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El mercado fenicio: Amanecer transformado en insecto

Para Antonio Arellano, que insistió mucho -antes de transformarse- en que no olvidara que el conocimiento mítico sigue siendo conocimiento vivo.

Gregorio Samsa, el personaje de La Metamorfosis de Kafka, se levantó una mañana transformado en insecto. Eso tiene mucho de tragicomedia: Gregorio no es humano, no volverá a serlo. No se transformó en mariposa sino en algo que no sabemos qué es, si escarabajo o cucaracha; un ser repulsivo cuya descripción no lo convierte, ni siquiera, en sujeto identificable.

A diario, cuando se habla de procesos de transformación psíquica, se nos inunda con imágenes sobre capullos y mariposas. Todos queremos transformarnos en una, un ser alado y grácil. Casi nadie -digo casi porque hay de todo en el supermercado del Señor- eligiría salir siendo araña o mosquito. Menos, mucho menos, cucaracha. Pero Gregorio se transforma en una -o en algo semejante- y aún así sigue siendo Gregorio, que debe acostumbrase ahora a su nueva forma. El absurdo de la novela no radica -creo- en eso, sino en la naturalidad con quienes lo rodean asumen la transformación. Resulta gracioso y triste. La tragedia de Gregorio es no poder regresar a su estado original. El proceso iniciático que significa todo cambio -y que implica salir, viajar, volver- no termina, esta vez, en Ítaca; no hay regreso a casa. O tal vez sí, tal vez esa nueva forma -desconocida y rara- es el hogar.

Pensaba en Gregorio porque pensaba en los insectos y las transformaciones; en las metamorfosis. Proveniente del griego, la palabra significa ir más allá (meta) de las formas (morfos). Es decir, romper el esquema o molde original, salirse de él, convertirse en otra cosa. Y pensaba en ello porque -tal vez- la imagen que más asociamos a la metamorfosis es, precisamente, la imagen de la mariposa. Para Homero la psique (el aliento vital) era, precisamente, una mariposa; un bello insecto. Aunque lo hayamos vuelto un símbolo un poco cursilón, a casi todos nos emociona ver una: algo en su colorido, en su frágil danza, resulta asombroso y conmovedor. Sabemos todo lo que debe atravesar para llegar allí, las muchas etapas que recorrerá -primero como oruga, luego como larva y finalmente como crisálida- antes de que esa gracia sea posible. Sin embargo, la mayoría de las mariposas duran apenas 24 horas sobre la tierra. Su largo trayecto concluye en un brevísimo deslumbramiento. También del humano se dijo una vez que era una miserable estirpe de un sólo día (1). Quién sabe si no sería incluso más conveniente despertarse transformado en cucaracha, animales capaces de resistir a una bomba atómica, aunque no resistan la avalancha de un chancletazo.

El nacimiento de una mariposa tarda apenas unos minutos. Pero cabe hacer el ejercicio de imaginación y ser una mariposa a punto de salir de la crisálida: el esfuerzo de romper la pared o de segregar un líquido que la desintegre, el no tener espacio, el estar plegado sobre uno mismo. No puedo pensar en las crisálidas sino como pequeños espacios para la claustrofobia. Salir de allí sea, probablemente, un proceso tan liberador como doloroso. Aunque el origen etimológico de la palabra es khrysos, oro, me atrevería a afirmar que, en griego arcaico, estaba emparentado con krinein (separar o decidir) de donde también vienen las palabras crisis y crítica. Las tres tienen una raíz común y eso bien puede decirnos mucho sobre lo que implica transformarse.

Nos gusta invocar cambios. Nos gusta hablar de transformaciones pero transformarse duele. Salir de los huevos -de las crisálidas, de la propia forma, de la casa psíquica que se ha tejido con las más resistente de la materias- duele. Hablamos de ello con ligereza y a diario vemos, en las redes, infinitos letreros hablando de asumir la transformación y el cambio como si eso fuese tomarse un café. A diario mensajes que nos piden acelerar nuestros cambios psíquicos, quemar etapas, porque alcanzar la iluminación parece ser deber, como si eso fuera costura y canto. Como si el Buda no se hubiese sentado un montón de días bajo un árbol y no hubiese luchado contra demonios para finalmente entender que toda experiencia es ilusión. Y quién sabe si ilusión sea realmente una traducción adecuada para maya, esa palabra en sánscrito -lengua muerta y originaria- que nos habla de un velo. De todas formas, ilusión -en nuestro idioma- es una palabra compleja. Y no se trata de que la transformación sea sólo posible a través del dolor. Hay también una alegría en la transformación. Pero la psiquis debe macerar sus contenidos, ser también una danza grácil, ser oruga y luego larva y luego mariposa. Sentarse bajo el árbol. Y eso es, sin duda, un reto. Sin ánimos de ser pesimista, dudo mucho que nos convirtamos en Buda. Ser un humano medianamente coherente me parece un regalo para una vida.

Invocamos dioses y luego corremos espantados. Zeus -dios de dioses- le prometió a su amante Semele que le cumpliría cualquier deseo. Ella -engañada por la celosa Hera quien, disfrazada de anciana había convencido a la ninfa de pedir una prueba de que el amante era el dios- le rogó que se le apareciera en su verdadera forma y, aunque éste se negó y le advirtió el profundo peligro que eso entrañaba, estaba obligado a cumplir. Así que se le apareció a Semele -entonces embarazada- en forma de rayo y la calcinó. De sus cenizas, rescató los fragmentos del bebé Dionisos (podría ser que de Dyos, dios y del tracio nisos, hijo; el hijo de dios) (2)  y los cosió a su muslo hasta que el niño estuvo listo para nacer. Las versiones del mito son muchas y en todas se repite la idea de despedazamiento, de fragmentación. Hay que tener sumo cuidado con lo que uno le pide a los dioses.

Y no en vano quien nace de allí es Dionisos, todo parece indicar que los griegos no construyeron metáforas azarosas. Dios del vino, en su versión popular, es también dios de la pérdida de las fronteras del yo; de lo extranjero y lo extraño. Es el quiebre del límite y de la razón; la locura, la embriaguez en todas sus esferas. Dios también de las mujeres es, sin embargo, quien desposa a Ariadna, traicionada por Teseo y abandonada en la isla Día, cercana a Naxos. Está también vinculado al mito de Perséfone y Deméter y, por ende, a los cultos y rituales agrarios. Son muchas cosas las que podrían decirse sobre él, es -en palabras de Pavese- el que mata riendo. Y los procesos de transformación tienen mucho de dionisiaco.

En el pasaje bíblico de José y sus hermanos y en la novela homónima de Thomas Mann (que desarrolla y embellece ese pasaje) encontramos a un fiel y piadoso Jacob, que ha recibido una bendición. Sin embargo, ser objeto de tamaño privilegio implicará una serie de duras pruebas que demuestran que merece lo que se le ha otorgado. En casa de su tío Labán, Jacob conoce a Raquel, de quien se enamora y cuya mano obtiene a cambio de trabajar durante siete años en la granja del tío. En la noche de bodas, Labán engaña a Jacob y cambia a Raquel por Lya, la hermana mayor, con quien se desposa. Tras descubrir el engaño, Jacob reclama y obtiene la promesa de tener finalmente a Raquel si trabaja siete años más. Con Lya tiene once hijos, con Raquel uno: José, el favorito, el bendito, el Dumuzi.

Lo que sigue es conocido por todos: una historia de celos entre hermanos que concluye en el origen de las doce tribus de Israel; una familia que se despedaza y al mismo tiempo se expande. Las pruebas para Jacob no se remiten sólo a la espera por la amada, abarcan también la muerte de Raquel durante el parto; la pérdida y el reencuentro -ya casi en su ancianidad- con el hijo favorito y la vuelta de éste a casa, siendo hombre y después de que su padre lo creyera muerto. Las penurias de José, desde que es vendido por sus hermanos y durante su estadía en Egipto, tampoco son pocas. Sin embargo, llega a ser un gran hombre, la mano derecha del Faraón.

Pero pedimos bendiciones a diestra y siniestra, revelaciones a los dioses. Y queremos iluminaciones y cambios y nuestra época, cada vez más vertiginosa, nos pide todo para ya, como si Buda no se hubiese sentado…como si todo eso no implicara una dura prueba; una demostración de fuerza y coraje. Olvidamos que la mariposa antes de desplegar las alas, cursísima, pasa largo tiempo encerrada y necesita un mucho trabajo, una infinita paciencia, para romper la envoltura. Vuela un día y se extingue. Se trata de una efímera pero brillante felicidad que es, para ella, toda una vida.

¿Estamos preparados para eso?


(1) Frederic Nietzsche, en El nacimiento de la tragedia.

(2) El origen del nombre es oscuro e incierto, como el dios al que nombra, un dios extranjero, peregrino.

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