Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!

Ana Rossetti y la otra España literaria (Parte I)

Cuando en 1988 Ana Rossetti dio a conocer Plumas de España, surgió una voz omnívora extendiéndose, como un tornasolado mantón, sobre el panorama literario de aquellos años. Hasta entonces, Rossetti había publicado cuatro poemarios: Los devaneos de Erato (1980), Dióscuros (1982), Indicios vehementes (1985) y Devocionario (1986), donde las sexualidades, el imaginario popular, el devenir histórico y los dislates de la fauna urbana habían quedado apuntados; tal cual si la autora hubiese querido plantar la semilla de los temas que germinarían a partir de su primera novela.

Nos hallamos entonces con una voz singular, y un espacio para la celebración y la plétora lingüística, enraizadas en el neobarroco cubano de José Lezama Lima y Severo Sarduy, donde la fruición por la palabra se desbordó por los pliegues del tejido textual, como cuerpo de deseo y deseo corporal. Un cuerpo “tocándose a sí mismo” desde un onanismo puesto a satisfacer la sed del lector por una escritura del derroche.

El desenfado con que, específicamente, este texto se prodiga, seduce a quien se ubica del otro lado, descolocándolo constantemente; pues el punctum o lugar hacia donde apunta la cámara, es decir la otra pluma, para hacerse con la realidad circundante, nunca está donde parece. Travestis, marujas, modernos, infantes perversos, cupletistas, figuras del santoral, chaperos y  admiradores varios se imbrican en el recorrido del protagonista quien actualiza, en su periplo vital, el arquetipo del pícaro español, escurriéndose constantemente a fin de evitar el poder precisársele. 

Por su parte, la voz narrativa no solo hace más resbaladizo este proceso, sino espolea la acción, anclada en una otredad desde donde pulsa el rosario de personajes cuyas entradas y salidas deben más al teatro del absurdo que a un esquema preconcebido. Una representación, en la cual las expresiones propias del folletón y el folletín salpican con salero el argumento, deshilachándose en tanto más se desenrolla la madeja de situaciones, siempre a punto de desmadre, en las que el azar envuelve a Miguel. Miguel buscando —¿qué más?— el amor, en tanto va cruzándose con familiares, amigos, pretendientes, detractores y seguidores por calles, casas, bares, clubs, chiringuitos y retretes, nunca lo suficientemente sugerentes sin embargo como para mitigar su ansia de divertirse y atemperar el aburrimiento, producto de una normalidad de la cual debe huir como si se tratara de la peste.

Y esto es lo que la autora busca con Plumas de España: despejar el terreno de regularidades y costumbres, hasta concebir un universo paralelo donde todo cae y todo cabe, pero nadie sabe ni de dónde viene ni hacia dónde va. Aquí el placer por el placer mismo de la escritura, otorga a los caracteres su dinamismo e intenso potencial para el devenir fetiche, pudiendo el lector coleccionarlos, atesorarlos, clasificarlos y exponerlos en su particular camarín de objetos encontrados, como los mementos de un tiempo coincidente con el espíritu de ruptura y cambio que atravesaba entonces el país.

De ahí que esta novela, a la manera de las expresiones artísticas de la Movida madrileña, contribuyera a llenar el vacío resultante de darle la espalda a la tradición, cual estrategia en que comulgaba la generación creciendo durante el franquismo, para huir de un pasado donde el espectro de la Guerra Civil y los cuarenta años de dictadura, con el consiguiente atraso con respecto a los países democráticos de Europa, aún flotaba en el ambiente y determinaba la actitud de sus mayores.

El choque con lo establecido, que los jugadores fomentan para arrinconarlo en el baúl del olvido, reviste las andanzas de Miguel a.k.a. Milady y sus cómplices, en el carnaval cotidiano donde flotan sus vidas: Julián a.k.a. Madame Patela Sport, Mckarena Stuart, la Veneno, Newsafita, la Tuly Lussión, siempre con la expresión más aguda en los labios, a fin de sacudir el letargo existente y ocupar todos los espacios a su alcance.

El apartamento de la narradora, por ejemplo, transformado en un inventario de desmesuras: “Yo hubiera querido algo como muy de aeropuerto —comentó más tarde, removiendo con la aceituna su dry martini—, pero ya que es imposible quitarte de la cabeza las puertas de capitoné y los centros de marabú, menos mal que has intentado imitar el kitsch hollywoodiense en vez de organizarme un cutrerío carabanchelero. Digan lo que digan, el everlasting luxe es mejor para los nervios que un lumpen new wave por más new wave que sea”.

Del low al súper low fluctúa, pues, la estética de esta primera entrega narrativa de Ana Rossetti —también su persona literaria es una invención en sí misma—  extraviándose y extraviándonos, por obra y gracia del kitsch, en un laberinto de pasiones que, como el almodovariano, propone un ecléctico muestrario de objetos, imágenes, motivos y texturas digno del más asombroso bazar. Rebuscar en él, conlleva recobrar la España de los ochenta como un torbellino de abalorios, no de reliquias; pues desdramatizar el pasado sin nombrarlo, planea igualmente por estas páginas desde los perfumes, revistas, tebeos, jabones, y menaje del hogar, que en su modesta factura simulaban, para el español del franquismo, el high de productos inalcanzables.

Escribir entonces al programa “Reina por un día” para ganarse una olla exprés, ponerse unas gotas de “Maderas de Oriente” a fin de atraer a ese oscuro objeto del deseo que se les hurta, comportarse como las niñas buenas de la revista juvenil Azucena para hacerse con el chico de sus sueños, maquillarse con “Primavera” de Myrurgia anhelando encontrar al príncipe azul o un buen trabajo, que es lo mismo, son destrezas fundamentales en el anecdotario de personajes cuya redención provendrá, justamente, del fervor puesto en adorar a su objeto y no soltarlo.

Ello, luciendo siempre su mejor sonrisa, por supuesto; pues mantener el encanto, aún en las situaciones más desesperadas, es fundamental en quienes, habiendo crecido en una España, húmeda, gris y proclive a la escasez, llegaron a su mayoría de edad ávidos de color, calor y confort, a fin de tachar, borrar, trastocar y desordenar lo existente para construir un país otro.

Atraer, morder, succionar, ocupar, encajar, hendir son, de manera similar, algunos de los alevosos verbos que las Alevosías (1991) de Rossetti explotan con fruición en los textos de su segunda incursión en el terreno narrativo. Esta colección, ganadora de un premio lleno de sugerencias para la estética del kitsch, como fue “La sonrisa vertical” de la editorial Tusquets, vibra con el ardor de las “frenéticas caricias de ametralladora, lengua tentacular, manos reptiles, vulva prensátil y piernas trepadoras reclamando, explorando, penetrando en los desconocidos vericuetos de las sensaciones a la búsqueda de un resorte más”, un delirio más, una palabra más.

Derroche lingüístico, también aquí, dable de extraer lo más secreto de su objeto, ya sea un novicio a punto de rasgar sus votos de castidad, una corte de mujeres entrando y saliendo de compartimientos y cuerpos varios, o un rastrojo de hombres intentando satisfacerlas echando mano a un sinfín de estratagemas y adminículos diversos.

Y si es cierto que “el único medio de acercarse a la verdad del erotismo es el estremecimiento”, tal cual nos indica George Bataille, estos relatos de Rossetti no dejan de sacudir y sacudirse con el temblor febril de un largo orgasmo, para con el cual la reproducción en serie, de ese instante de la “pequeña muerte” de Bataille, kitschifiza todo lo que toca, acaricia, lame y abarca, interviniéndolo. (Lengua)je hurgando, entonces, en su afán de curiosear por entre los pliegues de una escritura dúctil al estímulo de los desenfadados vocablos, seleccionados como valiosas gemas por la autora, y donde lo sexual-textual es la sábana-cuartilla presta a recibir, por sobre todo, la materia que lo constituye.

“La literatura no se compone de anécdotas, sino de lenguaje. Lo importante no es de qué trata el argumento sino la manera como está tratado”, nos dice Rosseti. Por eso en sus textos lo que acontece es, debe reconocerse, el caudal de construcciones verbales, puestas en Alevosías al servicio de lo femenino. Ello será el motor argumental y ente activador de un discurso donde, como las exuberantes mujeres esculpidas por la artista del franquismo Pierrette Gargallo, las palabras se hallan en el límite entre low y high, se nutren del género rosa y anteceden el trabajo de autoras españolas contemporáneas del romance erótico como Rebeca Rus, Noelia Amarillo y Vanesa Vázquez (Sheyla Drymon).

Nela, Eva, Marta, Lola, son algunas de las intérpretes que la autora lleva a lanzarse en estas páginas al placer, con avidez y alevosía, alborozadas al entregarse pero conservando el control sobre el hombre, aun cuando, como en el caso de María, parecieran volverse dóciles en los brazos del amado. Es el síndrome de los “excitados hombrecitos”, que ellas aprovechan a su favor para  hacerse con el poder de lo masculino, en tanto fingen creer en sus promesas de futuro y ridiculizan su virilidad, a fin de “adiestrarlo para un correcto y posterior ejercicio de su papel. Una manía o una pretensión muy femenina de querer encarnar para él la Salud de los enfermos, el Refugio de los pecadores, el Consuelo de los afligidos y el extravío del padre de familia”.

Se busca, así, no compadecer sino endurecer el miembro en su doble acepción; cual instrumento de placer, e integrante consolidado del catálogo de amenidades que ellas despliegan, con objeto de atraerlo hacia su terreno, es decir, al cuerpo del delito. Retozar, abandonarse a él, experimentar, deslastradas de toda culpa, son las metas de quienes participan del festín carnal, nunca lo suficientemente copioso, sin embargo, como para no abandonarse a degustar un plato nuevo necesitando que lo mimen, lo utilicen, lo atormenten, dependiendo del lugar ocupado en el imaginario de las heroínas de Rossetti.

El cruce de sexualidades le otorga igualmente a las historias su particular temperatura, pues se evita precisar, apostando más bien por lo ambiguo y enigmático a fin de no desvelar el misterio del cuerpo mimetizándose con el hábito, el traje, el vestido, el pantalón y, en especial, las prendas íntimas. Ese “tejido de la seducción” que el lenguaje desprende de la piel para exponerla en toda la desnudez de sus vocablos, buscando el efecto teatral justo puesto a llevar al lector voyeur del frío al calor instantáneamente.

La afectación del lenguaje mismo responde a su vez al juego irónico con las particularidades del romance erótico, donde la verosimilitud queda supeditada a los altibajos de la pasión, siempre por encima de cualquier certeza o lógica dentro de la acción. Por eso los finales de estas alevosías son siempre abiertos, y en varios de los cuentos se enlazan a las historias subsecuentes, imbricándolas en una enorme malla dable de ocultar para realzar los órganos y zonas erógenas de la escritura, tal cual veremos en la segunda parte de este artículo.

Hey you,
¿nos brindas un café?