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Aprendiendo a escalar en Estocolmo

Los ingresos de los autores en los Estados Unidos cayeron a la mitad en diez años hasta 2017 y sin embargo las escuelas y festivales de escritores proliferan. El año pasado hubo más de cien encuentros oficiales de escritores en todo el mundo, sin contar las ferias del libro, y “autor” es la profesión más valorada, según una encuesta de YouGov. Si todos los portátiles de los escritores se iluminaran a la vez, posiblemente se verían desde el espacio.

Un punto brillante habría sido Estocolmo el fin de semana pasado, cuando el Festival de Escritores abrió sus puertas por segunda vez. Cientos de escritores acudimos a la capital sueca buscando ajustar velas en tiempos huracanados.

Hoy se escriben libros, revistas, blogs, videojuegos, diálogos de radio, series de televisión, teatro, audiolibros, contenido de apps y podcasts. Cada uno tiene sus propias reglas. Y la gran mayoría están mal pagados.

¿Qué nos pasa entonces a estas almas creativas que estamos dispuestas a renunciar a sueño, ocio, vida social, estabilidad emocional e incluso salario por teclear en nuestro perfil e-s-c-r-i-t-o-r?

Los escritores de series de televisión ganan menos por capítulo hoy que a finales del siglo pasado. Sin embargo, incluye Netflix o Pixar en el título de cualquier taller y tienes el lleno asegurado.

La fundadora del Festival de Escritores de Estocolmo Catherine Pettersson lo dejó claro desde el primer minuto. Escribir no es una tarea de ermitaños, ni de héroes. No tienes que ser un lobo solitario, un excluido social, ni siquiera infeliz. Solo tienes que querer ser escritor y escribir. Una línea, un párrafo, una hoja, un capítulo de cada vez. Y hacerlo de la mejor forma posible.

Estos festivales sirven sobre todo para fortalecer nuestra resistencia y reapoderarnos del título de escritores, a veces resquebrajado y oxidado por las inclemencias económicas.

Escribir es un arte. John Gardner ya lo dejó claro en su biblia, “On being a novelist”. Sí se necesita tener incrustado un detector de historias y sentir las arrugas de las palabras, pero sobre todo son importantes la empatía y la disciplina. El muro que escalas es transparente y pocos entenderán por qué te estiras así -por qué no coges el teléfono, por qué no vienes al partido, por qué no juegas más con los niños- si (casi/aún) no ganas dinero con tu escritura.

Entonces, ¿qué es lo que nos empuja, una y otra vez, a pulir la hoja, a afilar la palabra, a inventar?

En el maravilloso discurso “Make Good Art”, que debería estar esculpido en piedra a la entrada de todas las escuelas modernas de arte, el escritor Neil Gaiman habla de todas las grietas que el artista se va a encontrar en el muro y de cómo es posible abandonar. Pero también seguir.

A menudo se dice, y yo me lo he creído, que nos alimenta un deseo de inmortalidad, de fama y reconocimiento. Pero después de unos días de inmersión entre creadores en Estocolmo, todos tan diversos en nuestra igualdad, tengo claro que nos empuja “el complejo de dios”: la convicción en el poder del arte -de la escritura- para salvar. Para humanizarnos. ¿Qué hay más cerca de ser un dios que eso?

Damocles no ha bajado su espada sobre nosotros en estos años recientes de amnesia histórica porque está leyendo, o escuchando un podcast, creo yo. La globalización es, afortunadamente, también cultural. La gente ha viajado más en las dos últimas décadas que en los doscientos años previos y eso ha conseguido que nos identifiquemos con el concepto de belleza de otros. El reconocimiento provoca afecto y nos hace a todos llorar por un edificio lejano en llamas, tararear la misma canción o reconocer escenarios y bandas sonoras. Todos ellos, obras de genios que quizás en su día dudaron de su título de artistas, pero que persistieron y hoy nos permiten reconocernos en el dolor del otro.

Y cuando lo consigues, cuando te infiltras en la mente de otro ser humano y le explicas tu mundo para a lo mejor mejorar el suyo, entonces disfrutas del horizonte que se contempla desde lo alto del muro, aunque este aún sea invisible.

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