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Óscar González Hernández

El amor de visita – Alfred Jarry

Ya el Expresionismo había dado buena cuenta de la posibilidad del teatro, como motor que impulsara innumerables transformaciones. Sin embargo se quedó estancado en la inclinación constante hacia y por el escándalo, interesado en mostrar el espectro completo de los conflictos humanos, una inmovilidad reflexiva, una falta de aceptar fuerzas distintas a las que se desencadenaban en el interior del ser humano, catalizando solamente ese mundo en el que imperaban la desesperación, lo existencial, el sometimiento enfermizo a las fuerzas invisibles. El panorama, bajo es­tas condiciones, no era de los más claros para el teatro.

Y es que la modernidad comenzaba a ser parte de la vida misma, lo nuevo alcanzaba una extraña fascinación, instauraba otras formas, reemplazaba el pasado. El principio del XX, llevaba irreversiblemente a propiciar un cambio profundo en las relaciones con el mundo, con el ser mismo; la máquina hacía su deslumbrante y alucinante apa­rición, causando en efecto el estupor y el rechazo más delirantes. Había un afán excesivo por experimentar nuevas sensaciones y nadie mejor del “explorador” Alfred Jarry (1837-1907) pa­ra hacerlo, para realizarlo, para adentrarse en la parodia, en el campo del humor, en el contraveneno de la ironía y llevarlos a la escena; porque el teatro estaba ahí, no había nada más que descubrirlo, y este insaciable curioso es quien revela ese desconocido horizonte.

Pablo Turó, en un interesante ensayo, publicado por el Departamento de Bibliotecas de la Universidad de Antioquia, en 1982, decía de Jarry: “… su opción vital fue por una existencia breve, pero cargada vivamente hasta el extremo de intensidades y contrastes, antes que por la prolongación de una existencia apacible y sosegada, ajena por completo a su naturaleza volcánica”. Y es que Jarry mismo decía: “por muy larga que sea la vida, no es más que un retraso de la muerte”; le hallamos pues, en poder de un conocimiento que no excede, que le hace posible utilizar la ironía, la parodia, la burla, buscar en la irreverencia el secreto mismo de la vida, su razón de ser. Para él el teatro era la proyección de su vida, y, solamente desde el momento en que es consciente de ello, el teatro se vuelve él mismo. En el “Amor de Visita” (1898) podemos hallar, en su máximo momento de brillo del imán de lo “absurdo”, en su punto de culminación paródica, el sentido irónico de Alfred Jarry que se particulariza en precisos instantes como estos: “temblaba como la Torre Eiffel en un día de mucho viento”, “Dios mío!, cólicos, ¡cómo para ver la columna Vendome!”, o “plumas de tórtolas invisibles nevaban como en la canción del Sr. Coppée, a no ser de que se trate de otra canción… conozco muy mal mis clásicos”. Por medio de la introducción del “absurdo”, impone de inmediato una nueva forma de aproximación a la realidad; intenta con ello ponerle a la descripción, al detalle del texto, un elemento que proceda a hacerlo detonar; la excitación, la irritabilidad hacen su intervención, pero como factores que rompen la alienación del sentido común: así en “la aprensión en casa del amor” o “en casa de la musa”, cuando dice: “el silencio es un fracaso horrible”. Lucien, Manette y Mannón, dan siempre la impresión de hallarse en posición de delirio, de éxtasis verbal. El teatro de Alfred Jarry descompone el sentido tradicional, contrariando la anestesia y el automatismo en el que había caído lo teatral en su tiempo y en el nuestro inclusive.

Inventor, sin principio ni fin, sin intención hacia la eficacia, sin preparación de una labor para obtener un resultado; no había en él sino una disposición abierta hacia el azar, el sueño, lo absurdo, siendo después el precursor más notable de lo que se llamaría el “teatro del absurdo”, que nunca alcanzó el estado de patafísico, forma teatral que en Alfred Jarry, cumplía con uno de sus más “nobles” propósitos y con una de sus más extremas obsesiones. Lo que él llamó Patafísica, la “CIENCIA DE LAS SOLUCIONES IMAGINARIAS”, posteriormente la realizarían y desarrollarían Daumal, Vian y Queneau.

Por cierto que si había un Ubú para el teatro, también lo había sin necesidad de teatro, porque lo esencial para Jarry no era la representación, él mismo hacía parte indisoluble de la teatralidad. Y como lo decía en el “Amor de Visita”, “el amor es un arte sin importancia ya que se lo puede hacer infinitamente; o a esa pasividad pétrea en la que caen, el hombre y la mujer la llaman amor’; lo femenino y lo sexual enmascarado, disfrazado, abierto pero detrás de una máscara que lo oculta, haciéndolo más deseable, encarnándolo de más voluptuosidad.

Con ello Alfred Jarry, impone una concepción nueva, que empezó a recorrer subterráneamente el teatro hasta el presente, pero que permanece inmóvil, porque el atrevimiento no es la pasión por la aven­tura sino por la estabilidad; su visión teatral, lo maquinal en el sentido que le dio, nos recuerda a Duchamp y a su “Novia puesta al desnudo por sus solteros, Aún”.

Ha imantado todo aquello que toca e irradia interminablemente la luz que le rodeó, porque la de Jarry no fue la con­templación por sí sola, sino una contemplación que insistía en con­ducirse y penetrar por caminos desconocidos, esa que marcará unas pautas, muy particulares, en el teatro moderno. Del mismo modo lo hizo el extraordinario Raymond Roussel, con sus extrañas máquinas en las “Impresiones de Africa”. El teatro de Jarry, aún conserva intacta la materia de su conquista, en la que se patentiza una incontrolada perversión, la ironía como doble, el hu­mor como esencia; calidades que lo hacen actual, en su trascendental influen­cia, ya que siempre escapó a cualquier clasificación, a todo aquello que le hicie­ra perder en una pobre y mediocre “carrera literaria”.

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