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El amor a Barcelona de Marta Pessarrodona

“El oficio de escribir, como el arte de vivir, no es un castigo. Porque, más allá, se halla el milagro del nombre de las cosas”. Esta cita de Montserrat Roig, tomada de su texto póstumo Dime que me quieres aunque sea mentira, que Marta Pessarrodona escoge como pie de foto para el libro-retrato por ella realizado como homenaje a aquella autora, da título al primer poema de El amor a Barcelona, publicado recientemente en Caracas por bid. & co. en mi traducción, y establece además el tono, no solo de este libro sino de la extensa e intensa producción poética, narrativa y crítica que, a lo largo de más de cuarenta años de compromiso con la palabra, Pessarrodona ha escrito con eficacia y acierto. Porque esos “nombres de nombres” con que, proustianamente, ella se acerca a su imaginario poético buscando consignar conversaciones, cenas, conciertos, encuentros, con quienes siguen estando ahí a pesar de haber desaparecido, son justamente la única manera que el poeta tiene para poder recobrarlos.

Ya lo dijo Maurice Blanchot: “hay que hablar. Hablar sin poder [para] mantener la palabra”. Es entonces de ese forcejeo, entre el significante y la voz, de donde surgen los textos más fértiles, “más allá” del “milagro” lingüístico del cual escribió Roig. Pues lo que importa no es tanto lo que las palabras per se expresan, sino lo que movilizan y desatan: “emociones” en “Epítome de las Rondas”, “silencios” en “I banish you”, “ausencias” en “Autorretrato en Terrassa, en verano”, “pasiones” en “Aquel verano en el Guinardó”.

Como el Dublín de James Joyce, el Berlín de Christopher Isherwood, el Londres de Virginia Woolf —otras dos de sus grandes pasiones—, el Nueva York de Hart Crane o el Buenos Aires borgiano, la Barcelona de Marta Pessarrodona se articula de modo que sus “parajes” sean siempre memoria para quienes, aun viviendo lejos de ella, puedan devolverse desde el texto y rehacerla.

Si bien en Memòria i… (1979) un poema había estado dedicado a Barcelona, y en su obra poética anterior esta ciudad, sin nombrarla, sombreaba la escritura, es aquí donde se ilumina, cuando empezaron a apagarse “las potentes luces internacionales” de los juegos olímpicos de 1992. Lo cual no significa que otras ciudades —Beijing, Jerusalén, Manhattan— dejen de permear la memoria del texto. Y es que en esta autora la memoria siempre es viajera: de ciudad en ciudad, el poema, tal cual quería Italo Calvino, va haciéndose con el pasado, escrito en las esquinas y calles como en las líneas de una mano.

La reiteración de espacios —“indrets”— que la voz poética recupera, y donde tantos episodios de amor y deseo, encuentros azarosos, desencuentros fortuitos, resuenan con su eco en los recuerdos de esta escritora, se le ofrecen al lector desde una intimidad que le vuelve cómplice y confidente. El poema nos cuenta, así, el drama de la guerra y los exilios forzados, y el regreso a una ciudad ajena, al haber desaparecido los episodios y seres que la hicieron amable una vez. Se hace necesario entonces recuperarla, hacerla propia nuevamente; devolverse al destello de los nombres —Rambla de Catalunya, Ciutat Vella, Guinardó— a fin de reconstruirla y reordenarla, siguiendo el trazado que la memoria ha impreso como un tatuaje en el poema.

El esfuerzo por recuperar lo que la violencia le ha hurtado, proviene de la dinámica de la ciudad misma que, en este nuevo milenio, parafraseando a Manuel Vázquez Montalbán, ha acudido al hedonismo como salida de urgencia para afrontar las frustraciones de la historia. Pessarrodona, siempre vigilante, critica con el tejido de su Barcelona esta actitud, prefiriendo privilegiar la ciudad íntima, con lo cual padres, amigos, amantes encuentran, en el discurso poético, su lugar dentro de ella.

El equilibrio entre erudición y pasión característico en la obra de esta escritora, se consigna aquí desde los intertextos a figuras literarias —Yeats— y de la cultura popular —Patti Lupone—, a lugares sagrados —Tierra Santa— y cafés —Glacier, Oro del Rhin. Binomios donde se contrapone el high y el low pero con una vuelta de tuerca: la concientización política y la crítica al sistema imperante, rebelándose entonces el poeta contra las convenciones, en tanto nos revela su concepción del mundo; su mundo. Pues ella, como Roland Barthes, necesita de sus habitantes para interesarse por la belleza de los lugares, del mismo modo como exige que “el propio lugar del descubrimiento posea su interés y su sabor” —más allá de las modas y las soluciones urbanas de última hora— a fin de hechizarse con una voz, un nombre, ciertas mujeres caminando sus calles, aguardando en el bar de un hotel, organizando una cena para recibir a quien vuelve… Retazos, todos, de una familiaridad a veces teñida de nostalgia, al haberse esfumado el objeto del deseo, el sujeto del cariño; ya que este libro es también un homenaje a quienes han desaparecido pero permanecen indeleblemente inscritos en la memoria del poema.

El amor a Barcelona compendia entonces lugares y hogares, dándoles a ellos y a sus moradores un sitio en la historia. Porque, como nos recuerda Octavio Paz, “el lenguaje que alimenta al poema no es, a fin de cuentas, sino historia”. El que cierra y da título al libro es un claro ejemplo de esta afirmación, al sumariar en sus versos episodios, territorios y afectos que constituyen la petite histoire de su hacedora. Experiencias secretas transformadas en lenguaje incandescente, que Marta Pessarrodona nos ofrece para permitirnos alumbrar mejor nuestra particular manera de estar en el mundo.


Texto leído en la librería McNally & Jackson con motivo de la presentación de esta edición.

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