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Aplauso Malinche

Para el público latinoamericano pareciera bastar con que el teatro suceda en otro idioma para definitivamente asumir que es bueno, antes incluso de que suba el telón. No es la primera vez que me quejo ni soy la única que lo dice. Cualquier teatrero local se siente plausiblemente herido cuando presencia la complacencia de su público con los espectáculos que vienen de lejos. Es una herida que llevamos callada e imperdonable como un resentimiento los teatreros, pero bien guardada entre otros no dichos por falta de derecho, porque tampoco es como para reclamarle a la gente que le ría el chiste al francés o que aplauda de pie al noruego y se desviva en bravos por los italianos… si el teatrero latinoamericano lo que quiere es que el público vaya a ver sus obras, mal puede echárselos encima. Y si aguanta callado es porque al final de cuentas, el público es el que decide. Y si lo que decide es reírle la gracia a cualquier giro de aspecto crítico o presumiblemente contestatario, a la más ligera sospecha de chiste, por tonto que sea y aunque mal entienda el humor extranjero, pues…

Pareciera que lo que quiere el público es que se sepa que entiende, que lo agarra en el aire. Esa necesidad urgente de establecer cierta complicidad de manera de demostrarle al que viene del primer mundo que, por aquí en el tercero, también sabemos y estamos en la misma onda, que somos el mismo tipo de gente, superior e intelectual, aunque el aspecto los confunda, muestra que en Latinoamérica, seguimos pensando que todo lo que viene de Europa es más fino, importante, avanzado, ejemplar que lo nuestro. Y mientras sigamos con ese error tatuado en la mala conciencia, no vamos a liberarnos de la opresión colonialista y colonizadora que a estas alturas tiene visos de mal incurable. Y eso deja un amargo postrero en el ánimo, difícil de superar cuando pretendemos pensar por nuestra cuenta y actuar en consecuencia.

Lo más desalentador de todo es que los que aplauden cual corderitos, aunque no entiendan ni pío, son por lo general, justamente la intelligentsia del lugar, los que están llamados a ver la luz al final del túnel. Echo mano de Wikipedia para precisar la definición del grupo social al que me refiero para así valorar la envergadura del problema: la intelligentsia es una clase de personas educadas que participan en trabajos mentales complejos que critican, guían y lideran en la formación de la cultura y la política de su sociedad. Como clase de estado, la intelligentsia incluye artistas, profesores y académicos, escritores, periodistas y literary hommes de lettres. Históricamente, el papel político de la intelligentsia -la producción de cultura e ideología-, varía entre ser una influencia progresiva o una influencia regresiva sobre el desarrollo de sus sociedades.

“Influencia regresiva”, malinchismo antiguo, por aquello de la traición de la Malinche, vergüenza culposa que llevamos enquistada en el inconsciente colectivo como la historia de la manzana, la culebra y el mordisco, que con otorgarle la culpa a Eva nos libera de responsabilidades. Traición a lo propio que nos conduce al mal entendido paradigmático y cosmogónico del que somos presa fácil, con consecuencias que no alcanzamos a ver.

Pongamos por caso que te dicen Ensemble, ¿en qué piensas, latinoamericano? En Mozart, Bach y Beethoven y demás culturas cultas. Y así se llena la explanada de una población de mayores de sesenta años que compran la entrada con caras de entendidos. El imprevisto revelador sucede cuando descubres que por hacerte el que entiendes más allá de lo que entiendes, te sorprende una batería de luces estrambóticas de movimiento y color hirientes, que anteceden el golpear de una batería altisonante que sirve de introducción a la salida a escena de unos raperos de moda extrema, de cantar urbano desenfadado al límite, en la lengua sin coto que quebranta las buenas costumbres del habla “educado” en beneficio de un decir de verdades callejeras, que invita a los asistentes a moverse y corear. Mientras los más jóvenes ocuparon los pasillos en danza tribal, el montón de mayores, aunque desengañados, mal pretendían el goce de seguir el ritmo, con tal de no reconocer el equívoco que los exponía en su gesto fallido de haber querido ser más cultos que los cultos, que los llevó a pensar en Mozart cuando se trataba de rap del más rastrero.

Cuando la calidad no es lo que está en juego, cuando poco o nada importa que el espectáculo sea bueno o malo, sino que se trata de apreciar y valorar de antemano, de manera simbólica si se quiere, lo que presumimos de calidad simplemente porque es extranjero, estamos reproduciendo el otro lado de la moneda, incurrimos en la misma falta, enajenados en la misma idiosincrasia desgraciada que juzga y presume que los latinoamericanos somos todos menos, a partir de la valoración por lugar de origen.

No importa si somos buenos o malos, somos latinos, sospechosos, de dudosa procedencia, básicos y mal educados, desordenados e incapaces, flojos y mal vestidos, por decir lo menos, o criminales y violadores en potencia, para más señas. Lo que quiero decir es que sobrevalorando al extranjero alimentamos la subvaloración de la que somos víctimas. La culpa no es del muro, sino de lo que nos hace querer irnos.

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