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Andamios

¿Dices que nada se crea?
No te importe, con el barro
de la tierra, haz una copa
para que beba tu hermano.

¿Dices que nada se crea?
Alfarero, a tus cacharros.
Haz tu copa, y no te importe
si no puedes hacer barro.
Antonio Machado

I

Está en mis manos un libro de poesía, de recién publicación y de un joven poeta venezolano. Andamios, de Néstor Mendoza. Se publica un libro de poesía y se piensa como con palabras aprendidas en la escuela: “no-se-publicará-más-poesía-por-este-año”. Es la certeza poco conocida de no saber por qué un libro se titula Andamios, Poema, Abuelo, Pescado, Fragilidad, Almuerzo, Parkinson, Zapatos, Eva; es la limitada certeza de no saber qué es un verso, qué es la brevedad, “la eternidad más breve”; es la misma certeza que nos aferra a este mundo donde sólo se escriben finales con palabras que describen el movimiento sin celajes, la memoria sin espejos, las palabras sin el final sonoro de la vida.

El poema, cada poema, este libro de poemas, Andamios, es la vida de muchos poetas, Watanabe, Lezama, Westphalen, Montejo, incluso Góngora, San Juan de la Cruz y Gottfried Benn, amasados dentro de un pequeño apartamento atestado de libros bilingües en español y portugués, a las afueras de la ciudad de Valencia, una provincia venezolana, monárquica y resentida, industrial y solitaria después de las 5 de la tarde, burócrata en las playas y en las bibliotecas. Allí fue escrito este libro, con esa vocación de encierro humilde, con una esposa que se ríe por todo, con una mirada de cuentista, allí vive y mastica ese joven poeta que escribe con la ambición de un joven cuentos alemán y su Bildungsroman.

Sus versos parecen el comienzo de esos capítulos que no tienen fin ni epígrafes.

“A veces, olvida esconderse
Para desenredar su pelo…”

“Hay en tu quijada
una barra metálica que impide
que caigas sin remedio.”
“No sé si ahora ellos conservan
la imagen de nuestra ingenuidad…”

“Te encuentras en el medio del patio…”

Cualquiera que lee novelas, por ejemplo, esa novela de Federico Vegas donde el personaje, escritor, escribiente y voz en primera persona, deja “su cuerpo anestesiado” (palabras, palabras, palabras), después de un largo día de trabajo, en una bañera con ginebra hasta el tope brillante e higiénico, con prostituta y todo, (de La Guaira o no); cualquiera que haya leído cómo la prostituta masajeaba la espalda pecosa y detectivesca de este adolescente, abogado, escritor sin una línea y perseguido por la Seguridad Nacional en diciembre de 1957, dirá que los libros de poesía en Venezuela “no tienen vida”. Al parecer es así en todas las partes del mundo: la realidad es un escritor, la realidad no es ese poeta.

Escribe para un periódico, para un escenario, para un canal de televisión, no te quedes solo con el asombro de no saber cómo ganarte la vida según el código civil y la literatura venezolana, –dicen y venden los que sí se ganan la vida escribiendo–, son los mismos que ya no escriben ni siquiera por la intima necesidad de las pequeñas cosas: el dolor, la vigilia, el instante, lo ignorado, el futuro, la soledad de los libros o del amor y las coincidencias jamás compartidas.

Ahora la televisión es el gran maestro de la literatura, dicen los españoles que dicen los norteamericanos; y desde aquí escuchamos como si estuviéramos leyendo en inglés, con la actitud de una muchacha ciega, cómo escriben o dicen que escriben el guión de un video juego que se publica como una novela, o lo que es peor, un libro de poemas.

Play:

Dale, dale, dale, me dicen desesperados, no sé qué hacer, sólo escucho el tecleo cínico de quien escribe, ta-ta-ta, como abriendo camino (“por aquí, por aquí, por aquí”) hacia Chinatown, Nueva York o Barcelona. Tú, lector hipócrita, eres un maniquí, una caricatura, un remake, todos los lectores son remake. Y lo que lees es un remake también. Todos somos iguales de honestos: zombies, vampiros, piratas, la pastilla azul o roja. Imagina Pedro Paramo escrita por David Lynch. Y así, enamorados de la velocidad de nuestro tiempo y cansados de nuestra identidad perdida, la vida ya es una publicidad de todas estas cosas. Pase sin compromiso, dicen que dijo la literatura actual, en voz en off: La ficción es gratis, así como lo es ese pasado que compartimos, esas frases e imágenes que aparecían en la televisión y que, por nostalgia, por necesidad, por “sentido de época” o porque sí, hoy es la literatura, lo que se está haciendo, lo que irremediablemente somos, lo que imita la sintaxis del teléfono celular, el hiper-textualismo de los video-juegos y el burbujeo de la Coca Cola. Los recuerdos son serie de televisión. Esa es la ficción que seremos, es lo más honesto que puede llegar a ser la ficción después del Don Quijote, de Joyce o de Trilce. El futuro es el entretenimiento culto, la aventura grafica, la imaginación sin corazón, video-clip o reality-show convertido en “poemario” o “novela experimental”, y así como los personajes de Cortázar fumaban cigarrillos Galuois, el lector sabe lo que está leyendo. No hay historias, ni imágenes, sólo nos asombra que la realidad sea la misma, porque precisamente eso es lo que seremos…

Apagué la computadora, el celular, la televisión y el ventilador. Volví a la cama, al sofá, a la biblioteca, a la ventana, al Sol, al día.

Hoy, actualmente, aquí y en las librerías, la joven poesía entra nuevamente a la literatura venezolana con los recuerdos de la infancia, de las palabras y de la imagen, sin más pretensión que llamar a cada cosa por su nombre, para revivirlas y devolverlas honestamente al libro, vivo como la lluvia, como la pagina, como los pliegues de las cosas cotidianas, creadas con sonidos, los sonidos de la poesía dentro de los sonidos del pez, de la boca y de los cubiertos sobre los mismos signos de la infancia universal que dice “Plato”, y nuestro poeta, Néstor Mendoza, aparece:

“En sus bordes no hay imágenes”.

Los incrédulos observan el plato y nuestro poeta les dice:

“Agita… duele… Traga”.

Tres capítulos de la misma imagen. ¿El poeta también es un escritor?

–No lo sé.

Los escritores venezolanos son buenos historiadores, los cuentistas menores de 33 años esperan un tiempo mejor y los poetas son poetas y hasta algunos se jubilan para escribir ensayos sobre política actual y otros para dar discursos oficiales en fechas patrias. Ya decía Juan Liscano que los mejores poetas de su época eran secretarios, ingenieros, maestros de escuela, mensajeros, pero nunca poetas. Yo siento como quien siente la espera que a Néstor Mendoza no le interesa ganarse la vida, o la fama, con un libro o con un premio de la bondadosa Universidad Simón Bolívar, no, ya su fama de cristiano y su intemperie en la pobreza tibia de su niñez le han abierto el rostro mientras bebe café o pinta de blanco la habitación de su madre. Sus versos:

«Mi corazón es infinito y debe haber
alguien que haya inventado
el tamaño de las piedras
y el color de los animales.»

El poeta ha visto a su madre hacer el pan.

Yo veo un edificio y arriba, muy arriba, veo un tenderete donde cuelga el uniforme de un chofer de autobús. Y parece que entre esos viajes cortos por la ciudad, va a saltar de la página 21; sí, un hombre va a saltar, pero duda, observa, parece que hace algo más para nosotros, lo veo, nos saluda ahora que tú me lees. ¿Tiende la ropa de mañana, el vestido que le ha arrancado a su mujer, o espera impaciente a que yo me vaya, a que tú dejes de leer, humilde lector, a que Néstor Mendoza termine de escribir el poema o deje de escuchar esa canción de Chico Buarque?

La influencia es también un azar y quizás está sucediendo en este momento mientras el obrero cae y se hincha como un ahogado:

“Miremos sus manos
en busca de una nueva oportunidad.”

Vuelvo a la historia, al poema, a Néstor Mendoza en Andamios, su primer libro y el título de todos sus poemas, subtitulo de esa realidad que se construye lentamente como las nubes que se sostienen a sí mismas:

“Los andamios elevan y sujetan.
Tú vida depende de su eficacia
De que conserven la solidez del equilibrio de los cables.

Te entregas al oficio de sostener
El cuerpo de quien trabaja en la altura.

Advierto tu silueta que se muestra
en el andamio.
Y la mano que se ajusta a la vida
y depende sólo de las tablas firmes
que impiden la caída.

Eres el equilibrista;
quien limpia las ventanas, quien pinta,
quien coloca los ladrillos.
Crees ser el dueño de la elevación
y de la brisa de las palomas.
Dios es pura altura, dices, y dejas de temerle”.

¿Temer a Dios es humildad? Es una pregunta con esas mismas palabras que no se dejan llevar por el abismo de la superficialidad. El poeta prefiere la humildad de los oficios y del silencio, de los sonidos de un soneto y de la música en portugués. La humildad y el derecho a la pereza, que cuando escucha música, se aferra a la vida, a los huesos, a la miseria, al canto de lo que se mira inconcluso, cotidiano o desconocido, y escribe, escribe para escuchar por segunda vez, para vivir por segunda vez, ¿esa humildad de fondo, la música de fondo, la pregunta por Dios?

Humildad: Este libro es ganador de un concurso de poesía, el concurso para jóvenes autores universitarios, 2011, con un jurado unánime que va de poetas a cuentistas, cuyo veredicto celebra y premia al poeta y a la poesía.

Así, ya tienen voz los que contemplan a un cura o a un plato, a las vitrinas y a los escenarios, a una amante, a un familiar, a un amigo, a una puerta y al humo del café. Lo que el poeta Néstor Mendoza ha vivido y escrito en este libro es un ejercicio de honestidad, sin complejos ni artefactos, sin delirios ni militancias, es la vida de un hombre que sabe escuchar con ese mismo silencio que se describe a sí mismo cuando escribe sobre el miedo al padre igual cuando describe el miedo a las ciudades que repiten días y días, escándalos, persecuciones y discursos de un país que no conoce a sus poetas y que pasa y pasa frente a los andamios, públicos, íntimos, oxidados, secretos, burlones. Es el aire que respiramos, no conocer a los poetas de nuestro país.

No se publicará más, dicen los que saben, por destino, por convicción, por soledad y amor; por destino de jóvenes editores que en este país no se equivocan como se equivocan las balas perdidas; por convicción a la brevedad soñada; por la soledad que también es convicción en el poeta; y por amor, sencillo y puro amor a las cosas. El libro está allí, en los andamios de la esquina de la casa y en los estantes de librerías venezolanas que aparecen y desaparecen.

II

¿Qué importa lo creado si no se publica, si no se repite, si no se ve todos los días? Lo creado, lo inventado, lo amasado, lo escrito, ¿no se conforma con la madre y el padre que esperan atados a todos los amantes del mundo, a todos los huérfanos y poetas, a cualquier poeta, a cualquier creador, a cualquier arquitecto de los años cincuenta que se ha inspirado en una montaña y en un pescado en aceite hirviendo para construir la casa de una familia en Mariara, donde todos los personajes de este libro verán nacer al poeta hace 28 años? ¿No es esa realidad la que importa hasta en los sueños, paso a paso, hasta llegar a la casa todos los días, desnudo, en el baño, debajo de la regadera, hablando solo con el jabón y la austeridad?

Sólo nos queda ese recuerdo, la transparencia y el destino de poeta para expresar lo interminable y lo obvio que se eleva por sobre todas las cosas, por más insignificante que sea el hombre o la historia, todo se eleva sobre el mundo y sobre el lenguaje aferrado a la permanencia, a los días, a lo cotidiano y a lo intangible, a lo individual “con una gran melena de flores fucsias”, a lo que está allí y nadie puede expresar hasta que recuerde el nombre de su madre, del padre y de sus hermanos. Están allí, la familia del poeta nos observa. Todos los poemas fueron escritos alrededor de un recuerdo: la incomprensión. Y frente a ese olvido, el poeta se hace carne, horno de barro construido por el padre, pan, “cántaro de carne”, patio y todas las caricias de la madre que le ha enseñado a reír con todos los nombres propios, María, Geraudí, Néstor, Rubén, Griselda, Podálico, y ríen en los poemas, ríen de las dedicatorias, ríen de ingenuidad, de todo lo que han dejado pasar. Hasta los zapatos limpios del colegio y “los charcos que encuentras”.

(¿Dónde estás, Miguel?, preguntaba Vallejo).

Llamar a cada cosa por su nombre y crearlo nuevamente, llamar, llamar, llamar hasta que aparezca, llamar a Miguel, el hermano de César Vallejo que estaba muerto, que ya no jugaba a las escondidas. El poema es esa valentía del poeta, la valentía de seguir buscando hasta que aparezca lo evocado o se escuche que ya no hay nadie, que estás solo con tu contemplación.

“Es una familia de maniquíes
que se acostumbra a la rutina
de ser observados.”

El poeta nos está diciendo que todo es una familia de maniquíes y que la contemplación es lo único que realmente nos acompaña, la contemplación y el deseo de terminar de ver lo que estamos viviendo o soñando, porque entre tanto “morir de costumbre”, como decía Vallejo, el poeta, sin alucinaciones ni azares, el verdadero poeta, ve mares y pájaros en cualquier lugar sobre la tierra.

“El mar se muestra indeciso;
no elige entre hundir o hacerlo flotar”.
O en alusión a un pájaro:
“Has heredado dos milagros
y aún permanece la indecisión”.

Para el poeta nada está en silencio ni creado.

¿Y es lo interminable su canto, su oración, su llamada, su contemplación, los versos como capítulos de una novela corta?, ¿no es ese el “sonido del aire” por el que pregunta nuestro poeta, ese arder de pescado multiplicándose en el oído como aquella muchedumbre sedienta que hace de las montañas y del Sol un cacharro indescriptible pero creado y creador a los ojos del poeta entrañable? Es lo que está en el libro, lo que describe, lo que dicen, lo que recuerdo.

¿Lo que diré (lo que escribo), lo que siento, terminará en estos versos?: “Cristo no multiplicó peces / sino que redujo el hambre de los incrédulos / Me aferro a esta creencia”. Es la vida de Jesús y la de un maestro de castellano y literatura.

Este libro ya anda como peces, va a nuestra boca como una realidad en ese mismo plato sin bordes, y “quién lo contemple / agita con desgano la pobreza del liquido”, la pobreza dibujada en la sala de mi casa, en todas las salas con paredes hechas de sonidos y espera, la pobreza del tener y no tener que deja respirar el aire de las cosas, que quiere confundirse con eso de ser bueno y leer, leer para ser alguien, como decía mi madre, leer para tener libros y leer estos versos: “Sin embargo, solamente le creo / cuando mi sueño se espanta, y repito vueltas en la cama / sin descanso…”… En ese momento llaman al teléfono y lo que parece una llamada desconocida se convierte en una llamada del poeta.

–¿Quién vive? –, pregunto.
Es Néstor quien llama, –dice con su voz de confesionario.

Dirán que calla, que camina, que responde a las llamadas telefónicas con las mismas palabras, pero sería muy sencillo decir que es el mismo que conocemos; yo que lo he visto en un jardín, en una gota de cerveza mientras me habla de Mallarmé, en desayunos con su padre sobrio de volumen y dureza, entre orquestas y pavorreales tan grandes como telas que caen o suben hacia oscuros salones; yo que lo he visto con los mismos zapatos que “parecen ballenas diminutas que han perdido su llanto para comunicarse”; yo que lo he visto en las palabras de un niño perdido en fotografías, sé que algo ha cambiado en él y en la poesía que escribirán todos mis amigos: Contemplativa, entrañable, ingenua, loca, amorosa, irónica, matrimonial y adultera, descriptiva hasta sentir lo confesional, esa es la poesía que ya empiezan a escribir los amigos del ser y del asombro. Allí están los poemas de Néstor Mendoza, que son asombro y agua clara en la tradición de la imagen, curva y sonora como los instantes y los pasos de Eugenio Montejo.

Néstor Mendoza, el corrector de lo que calla, el que barre, pinta, pone ladrillos y limpia las ventanas, escribe estos poemas uno a uno, verso a una cama, a una mujer; verso al café, al miedo, a la abuela; versos al padre, a las puertas, a los puentes y a las llaves perdidas; verso a la esencia fría de las palabras, una a una, abraza y abrasa.

Sentados, ustedes escúchenme recitar algunos de esos versos:

“Cada músculo aprende
desde la infancia su descomposición.
Entre cada tejido la lombriz
hace su trabajo:
alimenta hasta engordar la carne
para estar a punto el día del festín.
Muerte tras muerte, de manera sucesiva,
la lombriz prepara lo que será una gran cicatriz.
Herida y sutura aparecen al mismo tiempo.
—No se oponen, son hermanas—
Es, sin duda, una hermosa lombriz sin cola,
No somos más que un débil saco
de sangre y huesos.
Un parpadeo, un orgasmo.
Y esa lombriz lo sabe.
Es muy puntual, llega antes de las 7:00 a.m.
Saluda amablemente a la carne que pudrirá”.

Termina de escribir el poema como aquél hermano que llega de Londres después de tantos años y nos dice al cruzar la calle: “Give me your hand”. Es un saludo que se queda allí, en la imagen que inspira al recuerdo, en este caso, el recuerdo de la muerte, que ya está allí, en el cuerpo, en cada uno de nosotros, “puntualmente”, como si dijéramos piano, pescado, muerte, lluvia y dudamos: ¿Poemario?, ¿Libro de poemas?, ¿Público?, ¿Campanas de harina?, ¿Retratos?, ¿Agua?, ¿Poemas?, ¿Síntomas?, ¿Charcos?, ¿Palabras?, ¿Imágenes?, ¿Pastoreo? ¡Basta!, son Andamios, como su pueblo, Mariara, o como todas esas patrias, el aburrimiento, el sudor, las sabanas, el café, los pasos, una mujer, María Hernández, un hombre delgado, donde el poeta que habita y nos recuerda que “A veces sueñas que alguien / te da un golpe allí, /un golpe seco y preciso, / y mueres / sin darte cuenta”.

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