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Azucena Mecalco
Azucena Mecalco - ViceVersa Magazine

Entre el amor y la violencia

Desde épocas antiguas, es decir el momento en el que la televisión se volvió parte fundamental de nuestras vidas, se ha analizado el impacto social que tiene ésta para engendrar el germen de la violencia, o fomentarlo. Sin embargo, poco se ha hablado de los otros aspectos que de igual manera moldean la conducta de los seres humanos, tales como las convenciones sociales que utilizamos e incluso nuestra interacción durante el enamoramiento. Los medios de comunicación, antes la televisión ahora el internet, son una parte fundamental de nuestras conductas, de los estereotipos que aceptamos y seguimos, y de las formas comunicativas que adoptamos en cada uno de los aspectos de nuestras vidas. Después de someternos a horas, días, años de exposición mediática continua, y todavía sin la capacidad de asimilar la velocidad con la que fluye la información, terminamos por buscar en nuestro contexto real situaciones y personas sólo posibles dentro del mundo de las pantallas, del mundo virtual.

Pese a que he intentado, sobre todo en tiempos recientes, vivir siguiendo principios lógicos y racionales, una pregunta me atormenta en las noches de insomnio: ¿porqué las relaciones interpersonales resultan tan desastrosas? Ello desde luego tiene una respuesta sencilla: éste tipo de interacciones no siguen a la lógica y menos obedecen a la razón. Aunado a ello, resulta que las relaciones no son desastrosas o problemáticas, en realidad son sencillas, o deberían de serlo, de no ser por un pequeño detalle: los humanos tendemos al drama y el desastre.

Sin embargo, existen factores de análisis a los que vale la pena prestar atención. Por principio los esquemas emocionales siguen una estructura basada en las construcciones mentales que nos forman como individuos y éstas, a su vez, se rigen por esquemas sociales que delimitan, de alguna manera, nuestra formación individual; en una relación de semejanza con el sistema lengua/habla que Roland Barthes describe como “una relación de comprensión recíproca, no se puede manejar un habla si no se descuenta de la lengua; pero la lengua no es posible sino a partir del habla ”.

Es así que construimos esquemas sentimentales que dan forma a nuestros sueños e ideales, pero al mismo tiempo construyen nuestros comportamientos con relación a las otras personas. Pero así como señalaba Karl-Otto Apel “un hombre solo, no puede seguir una regla; de ser así, no existiría la ciencia”; por lo tanto aunque nuestros parámetros sentimentales hayan sido construidos y cimentados no implica que el otro individuo será capaz de comprenderlos, puesto que no es posible crear un lenguaje sentimental general, pero tampoco es posible esperar que la generalidad se ajuste a nuestro esquema individual.

Yo recuerdo perfectamente a quien en el lenguaje amanerado se llamaría “mi primer amor” que no fue otro que Shiryu el dragón, uno de los personajes estelares de Saint Seiya, serial de animación japonesa que se volvería un éxito en México durante los años 90. La razón: mi hermano mayor se apoderaba de la televisión, no podría decir del control porque en aquella época existían las televisiones con perilla. Así que se adueñaba de la perilla y yo me veía sometida a seguir los programas que él prefería, terminando por tomarles gusto. Aunque claro no a todos, jamás me gustó Remi, por ejemplo, su vida era demasiado trágica para complacer a una niña de tres años, sobre todo después de saber que se basaba en una historia real. Sin embargo Los caballeros del Zodiaco, Dragon ball o Ranma ½ formaron parte básica de mi interacción primaria con el mundo, mis formas de concebirlo y por supuesto, el significado y manera de crear e interactuar sentimentalmente con el otro.

No resulta extraño entonces que a estas alturas, pese a haber concluido la universidad, me sigan atrayendo los hombres de cabellos largos y negros, observando totalmente la figura idealizada del caballero de bronce. Menos extraño es si añado que otra serie televisiva que delimitó mis ideas románticas fue nada más y nada menos que Cany Candy, la historia de la huérfana amada por todos y odiada por los televidentes cuando tras encontrar al príncipe de la colina, buscado a lo largo de 115 episodios, decide que quiere vivir sola cuidando huérfanos en el Hogar de Ponny.

Si hacemos un análisis del discurso, y si me decidiera a tomar una figura relativamente equitativa de las condiciones socioculturales que desempeña el papel de la mujer dentro del mundo, diría pues que resulta encomiable que Candy haya decidido que no necesitaba un hombre para sentirse completa, tenía estudios, fortuna y carisma; así pues tomó la decisión de ayudar a los demás con o sin príncipe.

Sin embargo el mal sabor de boca que deja ese final sin beso no se olvida con facilidad (otra consecuencia de vivir bajo los esquemas del romance del cine); más aún si resulta que por casualidad eras seguidora del segundo príncipe en turno: Terrence Grandchester, que sólo para marcar el seguimiento de los roles también cuenta con una despampanante cabellera larga.

Así pues, ¿qué tipo de interacciones se construyen de acuerdo a los programas que vemos? Siguiendo nuestro carácter imitador natural terminamos por buscar las relaciones a lo Candy aunque no seamos huérfanos, el sacrificio de Seiya de Pegaso aunque la diosa sólo exista en nuestra mente. Somos convenencieros, aceptamos las imágenes sin analizarlas, quizá de forma involuntaria o simplemente cómoda, pues es mucho más sencillo lidiar con los finales de los seriales televisivos, creados para captar nuestra atención y mantenernos tranquilos, que enfrentar la realidad: el final nunca llega cuando besas al príncipe, y en ocasiones el príncipe ni siquiera llega.

Visto así, la violencia no es el único factor que debería interesarnos, si pretendemos visualizar las consecuencias reales de la exposición mediática, deberíamos dejar de satanizar a los medios como generadores de violencia física y empezar a analizarlos como modelo de conducta dentro de la interacción general, y nada mejor que empezar con nosotros mismos para saber qué repercusiones hemos sufrido con el paso de los años, sin olvidar que el único camino real es aprender y enseñar a diferenciar la fantasía de la realidad.

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