tocaban la puerta, pensé que me había quedado dormido más allá de mi hora habitual por desdormido. Confirmé, con el celular, que todavía era de madrugada y es una verdad universalmente conocida que a esas horas solo hay malas noticias.

Encontré a mi hermana llorosa y utilizando la ropa de improviso que se usa en las emergencias: un suéter con capucha, buzo y tennis. Cruzamos la callecita adoquinada cuyos meandros arquitectónicos de jardineras y espejos de agua vacíos había dispuesto mi abuelo en su restirador.

Me indicaron que no podía entrar por la puerta principal, sino por las escaleras de ladrillo del fondo. Entendí que ni siquiera había tiempo de abrir con llave la entrada y por eso tomamos ese atajo de intrusos. Eso es la muerte, pensé, un trastorno de todo, la entrada de la casa ya no es la entrada de la casa, como los anteojos de mi abuelo que estaban sobre la cómoda ya no eran los anteojos de mi abuelo.

Lo velamos mientras el sol iba asomándose entre las columnas de la terraza, entre la cruz de Alajuelita y la espalda pétrea del cerro Pico Blanco. Mientras se iba llenando el formulario del acta de defunción en una lenta burocracia porque la máquina institucional también estaba dando sus primeros bostezos, recordaba esa novela de Saramago, Todos los nombres, donde los ficheros del registro civil se dividen con la lógica natural entre los ficheros de vivos y ficheros de muertos. Así de sencillo, se agrega una fecha de defunción y se traslada al otro lado.

Mi abuela dijo una de esas frases tan humanas que solo puede surgir en esos momentos: «Me parece verlo respirar, es que lo vi respirar toda la vida».

Las cenizas nos llegaron en una urna de sal, una esfera demasiado blanca y rodeada por un cinturón de arabescos. Todo para disimular la muerte y con un componente frágil para disolverse con facilidad en el mar, donde lo dejamos y mis tíos agregaron un chorro del whisky que tanto le gustaba, justo frente a un complejo turístico que él mismo diseñó y le dedicó años de su carrera.

Es desconsolador lo fácil que la muerte se empieza a colar en el habla de todos los días. Le pregunté a mi hermana por una dirección y dijo: «Por ahí, donde fue el funeral». A mi me regresa con esos pequeños elementos que tienen todas las relaciones humanas: el helado de pistacho, cada vez que alguien mencione la arquitectura, la guerra civil del cuarenta y ocho que siempre relataba, la Botica Solera, mi nombre porque éramos tocayos y el tomo viejísimo de Ortega y Gasset que me regaló. También, de ahora en adelante, cada siete de diciembre.

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