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El año que se nos vino encima

El que vivimos es, quizás, uno de los inicios de año más desconcertantes y negros que se recuerden en la historia, no sólo por la incertidumbre económica y política que priva en muchas democracias, sino por la escalada de problemas y conflictos del más diverso orden que hoy saturan la escena internacional.

Si el desafío del terrorismo islámico hacia los países de Occidente había sido el principal punto de preocupación y de tensión mundial en los últimos años, el inminente arribo de Donald Trump a la Casa Blanca -y lo que esto significa para el mundo- se ha convertido, desde el pasado 8 de noviembre, en la segunda causa de tensión y crisis en las relaciones internacionales, en momentos en que el globo terráqueo no cuenta con un personaje de peso y con sólido prestigio universal para evitar o contener el precipicio de la desmesura.

Es sintomático de cómo se percibe a Trump en Oriente y Occidente, el que en la agenda internacional de los distintos países el principal desafío no sea ya cómo enfrentar y combatir al Estado Islámico, sino cómo y con qué hacer frente a la apuesta nacional-aislacionista y a la visión canibalesca que tiene de la política el señor Trump.

La sola noticia del próximo relevo en la Casa Blanca (20 de enero), ha producido una creciente atmósfera de nerviosismo, de preocupación y crispación en los Estados Unidos, por la anunciada vuelta a la autarquía y al proteccionismo económico que la globalización había dejado atrás desde la última década del siglo XX, pero también ha introducido una alteración nerviosa en el sistema de relaciones planetarias, porque el perfil del señor Trump no corresponde al del político inteligente ni al del estadista de visión lúcida y palabra serena.

A los inversionistas, industriales y empresarios norteamericanos que funcionan con una mentalidad global y ven el mundo como un mercado a gran escala, Donald Trump, aún sin tener formalmente el poder ni facultades legales para ello, ya los asustó con mayores cargas tributarias y el ´veto moral´ de la Casa Blanca, en el caso de que no entiendan que de lo que se trata, de aquí en adelante, es de desandar la senda de la globalización para tener en casa una filosofía nacional del orgullo blanco y una economía rinconera. Lo saben ya, y lo saben muy bien, no sólo las minorías raciales que son el soporte laboral y de productividad de la economía estadunidense, sino las empresas Carrier, General Motors, Ford y Toyota.

La imagen que el señor Trump proyecta al mundo, solamente por los decibeles de estruendo de su ignorancia en materia de política internacional, es la de que el globo no es un todo iluminado y de que no hay peor futuro que el que viene. El conflicto diplomático y comercial que su falta de tacto y pericia provocó a fines de 2016 entre EU y China, la sospecha de que su relación con Putin y Moscú se basa en intereses y no en un enfoque de estabilidad global, la irritación que sus desplantes de “político rudo” y zopenco han generado en México y el desprecio con que suele referirse a los latinos en general, son prueba de que el presidente electo de los Estados Unidos se ha convertido en una incomodidad para sus propios ciudadanos y en fuente de preocupación global.

En definitiva, al equipo que pronto llegará a la Casa Blanca le hace falta un baño de cultural general y rodearse de los mejores y más prestigiados asesores en las materias que habrán de ser sometidas a su competencia. Si no ocurre así, todos en la unión americana y en el mundo tendremos que acostumbrarnos a una suerte de intemperie espiritual: la de un sol negro rigiendo el sístole y diástole de la oscuridad sobre el planeta.

Precisamente porque la imagen que ofrece Trump es la de que el futuro fue ayer, porque lo que anuncia su presencia en la Casa Blanca es el retorno del pasado, el mundo va a comenzar a extrañar a estadistas de pensamiento y visión como Franklin D. Roosevelt y Winston Churchill, a líderes de la talla de Mijail Gorbachov y Vaclav Havel y a personajes de inteligencia serena como Helmut Koll y Francois Mitterrand.

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