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Antígona en Guayaquil

Nada doloroso ni sin desgracia, vergonzoso ni deshonroso
existe que yo no haya visto entre tus males y los míos
Sófocles

Que Polinices traicionó a Tebas y no merecía ser sepultado honrosamente por su hermana; que Eteocles era el verdadero héroe que defendió la ciudad; que Antígona debía renunciar a su dignidad y a su casta; que era hija de su abuela y su tío, y que, como su nombre reza, no debió haber nacido… ¿es tanto el desastre de la virtud, que la pobre muchacha no merecía rendir un ritual meritorio a su familiar? Supongamos que es así, que la moral es un veneno que acusa y se bebe lentamente, sobre todo en la desgracia, mientras los otros ofrendan un pellizco de pan que contiene más indiferencia que harina, entre virulentos gusanos que muerden las paredes en que el hambre se estrella.

Yo llegué tarde para naufragar en el Guayaquil de Medellín, siempre me lo imaginaba colmado de fragor de pueblo, según contaba mi abuelo: carrilera, mercado, aguardiente… Pero llegué a tiempo para conocer al Guayaquil… digamos ¡emm! genuino, no tan diferente a como me sospeché el otro, pero sí colmado de un calor hidrogenado y glutinoso, que alberga una espontánea belleza que desciende armónicamente sobre pieles morenas. A ojo de buen cubero, es apenas más pequeño que Medallo, pero con un misterioso sentido de inmensidad, que invita a sentirse extrañamente universal, pero sin renunciar al eterno encanto de lo pintoresco. A pocas cuadras de caminar en el centro, sentí que algo dentro de mí hacía más peso… tras visitar muchas veces, corroboré que, en esta urbe, mi alma cobra una extraña consistencia de gelatina. ¿Será que también en eso se parece a Tebas? También las ciudades reencarnan.

Volvamos con Antígona; ella pagó la dignidad con su muerte, sin saber que reencarnaría en una ciudad del litoral ecuatoriano; pues sí, son muchas las Antígonas que en Guayaquil no tienen ni siquiera un féretro, ni un nicho, ni el ahínco emocional para sepultar a sus Polinices, desterrados por el cruel artefacto de la ignominia humana; y, si lo hacen, corren el riesgo de ser las próximas en abrir sus pechos a la plaga. Sí, el rey Creonte también reencarnó en una versión más amable, pues, en esta ocasión, gestiona para que los ataúdes sean, por lo menos, de cartón.

Sí, cuando el 15 de noviembre de 1922 el rey de Tebas reencarnó en Tamayo, esa vez sí fue menos benévolo: le encomendó al general Barriga que «reestableciera el orden» en Guayaquil al costo que fuese, y las hijas de Antígona, en ese entonces, debieron esperar a que los asesinados por el Estado, quienes reclamaban medidas económicas favorables para los obreros y el pueblo, rebalsaran del río Guayas al que fueron arrojados; pero no, nunca volvieron a flotar porque a muchos la fuerza pública les arrancó las vísceras para que se quedaran en el fondo del «Manso». Hoy, los guayaquileños, cada 15 de noviembre, lanzan cruces de flores sobre las escasas ondas del río, mientras Antígona muerde los pies del malecón.

Esta vez, es menester hablar sobre los números, y no es porque deteste las matemáticas —pues no soy capaz ni de contar dos gallinas amarradas—, sino porque, a las 11:00, se espera el registro de los muertos del coronavirus; y es inevitable, como una suerte de ingenuo consuelo, esperar que la dichosa curva se aplane. Podría entrar a criticar algunos manejos, medidas y el aparente proselitismo de algunos nombres de la política; sin embargo, este desgano me exige sobrepasar el ímpetu crítico y ofrendar unas palabras en nombre del dolor. Además, sería ingrato que un migrante como yo, que tanto le debe a esta amada Tebas, quiera montarle más peso a la oscura gravedad que le amarra los pulmones… No, tampoco vengo a resucitar a Eteocles, ni a Polinices: solo quiero ofrendar una silente y fugitiva lágrima cuando nadie me vea.

Me limito a decir que, más allá del horror que se escuece bajo el calor de la «Perla del Pacífico», más allá del abatimiento y la angustia, más allá de esta mímesis hiperrealista del infierno, más allá de lo desolador que se traduce en la incertidumbre, más allá de la gravilla donde el sol se quiebra mientras incinera las últimas inhalaciones, hay algo bello en el dolor: la valentía de despedirse y luego abrir los ojos para aspirar a que nuevos tiempos, escapados de un cielo del que nadie se ha atrevido a hablar porque nunca tuvo creyentes, limpien el rostro de la esperanza.

Le hablo a mucha gente del Guasmo, que debe elegir entre dos virus: el COVID 19 y el hambre. Les hablo a esos líderes de otros países que, para atenuar su realidad, llaman a este país hermano como «la Wuhan de América», vestidos en el discurso de una falsa solidaridad. Le hablo a Caronte, quien —estoy seguro— también lloró. Le hablo al jovencito de 12 años que, en el Azuay, quiso ver, en su renuncia a la vida, la respuesta que como sociedad no pudimos darle (Mijo, como diría el Principito, los adultos somos extraños… e ineptos). Les hablo a quienes lentamente mueren en la calle… Antígona reposa su eterno gemido en el oxidado corazón de las veredas.

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