En medio de la tragedia del coronavirus, vivimos una época inédita e interesantísima. Aquí, en los Estados Unidos, en los más altos niveles de la consultoría, se manejan tres escenarios posibles. Uno de ellos es el mejor para la economía y el peor en términos de muertes.
En cuanto al endeudamiento, se plantea el problema de la infinitud. ¿Los Estados Unidos y los otros países podrán endeudarse eternamente? ¿Quiénes son sus acreedores? ¿Cómo se llaman y dónde están? Evidentemente son directores y accionistas de los bancos, que viven de lo más bien, aterrorizados por un virus que, como me dijo ayer Pancho Pequeño Pozo —desde Manchay, Lima—, no distingue entre ricos y pobres.
Esto me lleva a otra pregunta sin respuesta: ¿hasta cuándo podrán los gobiernos seguir inyectando dinero para evitar que la población laboral, el proletariado alto —incluidos los médicos— medio y bajo del que dependen no implosione, no muera? Y enseguida se cuajan otras preguntas: ¿Cuál de los escenarios modelados se materializará? ¿Un reino de la supervivencia vigilada, militarizada? O tal vez el temido reino distópico, ya entronizado en los bolsones de miseria de los países desarrollados y en la miseria y la violencia rampantes del África, América Latina y el Asia?
Me acosan los interrogantes y me faltan las respuestas, como es lógico. Pero tanto Francisco Pequeño Pozo, pequeño empresario situado en un pueblo joven del Perú, como yo, vivo y coleando en la ciudad de mi colega Edgar Allan Poe, nos acomodamos para ver el desenlace de esta tragedia, cuya catarsis acaso nos involucre en la acción.
A falta de servicios de salud confiables, Francisco Pequeño Pozo me dice que, solo en su casa a los 73 años de edad, confía en los intereses de un préstamo que le hizo a la bodega de su barrio, pagados en comida. Confía también en remedios folclóricos como el ajo y jengibre, amables al paladar.