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“Agnus Dei: Cordero de Dios”. La otra cara de la religión

Los abusos por parte de algunos sacerdotes, que hasta hace poco habían sido ocultados y minimizados por las autoridades eclesiásticas, en los últimos años han empezado a ser expuestos y denunciados, si bien el castigo a los perpetradores muchas veces se pierde en los laberintos burocráticos de la curia. Agnus Dei: Cordero de Dios (2010), documental de la realizadora mexicana Alejandra Sánchez, condensa muchas de estas percepciones, desde la búsqueda de un sacerdote, por parte de un joven que fue abusado en la infancia y, años después, lo enfrenta para saber por qué actuó de esa manera.

“Para mí Dios nuestro Señor es todo, incluso le digo a él que me saque el corazón y me lo limpie”, apunta la madre del joven, condensando con ello la percepción que gran parte de los feligreses tienen acerca de la religión como dueña de sus cuerpos y donde el sacerdote, cual figura icónica, al ser la representación del Hijo en la tierra es intocable y santificado, poseyendo los mismos derechos de este sobre la carne y el espíritu. Por eso, en el documental, cuando una monja se entera de que cierto sacerdote encarcelado por abuso a menores fue abusado por otros presos, llora al grito de “¡el cuerpo de Cristo ultrajado!”

“Ustedes son la raza elegida”, les recuerda igualmente a los seminaristas el cura encargado de orientarlos en su vocación, citando las palabras de la “primera carta del Apóstol San Pablo a los Corintios”, y exhortándolos, consecuentemente, a ejercer sobre la congregación ese poder, cuyas desviaciones el documental de Sánchez expone. En tal sentido, la confianza que el elegido genera en la feligresía deviene ciega y sin visos de sospecha, quedando, la percepción del abuso, ensombrecida por la fe en los actos realizados por el representante de Cristo. No extraña entonces que la madre del menor, al ver una foto de este desnudo en la casa del sacerdote lo perciba como algo normal, pues “seguramente habría estado nadando en la alberca”.

Esta relación de poder y sujeción intrínseca en las relaciones de confianza entre protagonistas pertenecientes a estratos sociales, culturales y económicos distintos, se magnifica dentro del estamento religioso al estar, uno de los participantes, espiritualmente por encima del otro; algo crucial para garantizar la confidencia absoluta e irrefutable de la víctima en las acciones del victimario. Si esa confianza se quiebra, tal cual le ocurrió al abusado cuando, al volverse adulto, entendió las ramificaciones del daño sufrido a causa de las acciones del sacerdote en quien se había entregado completamente, entonces la relación es corrupta pues no se sostenía más que por el miedo. Un miedo que paralizó por años al joven, haciéndole sentirse culpable, avergonzado e incapaz de articular para sí mismo, sus padres, familiares y amigos lo espantoso de los actos; un miedo, teñido además por el temor al rechazo de la comunidad, si llegaban a enterarse de lo que le había sucedido.

La coacción que la intolerancia de los otros ejerce sobre la víctima fomenta la impunidad del victimario, quien continuará sometiendo a nuevos prospectos a su perverso comportamiento. Pero si lo maligno del victimario es promovido por la indiferencia del colectivo, no es menos cierto que la victoria moral o espiritual de la víctima trasciende lo maléfico, empinándolo sobre el horror para mostrarlo en toda su miseria. Ello quedó representado en el documental en la escena de la confrontación donde el sacerdote, en plano fijo, es cuestionado por la voz en off del muchacho quien, al cruzar el espacio personal del criminal, viola su estatus como intocable y lo ubica al mismo nivel, devolviéndole algo del pavor experimentado en una infancia robada, tal cual asienta durante el intercambio.

Este recurso fílmico le permite también a la directora exponer al criminal a la mirada del espectador y proteger al atormentado, generando un doble discurso con la parte que falta de cada uno: la voz del sacerdote y el rostro del joven. De hecho, aun cuando la voz de aquel se escucha en cámara, se torna paulatinamente ininteligible, no solo por llegarnos entrecortada, sino porque niega las acusaciones entre balbuceos y argumentos inocuos buscando evadir su responsabilidad en el drama. Únicamente la mano moviéndose nerviosamente sobre el sofá delata el estado anímico del inculpado, quien mantendrá el rostro inescrutable, espejeando las representaciones pictóricas de divinidades, canónigos y santos quienes, abstrayéndose mentalmente del entorno, parecieran estar físicamente en otra parte.

Tal comportamiento refleja la actitud milenaria de la Iglesia católica, mayoritaria en Iberoamérica, acostumbrada a correr un hermético velo sobre sus acciones a fin de proteger la privacidad de la curia. Desde el Papa hasta los seminaristas, la impunidad ha sido clave para la sobrevivencia de la Institución a lo largo de los siglos. “Prudentes como serpientes y sencillos como palomas”, tal cual le lee del “Evangelio” monseñor Elortondo al padre Ladislao en el film histórico Camila (1984). Un proceder que no ha cambiado aún hoy, pese a haber salido a la luz parte de los abusos hacia menores en países como Chile y España donde el encubrimiento y protección del clero pareciera estar, hasta hace poco, más allá de la justicia terrena bajo la premisa de que la justicia divina actuará en su lugar.

Si bien cuando Alejandra Sánchez rodó su documental el perpetrador seguía oficiando y victimizando, tras diez años de litigio ha sido encarcelado de por vida; una victoria para el joven abusado y su familia, y un hito dentro de la iglesia mexicana siempre reacia a tratar temas espinosos como la pederastia y el aborto. En tal sentido, aun cuando desde 2007 Ciudad de México haya legalizado este último durante el primer trimestre del embarazo, el código penal solo lo considera legal en caso de violación y en Guanajuato, por ejemplo, se castiga con penas de hasta 30 años de prisión.

Como es constante en Hispanoamérica, la legislación favorece a los grupos más intolerantes de la sociedad que son, justamente, los encargados de dictarla y perpetúan narrativas dogmáticas, favorecedoras de totalitarismos, tanto de derechas como de izquierdas, puestos a someter a la sociedad bajo el signo de una “Verdad única”. Ello potencia el poder de la Iglesia, pues los dogmas constituyen el principio fundacional de la doctrina católica, además de justificar dictados con los cuales manipular a los sectores más vulnerables. Por eso los adolescentes, las mujeres y los ancianos tienden a ser el mejor abono del Jardín de Dios, recurrente como metáfora desde el “Génesis” hasta el “Apocalipsis”, y cuidadosamente fertilizado por sus representantes en la tierra con el sustrato de la ingenuidad, la debilidad y el fanatismo de nuestros pueblos; especialmente en lo que a los rituales, emblemas y pompa eclesiástica respecta.

A los ojos del feligrés, tal iconografía refuerza lo incontestable de los dogmas y la superioridad del clero, y para los futuros sacerdotes se constituye en un atractivo añadido a la vocación. De hecho, las entrevistas hechas por la directora a los jóvenes aspirantes tienen como denominador común su fascinación por el imaginario católico. “Yo desde pequeño fui acólito, y desde entonces me atraían, me llamaban la atención las cosas de la iglesia, los sacerdotes y todo eso”, expresa la voz en off de un seminarista mientras se pone la sotana y se peina con fijador frente al espejo. “Yo he soñado que soy sacerdote, que en la misa de ordenación está un obispo y me está imponiendo las manos y que voy a ser sacerdote”, apunta otro, vestido con una camiseta donde se lee “Propiedad de Jesucristo”, en un juego de plano-contraplano de un altar con el Cristo en la cruz y el plano medio de una virgen ricamente ataviada.

La fetichización de la simbología e instrumentos del culto añade el ingrediente sedicioso que hace a la religión subversiva, fomentando la abnegación y negación de los instintos. “Siempre he visto que mis compañeros se llevan bien con sus amigos, y salen en las fotos abrazados y así; y… yo también quisiera hacer una vida, pero esa es una parte de mi sacrificio”, revela un tercero, todavía debatiéndose entre la exaltación mística y la corpórea, en esta etapa del descubrimiento de la propia sexualidad donde dichos instintos emergen encendidamente.

El marcado erotismo de las representaciones artísticas, la riqueza ornamental y cromática de las vestiduras y accesorios, la profusión de metales nobles y maderas preciosas, el abanico estilístico de los templos entre la frugalidad y el exceso, aportan el ingrediente carnavalesco, deviniendo influencias importantes dentro del espacio cerrado de escuelas y seminarios donde alumnos y maestros conviven. Ello repercute en la psiquis de los jóvenes desorientándolos y forzándolos a adoptar una actitud represiva, fácilmente manipulable por parte de quienes están listos para guiarlos con mano sabia por el camino de (im)perfección, donde el “exceso de cariño”, como grotesca alegoría, desdibuja las fronteras entre lo permitido y lo prohibido.

En el documental, la secuencia de la confrontación sintetiza estas percepciones pues se abre con un plano medio del sacerdote oficiando misa, e intercala fotografías del acto sexual con un plano de conjunto del joven mirándolo oficiar. Ello, seguido de la escena donde se incluye el diálogo entre ambos. “Quiero que me explique qué fue lo que pasó”. “Cuando lo conocí todo para mí fue maravilloso y lo empecé a querer muchísimo, como una figura paterna, pero cuando abusó de mí vino la confusión. Lo único que hice fue quererlo con locura”, confiesa la voz en off del abusado. “Si tú quieres, fue un exceso de cariño”, responde a la cámara el abusador.

El modo como la cineasta incorpora a la diégesis los símbolos del ritual católico, los testimonios gráficos y las directrices de la conversación exponen la ambigüedad emocional del acusador y la actitud de superioridad del acusado —quien se siente aún amparado por dichos símbolos y, por tanto, exento de rendir cuentas de sus actos a un antiguo monaguillo, en quien volcó aquel “exceso” cual marca de distinción por ser el escogido.

“Me robó mi infancia, padre, me empujó a vivir algo que no tenía que vivir en ese momento”, prosigue el acusador, dejando al acusado incapaz para argumentar razones o pedir disculpas. Ese silencio, sin embargo, resulta ser muy elocuente pues revela la magnitud de un daño para el cual no hay sanación ni olvido. Aquí el trauma psicológico motoriza el deseo de justicia del joven, quien ha logrado rehacer su vida afectiva con una mujer y tener un hijo, pero continúa estando asediado por las memorias del abuso.

El victimario, por su parte, busca encubrirse tras el discurso religioso a fin de restarle importancia al sufrimiento de la víctima y distanciarse de las implicaciones materiales y legales que acarrean los actos cometidos. Algo difícil de lograr en esta contemporaneidad, sin embargo, cuando las víctimas están siendo escuchadas y, en un número creciente de casos, los culpables han sido castigados y sentenciados, como lo demuestra la condena al sacerdote implicado en 2018.

De hecho, los años transcurridos entre la realización del documental y el éxito de su propósito, son testigo del activismo creciente de muchas Asociaciones fundadas para exponer a los explotadores y reivindicar a los explotados quienes, gracias a las nuevas tecnologías, reciben un apoyo solidario y una cobertura mediática imposibles de alcanzar antes de la era digital. Ello ha sido fundamental para que cada vez más víctimas hayan logrado sobreponerse al miedo, sobre el cual se apuntalaba el silencio, y hayan empezado a contar abiertamente sus experiencias.

No obstante, las reacciones de las autoridades eclesiásticas ante tales denuncias en muchas ocasiones han buscado encubrir a los culpables o trasladarlos a otra diócesis y recomendarles penitencia para purgar su pecado. “El problema de la iglesia católica no es que haya sacerdotes que abusan; eso es un problema humano. Lo específico de la Iglesia es la forma sistemática de proteger a los abusadores”, apunta un exsacerdote, recalcando el sectarismo de una Institución propensa a replegarse sobre sí misma, pues sabe que en ese hermetismo está la clave de su sobrevivencia a lo largo de la Historia.

El modo como los archivos con las pruebas de los abusos son silenciados desde adentro con el apoyo de grupos políticos y económicos, evidencia los mecanismos de represión que los sectores más intolerantes de la sociedad utilizan para conservar su poder y ejercerlo sobre quienes disienten. La Iglesia se afirma en ellos y, de este modo, puede tachar a los disidentes de maquinar complots contra ella, a través del supuesto acoso a sus sacerdotes a fin de desprestigiarla.

El número creciente de denuncias es, ciertamente, el mejor barómetro a la hora de hacer un balance y, en este sentido, los medios de comunicación están cumpliendo una labor fundamental para crear conciencia, borrar el estigma del abuso y estimular a las víctimas a abandonar su silencio. Ello, sin embargo, no garantiza que la iglesia católica en Iberoamérica colabore voluntariosamente con la investigación, tal cual lo ha hecho la norteamericana, la alemana, la francesa o la irlandesa; probablemente porque la influencia milenaria de aquella sobre las vidas y las conciencias de la gente, amén de su ascendente sobre las cuestiones de Estado y su enorme patrimonio, dificultan una toma de decisiones donde está en juego su riqueza, prestigio y ascendente sobre figuras clave de la vida nacional.

El éxito obtenido hasta ahora para perseguir y encarcelar a los culpables, debe reconocerse, es muy relativo pues los obstáculos legales interpuestos por la Iglesia y el temor a ventilar el horror por parte de la gran mayoría de abusados dificultan el trabajo. “Resulta razonable pensar que hay centenares de miles de víctimas en todo el mundo”, recalca uno de los torturados afiliado a ECA Global, una “organización de activistas en derechos humanos y sobrevivientes de 17 países en cinco continentes, centrada en los niños y los derechos de las víctimas para obligar a la Iglesia a que acabe con el abuso clerical”. Algo que demuestra cuán necesarios son el activismo y las redes sociales para diseminar la información y llegar hasta hombres y mujeres que fueron victimizados cinco o seis décadas atrás, pero nunca encontraron un interlocutor con quien vocear la tortura a la cual fueron sometidos y con la que han vivido en silencio a lo largo de su existencia.

Agnus Dei: Cordero de Dios es prueba fehaciente de la importancia del género documental para crear conciencia, en torno a asuntos tan urgentes como la pederastia dentro de la iglesia católica, pese a las trabas que la intolerancia institucional y social ejerce sobre los denunciantes, en un contexto frágil a los abusos, dada la precaria situación cultural y económica de las víctimas, unido a su incuestionable fe en los representantes de Cristo sobre la tierra. El hecho de que, por primera vez en Ciudad de México, uno de estos representantes haya sido condenado a 63 años de prisión, arroja una luz de esperanza sobre los cientos de víctimas todavía ocultas entre las sombras del temor y la vergüenza; dos variables con las cuales los abusadores y la Iglesia misma cuentan para minimizar el daño sobre ellos y sobre la Institución.

Temor y vergüenza, entonces, que la maquinaria del poder fomenta mediante mecanismos de represión, no solo sobre las víctimas sino sobre sus familias, viéndose muchas veces en la obligación de cambiar de barrio, ciudad, estado o país con tal de escapar a las murmuraciones y a la huella del prejuicio; si bien el cuadro clínico de depresión puede llevar al abusado a la bebida, como fue el caso del protagonista del documental, o, incluso, al suicidio.

Todavía queda mucho camino por andar, pero la creciente concientización de la sociedad y una mayor comprensión hacia quienes han sido victimizados, son pruebas fehacientes de que documentales como este pueden salvar muchas vidas y hacer justicia para quienes se creían irremisiblemente abandonados “a la buena de dios”.

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