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Danae Varandano

Animal Yarano

A esta altura el viento suena a jauría. Pareciera que una manada fantasma de perros salvajes sobrevuela el cerro, atravesando los matorrales sin tocarlos. Los sonidos no tienen que ver con la frontera, porque sonaba así desde antes de que partieran el cerro en dos para poner el gran muro. Es el cerro el que lleva el sonido. Los grupos kiliwas de la zona dicen que lo carga desde antes que la divinidad Mlti’ Ipaá Ja’la’ (coyote-gente-luna) decidiera crear a los primeros cuatro hombres. Yo he visto a esos grupos yaranos venir aquí, a las faldas de su montaña sagrada. Los he escuchado contar las historias de los cuatro humanos que desafiaron el mandato de Mlti’ Ipaá Ja’la’ al mezclarse con los primeros animales. De esa unión provenimos todas la criaturas. 

Luisa era yarana, pero no lo sabía ¿cómo podría? toda su vida vivió lejos del valle yarano, en Centroamérica. Una noche tuvo que huir y al hacerlo, se acercó a su origen. Salió de madrugada con su hermano luego de que la pandilla baleara su casa. Juntos atravesaron varios países y estuvieron a punto de llegar a Estados Unidos. 

Fue en ese trayecto cuando Luisa empezó su transformación. 

Todo se desencadenó con el trauma, cuando un cártel los secuestro cerca de la frontera.  O quizá fue un poco después, por la angustia de saber que su hermano se quedaba con esa gente hasta que ella les pudiera pagar.  Tal vez, algo se activó cuando Luisa pisó la tierra del desierto cargando en una mochila la droga que le dieron para cruzar, a modo de rescate. 

Acaso fue, simplemente, una fuerte emoción o alguna tonta mordida que pasó desapercibida . Tal vez la claustrofobia, cuando la detuvieron los agentes de migración, o el frio del Centro Migratorio de Colorado en el que la encerraron. Como sea, algo en su espíritu sintió la inminente cercanía de la montaña que susurrando la llamaba al cambio. 

Luego de un par de meses en el centro de detención migratoria la expulsaron deportada por la frontera sureste de Estados Unidos junto a un grupo pequeño de personas. Dos oficiales y un perro de la migra los custodiaron hasta la garita en la madrugada. Uno de los migras era latino, el otro medio asiático y el tercero, pastor alemán. Ninguno fue muy amable con ella, pero Luisa nunca esperó otra cosa, hacían su trabajo. 

Tuvo que esperar unas horas en el centro de la ciudad hasta que abriera el albergue de migrantes al que les aconsejaron ir. Un centro de grises parchados y  tiendas percudidas. Los comercios empezaron a abrir sus puertas metálicas cuando el calor seco ya empezaba a ser insoportable, y un hormiguero de expresiones severas salió de las esquinas. 

Esperaron un rato junto a un puesto de mariscos. A Luisa el olor a pescado le dio nauseas y para no vomitar se cambió de esquina, pero un tipo rapado llegó a decir algo al grupo y ella tuvo que volver casi de inmediato. El aviso era que albergue ya había abierto. Se pusieron a andar un camino congestionado de autos viejos. Luisa se cubría la cara del smog mientras sus ojos, cada vez más amarillos, lloraban: sentía que su olfato había despertado en el lugar más nauseabundo de la tierra y lo resintió, porque no recordaba, antes de ese momento, haber olido nada, no como ahora.

La ciudad que recorría era tan estimulante y encantadora como cualquier ciudad fronteriza plana, chica y pobre, pero a Luisa el sitio la abrumaba al punto de desear correr, gritar y lamerse el pelo. Finalmente, llegaron al albergue y en un comedor repleto les dieron el desayuno: pan dulce y café instantáneo. Cuando terminaron de comer todos tiraron sus platos en unas bolsas negras de plástico y  otra vez formados, en línea, entraron a una sala llena de figuras religiosas donde una trabajadora social los esperaba. Sin formalidad, frente a una cruz,  les comunicó que en el albergue ya no había espacio, pero que podían trasladarlos a otro centro en Terracota, la ciudad vecina. Al escuchar esto el semblante de Luisa se relajó, porque hacia esa ciudad tenía que ir. Las cosas se estaban acomodando.

No se quedó a escuchar el resto de la reunión porque ahora tenía trabajo que hacer. Según lo que le dijeron en el centro de detención de Colorado, si quería pagar el rescate de su hermano, debía viajar a Terracota para conocer a sus contactos, así que recolectó todos los mapas que pudo en el albergue y se subió a la camioneta para estudiarlos. 

Inmediatamente después de Luisa, subí yo a la camioneta. Me senté al lado de ella y al poco tiempo de arrancar estábamos conversando. Le conté que me daban raite cuando había espacio. –“Aquí vivo en Terracota, pero me paseo entre los dos pueblos recogiendo donaciones de ropa. La vendo afuera de mi casa. También recojo perritos de la calle para curarlos, les hallo familia, pero cuando eso pasa no me puedo regresar en el autobús del albergue. Tengo que tomarme un guajolotero que va parando por todas las rancherías y es más tardado el camino.”  

Me llamo Alondra, le dije, y luego le conté que vivía en la frontera desde hacía muchos años, que venía de Oaxaca y que en Terracota vivía con mis perros, a las faldas de la montaña. «Cuando era joven traté de cruzar al otro lado con mi mamá, pero el tráiler en el que íbamos escondidas se calentó mucho y todos los pollos que venían con nosotras acabaron asfixiados. A los migrantes les decían pollos porque se rostizaban en el desierto… mi mamá se murió así. Yo sobreviví apenas porque la migra me encontró despuesito que el conductor se dio a la fuga. Me deportaron a Terracota y aquí me quedé. Me prometí no volver a intentar el viaje».  

Y hasta conocer a Luisa, yo había cumplido con mi promesa.

“Aprendes a querer la zona, vas a verlo, luego hasta reconoces los tonos que hay en cada cerro, los colores en las piedras, sus plantas y animalitos, es muy lindo por acá”. Luisa apenas reaccionaba a mi voz. Era obvio que sólo me escuchaba porque estaba a su lado y no tenía de otra. Pegada a la ventana, mojaba con la lengua las grieta de sus labios y sus ojos amarillos reflejaban un polvorón gigante aparecer y desaparecer en cada curva, cerros erosionados, cruces de muerte. -Presiento que aquí te vas a quedar, decreté, y al decir esto un mechón grisáceo centelleó como perla en el estropajo cobrizo que tenía Luisa por cabello. 

Al llegar a la iglesia de Terracota donde estaba el albergue, nos despedimos y yo me fui a la montaña, con mis perros. Luisa se quedó afuera de la parroquia. Ahí estuvo en una banca por un cuarto de hora, junto a un hombre joven con el cráneo tatuado y el pecho descubierto (y también tatuado) que con las piernas muy abiertas se chorreaba el agua de una botella de plástico.

Luisa no podía decidirse a entrar al albergue. Sentía que se extendía desde su boca un malestar que le abrasaba todo el cuerpo y que podía partir de su estómago, o de sus oídos, pero también quizás, de su mente. Nada estaba claro. Era como si entre ella y ella misma hubiera una lámina de espirales que distorsionaba como un filtro desértico a la que antes del secuestro tan bien conocía. Ella, que siempre supo cuál era el siguiente paso, ahora sólo estaba segura de que tenía hambre y de que comería cualquier cosa que se le pusiera enfrente. 

Entró, finalmente, a la parroquia y la recibieron en un cubículo lleno de preguntas. Cuando cubrió todas las celdas de respuestas, le dieron la bienvenida materializada en un cepillo de dientes con pasta, jabón, toallas sanitarias, chanclas, y un cambio de zapatos y de ropa. Era principios de mes y las donaciones acababan de llegar al albergue que, de por sí, siempre tenía más que ofrecer a las mujeres. Como privilegio de recién llegada, comió fuera del horario de comida, sola. Se devoró todo el arroz y el guisado que le sirvieron, después se bañó. Esa noche mal-durmió en uno de los catres del galerón de mujeres. Sus sueños fueron particularmente inconexos. En la madrugada la despertó un aullido.

Al día siguiente pudo volver a bañarse antes de tomar el desayuno, esta vez en un comedor lleno. Tomó asiento y cuando empezó a sopear el pan en la leche fría, un hombre se sentó frente a ella. Era su contacto. Tan pronto conectó la mirada de Luisa, le dijo sin preámbulo que le iban a dar la mercancía y los mapas ese mismo día y que tenía que estar preparada para salir en una semana y media más. Luisa creyó oler el hule de las zapatillas del hombre y se extrañó. El tipo la citó ese mismo día en una esquina del parque a las doce, se puso de pie y se fue. Sus zapatillas nuevas, además de desentonar con el lugar, rechinaron al salir.

El reloj de la catedral cantó las doce cuando ella estaba llegando al parque y media hora más tarde de lo acordado, el hombre de las zapatillas blancas apareció con una gorra de béisbol y una bolsa de plástico. Luisa apenas sintió el retraso, se había quedado absorta viendo la vitrina de un pequeño comercio. La tienda se llamaba vaquero y vendían botas y cinturones de cuero. Frente a cada par de botas había un cartel con el precio y el tipo de piel: culebra, cocodrilo, canguro, rinoceronte. Luisa llevaba sus chanclas. 

Otra vez sin saludarla, el tipo le dijo a Luisa que lo siguiera a donde su jefe.  Ella lo acompañó gañendo y a paso ligero caminó detrás de él algunas cuadras, hasta una escuela donde se toparon con marabunta estudiantil en pleno éxodo. Uno de los niños apuntó a uno de los pies de Luisa al que le faltaba un dedo. Luisa trató de no quitarle la vista de encima al niño y él trató de desafiarla por unos segundos, pero algo vio en su mirada que lo asustó y salió corriendo. Al cruzar la calle, cuando el niño ya había desaparecido por completo, llegaron a un deshuesadero de carros que se anunciaba como el «Yonke correcaminos». 

Del otro lado del cerco, en el yonque, unos perros ladraban su sarna con desesperación. Luisa también quiso ladrar, quiso morder nucas y golpear con su frente el cerco de metal, pero al poco tiempo, uno de los trabajadores salió a abrir la puerta y ella se limitó a atravesar el terreno en silencio, hasta llegar al bodegón trasero. Ahí apareció el jefe y Luisa fue anunciada –“Jefe aquí le traigo a una recién llegada, es la que nos mandaron del centro en Colorado, viene con ganas de trabajar”. El jefe, un poco apresuradamente, le habló a Luisa del otro jefe -porque la pirámide era grande y ahí respetaban las jerarquías-. Aclaró que el trabajito esta vez no iba a involucrar droga, sólo tenía que cruzar a unos animalitos. 

Después de ese viaje, amagó, iban a liberar a su hermano y la iban a dejar quedarse allá, en el otro lado. Le ahorraban con eso el costo del cruce y hasta le iban a pasar un dinerito. «Un buen deal pa una bu rre ra…» -repetía el jefe intermedio, pronunciando las erres con exageración- «… ya hasta te ascendimos a coyote ¿cómo ves?», dijo sonriendo. Todo como agradecimiento porque no cantó. “Imaginarás, coyote, que a los sapos no los tratamos tan bien”.

Luisa pidió hablar con su hermano y la comunicaron. Estaba en la misma casa de seguridad en la que ella había estado. Sonaba tranquilo, considerando todo el tiempo que había pasado encerrado. Dijo que el trato no era tan malo y que esa semana lo habían llevado a trabajar en los campos y así al menos pudo distraerse, que prefería estar activo, a quedarse como prenda de empeño, esperando su rescate. Luisa había fallado ya en su primer intento, cuando no les alcanzó para pagar piso por los dos y acordaron que ella se iría de burrera, cargando la droga. 

El rescate se pagaría después de la entrega, pero en el desierto aprehendieron al grupo en las montañas, al poco tiempo de haber atravesado la frontera.  

Luisa alcanzó a separarse un poco antes de que los atraparan y por eso no fue a la cárcel, sino a un centro migratorio de detención en Colorado. Fue ahí donde encontró al contacto del cártel que le ayudó a renegociar lo del secuestro de su hermano. Recibió nuevas indicaciones: una vez deportada, debía ir a Terracota y volver a cruzar, pero ahora como coyote, llevaría a personas. El entrenamiento y la información se la dieron en el centro migratorio.

Los del Yonque Correcaminos no pusieron mucho empeño en explicarle los mapas. Su atención estaba más bien en el microondas, donde giraban unos platos con tortillas y pollos al carbón que el tipo de las zapatillas blancas había sacado de la bolsa de plástico. Cuando empezaron a comer, uno se paró de la mesa y le dio a Luisa algunos billetes de cinco dólares y un celular. Le dijo que ellos se comunicarían para hacer la entrega de la mercancía, que ella se enfocara en enganchar a algunos migrantes en el albergue. –“No te preocupes por lo perros al salir, nomás ladran “, dijo al darle la espalda. La iluminación cambió dramáticamente cuando Luisa atravesó la puerta. Ya afuera, en un paisaje sin mucho contraste, un macho la persiguió, intentando montarla. Luisa corrió agitada y cerró la reja tras de sí. No era momento.

Caminó hasta regresar a la tienda vaquero que ya estaba cerrando. Una adolescente salió del local con el uniforme de la marabunta estudiantil y se recostó en la pared de la tienda. Empezó a cantar en voz alta canciones de pasiones adulteradas, de drogas con nombres de animales,  de ridículas apoteosis. Un corrido hablaba de un granjero, Don Jorge, que ya viejo y con artritis rompió los papeles que le iban a dar a él y a su familia, la ciudadanía estadounidense. Don Jorge era la voz del digno, del que se quedaba en Terracota y hacía una buena vida para los suyos. A Luisa le llamó la atención la historia. Nunca había escuchado de nadie que se negara a tener papeles, pero en realidad, tampoco había escuchado a nadie hablar de papeles hasta que estuvo en el Centro de detenciones migratorias de Colorado. 

Súbitamente, su mente se congestionó con fragmentos de las conversaciones del Centro. Todos hablaban con tristeza ahí y casi todos con vergüenza, una vergüenza personal que al parecer habían, colectivamente, internalizado, una vergüenza contagiosa que fluía entre un país que los había traicionado y otro que no quería devolverles el saludo. Hablaban de una necesidad apremiante de quedarse ahí, en el otro lado, y de ser saludados, porque se lo merecían. Hablaban viendo al futuro y viendo a sus familias, hablaban obsesionados con el orden y deslumbrados por la promesa de excesos y de futura satisfacción ¿pero, cuál era el precio de eso? –“Aquí hasta los perros tienen derechos”, repetían a Luisa con la mirada fija.

Luisa sintió un chaparrón inesperado de angustia, que no podía cargar. Estaba rendida, saturada de memorias trabadas. Recordó su detención, cuando sin saberlo pudo intuir, después de cruzar la frontera, que los migras se acercaban. Recordó también el momento cuando advirtió al coyote del grupo que tenían que huir, que tenían que correr y tenían que hacerlo pronto. Al coyote, se supo, no le interesaba lo que Luisa creía poder presentir. En lugar de escucharla, decidió tirarla al piso. Se inclinó hacia ella y en el suelo, empezó a manosearla y a jalarle la ropa, pero antes de poder sacarle la camiseta, gritando cosas que nadie entendió, ella se abalanzó sobre él y estando sobre él lo mordió; y lo mordió después más fuerte y al morderlo un poco más, disfrutó el sabor de su carne. Nadie alcanzó reaccionar. En medio de la batalla, Luisa, como atendiendo a una voz encubierta, volteó su cuello y se dio a la fuga, alejándose del grupo. 

Los migras llegaron puntuales tan pronto Luisa desapareció de la escena. Con eficiencia confiscaron la droga y detuvieron al grupo, un delincuente estaba herido por un ataque, al parecer de animal. 

Esa tarde, a kilométros de distancia, otra patrulla encontró a Luisa en estado catatónico. Y así se mantuvo al llegar al centro de detención de Colorado, un congelador en el que sintió el frío más intenso de su vida.

El cuerpo de Luisa tembló unos segundos invadido con el frío del recuerdo, pero inmediatamente recuperó la sensación térmica de olla al punto de ebullición. Caminó hasta el albergue y esta vez no se pudo bañar, pero alcanzó el horario para la cena, que engulló casi sin masticar. Toda la claridad que perdía en sus recuerdos la ganaba en su presente. Nunca había podido escuchar las texturas de su alrededor. En el comedor identificó, mientras relamía las sobras de su plato, a un grupo que quería intentar cruzar. Familias centroamericanas. Desde lejos escuchó sus acento y se acercó. En los siguientes días ajustaron precios y detalles para el viaje. Con ese grupo completaba perfectamente el quorum que necesitaba para liberar a su hermano. 

Después del enganche de los centroamericanos, los trabajadores del albergue la identificaron como coyote, pero se limitaron a echarla porque no tenían pruebas para presentar una denuncia. Daba lo mismo porque el trato ya estaba hecho, los iba a cruzar. Yo acababa de bajarme en la camioneta del albergue cuando vi que la echaban del lugar. Me acerqué y me lo contó todo. Nunca entendí por qué. Tal vez porque fui la primera persona que le habló después de su deportación. Cuando mencionó que el contrabando sería de animales le propuse participar. Acordamos que yo le conseguiría techo a ella y al grupo, a cambio de que me dejaran unirme al cruce. Aceptó de buena gana y de buena gana seguimos. 

Los llevé a mi casa. A nadie pareció importarle la precariedad de los cuartos. Los siguientes días la acompañé a comprar las mochilas y provisiones, caminamos los caminos, hablamos los detalles. Y el día llegó. 

Luisa habló temprano con su hermano por teléfono y entregó el dinero que había recolectado de los pollos centroamericanos a los que iba a dirigir. También recibió la mercancía: tubos con aves exóticas dentro. El grupo finalmente quedó en nueve, contándola a ella y a mi. Estaba atardeciendo. 

El camino hasta la frontera ella ya lo conocía, lo caminó el día de su detención y lo había recorrido varias veces después, como preparación para este último cruce. Marchaba con confianza y subía de vez en cuando a las piedras para rastrear a los vigilantes. Caminaban detrás de ella los siete incautos, torpes y extraños a estas tierras donde eran presas de todos. 

Yo también la seguía, entregada a su andar ágil. Esperamos la madrugada en una cueva junto al muro fronterizo y lo cruzamos en silencio aprovechando una nube que por un par de minutos nos protegió de la luz de la luna. El único sonido de la noche era una cascabel.

Ya en el otro lado, tomé la mochila de Luisa. Ella se dio cuenta, pero no pareció importarle. Conforme subíamos el cerro, todo parecía importarle menos. Sólo seguía corriendo y así, corriendo, olvidaba. Olvidaba el mapa y se olvidaba de nosotros, de su mercancía, de su misión. Lo olvidaba todo y, mientras su memoria se borraba, soltó un gemido profundo que se desvaneció con la memoria de su hermano, a quien ya había condenado. Y así como a su memoria humana, nosotros, cegados por una segunda nube, la perdimos sin siquiera darnos cuenta. Se fue de nuestra vista, pero su sonido nos persiguió por algún tiempo, escuchábamos que seguía corriendo, pero sus pasos ya no eran los mismos. Ahora corría como coyote.

Aunque el grupo desconfiaba de ella profundamente, su abandono pareció sorprenderlos. Encandilados por la promesa de un futuro, la habían seguido, y habían cargado las mochilas sin siquiera preguntar qué era lo que tenían dentro. Caminamos juntos esa tarde por el desierto, sin saber de ella y, cuando creí que ya estaban por buen camino, yo también los abandoné.  Antes, les pedí sus mochilas, “para aliviar su carga”, les dije, y con ellas regresé, apuntando hacia la referencia más familiar a la que podía apuntar, mi montaña. 

Por fin llegué hasta el cerro. A la montaña Yarana en la que ahora descanso, extenuada. El viento a esta altura suena a jauría. Recostada en una piedra multicolor,  he abierto  las mochilas, los tubos siguen ahí, perfectamente ordenados. No los quise abrir antes. 

Les acerco el agua que les había guardado. Son todos halcones, la mayoría siguen vivos. Poco a poco, cada uno va despertando y al despertar salen de la cueva. Ellos pertenecen a estos cielos y en estos cielos se van a quedar, porque las divisiones no alcanzan sus alturas. 

No sé en qué lado del muro fronterizo estoy, pero escucho a lo lejos el canto de los yaranos. Le hablan al Mlti’ Ipaá Ja’la’ y ella se asoma, es Luisa, y está frente a mi. Me ve con sus ojos amarillos, que ya no parecen perdidos. Se acerca diciendo algo con la cola abajo, pero a mi esos gruñidos cortos no me dicen nada. Me entrega lo que trae en el hocico y ahora entiendo su transformación. Entiendo por todo por lo que tuvo que pasar. Entiendo incluso el lenguaje de la manada de coyotes que aparece para acompañarla y que en coro me cuentan una historia que suena más bella conforme se acercan. 

Luisa me muerde. Y la manada la sigue. 

Sabía que se iba a quedar en estas tierras, conmigo.

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