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Anecdotario de la literatura (Parte II)

La impaciencia de Stefan Zweig

El escritor austríaco de origen judío Stefan Zweig llevó una vida plácida en su Austria natal —con algún paréntesis en Suiza— hasta que el nazismo irrumpió en su cotidianidad. Como consecuencia, se vio obligado a iniciar un tan largo como angustioso periplo geográfico y existencial: Londres, New York y Petrópolis. Nunca más volvió a Austria, y la peripecia incluyó un divorcio y un segundo matrimonio.

Zweig vivió atormentado por los fantasmas —como él los llamó en El mundo de ayer—, es decir, los refugiados judíos que por entonces pululaban por miles en cada ciudad importante del mundo. Huyendo de ellos se mudó a Petrópolis, cerca de Río de Janeiro, con su esposa Lotte Altmann. Allí, sin embargo, los asaltaría el miedo de que el nazismo, lejos de tocar a su fin, se propagase por el mundo entero, razón por la cual ambos decidieron acabar con sus vidas.

En su nota de despedida, Zweig se dolía de sus «años de vagar sin asiento» y recordaba a sus amigos: «Dejo saludos para todos mis amigos: quizá ellos vivan para ver el amanecer después de esta larga noche. Yo, más impaciente, me voy antes que ellos». Corría el 23 de febrero de 1942, apenas un día después de que Hitler cumpliera diez años de haberse postulado fallidamente a la presidencia de Alemania e iniciado su letal carrera política.

 

Jacinto Benavente y el desafortunado dicho popular

Estaba el nobel español Jacinto Benavente en la cima de su carrera literaria cuando un nutrido grupo de damas de la sociedad madrileña lo conminaba con insistencia a que dictara una conferencia en el Liceo Club de Madrid. Benavente ya las había evadido con toda suerte de excusas hasta que un día lo esquinaron.

—Pero, don Jacinto —le increpó la más notoria de las señoras—, si usted lo único que debe hacer es ir y hablar de lo que sea. De todos es sabido que usted necesita de nada para encandilarnos con su vasta cultura.

El dramaturgo, desesperado, extendió los brazos en un gesto de vergüenza y echando mano de un dicho popular dijo con tono sincero:

—Señoras, señoras, ¡yo no puedo ir allí a hablar a tontas y locas! —con lo cual las distinguidas damas se retiraron raudas y sin mediar palabra.

Don Jacinto, extrañado, se hizo averiguar la razón de tan intempestiva actitud, y le correspondió a un amigo en común hacerle saber que las aristócratas damas se habían sentido ofendidas al ser llamadas «tontas y locas».

 

La memoria de Chesterton

El escritor británico Gilbert Chesterton fue famoso por sus afiladas paradojas y por su memoria no menos sorprendente. El Príncipe de las Paradojas —como se le ha dado en llamar— no era precisamente un dechado de memorioso, y debía a su esposa Frances Blogg el no haber sido más desastroso en ese particular. Su fiel compañera le preparaba la agenda de cada día, de manera tal que el literato pudiera cumplir pulcramente sus compromisos y quehaceres.

Un día tomó el tren de su residencia en Birmingham a Londres, y cuando llegó, se percató de que se había dejado olvidada en casa la agenda. Rápidamente fue a la oficina postal y envió un telegrama urgente a Frances diciendo: «Estoy en Londres y no recuerdo qué me trajo aquí -STOP- ¿Qué hago en la ciudad y a dónde debo ir? -STOP-». Al cabo de un rato llegó la respuesta de su esposa: «Gilbert, resides en Birmingham -STOP- Saliste a comprar tabaco -STOP- Haz el favor de volver de inmediato a casa -STOP-».

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