Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Jeronimo Alayon

Amar con convencida constancia

En estas frías montañas donde vivo, un poco antes de esa primera claridad del día que llaman alba, trina un ave solitaria. En su gorjeo está la infancia de la alegría anunciando el inexorable parto de la luz matinal. Canta contra la última penumbra de la noche. Nadie más la acompaña. Sus gorgoritos rasgan el profundo silencio de esa hora con una constancia que asombra, sin ecos ni respuestas… Y aun así no ceja en su afán.

Escuchándola he pensado en el valor de la constancia, del cual, por supuesto, el ave en cuestión no tiene conciencia, al menos no en el sentido humano. Lo primero en lo que he discurrido es en el hecho de que los hábitos narcotizan nuestro modo de concienciar. Cuando hacemos algo porque estamos habituados a ello paulatinamente se difuminan las motivaciones que dieron origen a la acción, pues la rutina va ganando terreno al discernimiento que nos hace vigilantes sobre aquello que acometemos.

Al respecto, la habituación puede, no pocas veces y paradójicamente, alejarnos de la causa primera, aquella que hizo posible mover la voluntad. Terminamos, entonces, actuando no por motivación, sino metódicamente, sin el motivo que un día hubo, aunque creamos que no es así. La rutina narcotiza la conciencia, por tanto, no hay constancia. Esta supone un hacer concienzudo en el que se mantiene permanente vigilia de los motivos. Llegamos, pues, al punto en el que acometemos las cosas por costumbre, esto es, dado que nos sentimos vacíos si no lo hacemos, pero no porque se llene el sentido de la acción con una razón.

En este sentido, la constancia es apenas posible en el logos de la acción, cuando esta tiene una razón de ser en permanente actualización. Entonces, entendimiento y voluntad se articulan necesariamente dirigidas por el pathos, pues lo constante carece de alma si escasea en ello la pasión. La habituación solo racional es método, pero fecundada por el amor deviene en devoción. Un hábito guiado por el corazón jamás llegará a ser rutinario, puesto que se actualizará renovadamente cada vez, y nunca será factible el cansancio. Alguien que actúa así podrá decir que ama con convencida constancia.

Nuestra querida ave de antes del alba ni ama ni es convencidamente constante ni mucho menos tiene humana conciencia de ello, pero de su constancia podemos emular la perseverancia y asumirla conscientemente otorgándole una razón de ser desde el pathos. Si toda rutina la asumiéramos en esta perspectiva, ¿cuánto del mundo que vivimos cambiaría? Si el mesero encontrara cada mañana un renovado sentido de amor en lo que hace, lo mismo que el médico, el maestro o tantos otros, ¿no tendríamos sociedades más orientadas a la fraternidad de los espíritus y menos cautivas de la competencia y el egoísmo?

Ahora bien, el asunto no termina ahí. El ave de mi relato canta sumida en la última penumbra de la noche. En otras palabras, se trata de la confiada constancia en medio de la invidencia de aquello en lo que se cree y espera. Esa avecilla gorjea esperando el alba, pero la circundan las tinieblas. Ni un atisbo de luz, sin embargo, trina alegre, y yo creo en que el día será posible por el solo hecho de que ella lo anuncia.

Si no nos hemos percatado, ella es la alegoría de la fe descrita por san Pablo en su Carta a los Hebreos: «La fe es la garantía de los bienes que se esperan, la plena certeza de las realidades que no se ven» (Heb 11, 1). Hay en la constancia, por tanto, una fe y una espera confiada de un bien que no alcanzamos a ver, y que las hace posible justamente el amor con el que actualizamos renovadamente cada acto de la habituación. Así pues, y paradójicamente, en esa sucesión de puntos que es la línea de lo habitual, no hay dos actos iguales cuando la voluntad es regida por el amar con convencida perseverancia.

Un último aspecto de mi cavilación en torno del avecilla de mis amaneceres es el hecho de que ninguna otra ave le contesta, ni siquiera de su propia especie. Es un canto solitario y sin retorno. A menudo puedo observar cómo las personas condicionan su perseverancia a cierto tipo de reembolso gratificante. En tal reintegro no hay constancia, sino un deseo vicioso de sentirse retribuido. El amor nunca espera ser pagado.

Amar con convencida constancia supone, pues, ser esa ave de mis alboradas: la línea infinita del amor consciente de sí y de su darse con fe. Pero si nos entregamos así y el amor no espera, ¿cuál es el bien que aguarda con certeza aún en medio de su invidencia? El fruto de su entrega. El amor es intrínsecamente fecundo —o no lo sería—, y en ello radica la razón de ser de la perseverancia: al cabo germinará la luz de un nuevo día y el trino sostenido que lo anunciaba, sin cansancio, luego será memoria fértil y eco en el vientre del tiempo. Amamos perseverantes no para ser amados, sino para engendrar más amor, y este caerá sobre otros como una cascada de luz que quizás ni siquiera lleguemos a sospechar.

Al cabo el ave callará, el día será y en su luminiscencia cada cosa emergerá de la penumbra que antes la guardaba con la hermosura que precisamente hace factible la reverberación de la claridad. La belleza es el eco de la luz que toca el ser del mundo, y es también el más alto reflejo de nuestra alma en el universo. Cuando ambas refulgencias son una, entonces es posible amar con convencida constancia… alba y ocaso en un solo fulgor… eterno.

Hey you,
¿nos brindas un café?