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Anecdotario de la literatura (Parte I)

 

Kafka y las cartas de la muñeca perdida

Contaba Dora Dymant —actriz polaca y compañera sentimental de Franz Kafka— que el escritor austrohúngaro, paseando un día por el parque, se había topado con una niña que lloraba por su muñeca perdida, después de lo cual el autor decidió escribirle una carta en la que el juguete explicaba las razones de su ausencia.

El ejercicio literario se alargó por tres semanas —pues la niña se sintió consolada de su pérdida—, y en las sucesivas epístolas la muñeca narró sus viajes y peripecias, al punto de que en la última misiva explicaba que no podría volver a causa de que contraería matrimonio.

Nunca se supo nada de las cartas ni de la misteriosa niña amiga de Kafka. Sea quien haya sido tuvo el privilegio de ser la secreta destinataria de aquel bálsamo literario, hecho a su medida.

 

El francés de Knut Hamsun

Cuando el escritor noruego y premio Nobel de Literatura Knut Hamsun visitó París en 1894, sus familiares se quedaron muy preocupados por su mal francés. Al regreso, le preguntaron:

—¿Tuviste dificultades con tu francés?

—No —contestó él—, pero los franceses… sí.

 

Cuestión de opiniones

Estaba un día el escritor español Jacinto Benavente deshaciéndose en alabanzas hacia Ramón del Valle-Inclán, por quien sentía gran admiración, cuando uno de sus contertulios lo interpeló:

—Pero don Ramón no opina lo mismo de usted…

—Pues, a lo mejor, estamos equivocados los dos —respondió Benavente con su connotada agudeza verbal.

 

Valle-Inclán y la canalla literaria del Madrid de finales del siglo XIX

Mediaba el año de 1899, y por entonces eran comunes las camorras y gamberradas en las noches de la bohemia madrileña. Valle-Inclán y el escritor Manuel Bueno discutían en el café La Montaña sobre la ilegalidad, por minoría de edad, de un duelo que librarían dos amigos en común cuando este asestó un golpe de bastón sobre la muñeca izquierda del escritor gallego, claro está, luego de que este lo amenazara con una botella. Como consecuencia del leñazo, el gemelo del puño de la camisa se incrustó en la muñeca de Valle-Inclán.

Al principio pareció cosa de poca monta, pero con el pasar de los días la herida se infectó y hubo necesidad de amputarle el brazo, ocasión que el autor pontevedrés no desperdició para narrar su propia desgracia con el mayor tono melodramático del que era capaz.

Así pues, no dudó en decir que él mismo había apremiado al médico para que le amputase el brazo poco más arriba del codo, y que no siendo suficiente para contener la infección, había compelido a los galenos para que al día siguiente, y sin cloroformo, le cercenaran el resto del brazo hasta el hombro. En el paroxismo de su melodrama llegó a asegurar no solo que durante la carnicería nunca profirió quejido alguno, sino que se hizo cortar la barba del lado izquierdo para no perder detalle durante la misma.

Nunca echó de menos el brazo perdido y siempre se jactó de no necesitarlo para hacerse el nudo de la corbata. Su manquera —no sería exagerado decirlo— es junto a la del de Lepanto de las más famosas de la literatura universal. Sobre ella corrió toda suerte de chanzas y leyendas, y a mitificar el prodigioso muñón —que tenía la rara propiedad de haber recogido el vello que antes tuviera su brazo— contribuyó, y no poco, su amigo y tocayo Ramón Gómez de la Serna.

Fue esta, quizás, y por mucho, la más famosa de las riñas de aquella canalla literaria con que la bohemia finisecular de Madrid solía animar, de cuando en cuando, sus tertulias. Y de aquel Valle-Inclán treintañero nunca estuvo más acertado decir que su literatura era de su puño y letra.

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