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Afato

En 1304, el filósofo español Ramón Llull publicó un curioso libro bajo el título De ascensu et descensu intellectus (Ascenso y descenso del entendimiento). Digo «curioso» porque su autor hacía alarde de un abigarrado ejercicio de lógica metafórica en escalas que, incluso hoy, sorprende. En su obra, Llull habla del afato, un sexto sentido que él añade a los consabidos cinco, pero que nada tiene que ver con el sexto sentido de los ocultistas.

Llull define el afato como «el natural medio de que el entendimiento perciba y explique sus conceptos».[1] También advierte que sin el afato «no puede haber perfecta ciencia ni tenerse de las cosas».[2] Para Llull, el entendimiento debe ascender y descender en una serie de escalas en las que, en la medida en que percibe las cosas, produce conocimiento. El proceso de apelaciones va así desde la materia hasta la intelección pasando por la percepción, la imaginación y la abstracción.

Desgranémoslo mejor. En la concepción llulliana, primero percibimos la realidad (operación sensitiva); luego, la imaginación establece las semejanzas y diferencias, tanto en la realidad percibida como en la relación entre esta y otras realidades. Este ser imaginado se entrega a la razón, por medio de la cual se hace abstracción de la realidad haciéndose finalmente inteligible.

Así, si veo una mesa (materia percibida por el sentido de la vista), inmediatamente la concibo como una imagen, esto es, la imagino,[3] y al hacerlo, me percato de sus accidentes y esencia, de cuánto se parece o no a otras mesas. Es este un proceso ascendente del entendimiento; pero una vez que alcanza el grado de intelección, desciende a la realidad percibida para conocer; en ese instante, conozco como propias de la mesa sus cualidades, las que definen su ser.

Ahora bien, el afato sería el sentido por el cual aquello que percibimos se transforma en un discurso íntimo. En este punto, Llull es esencialmente agustiniano, pues coloca el pivote del mecanismo en el homo intimo, el hombre interior. El conocimiento de la realidad debe transformarse en un lenguaje interior antes de ser lenguaje exterior. Este discurso íntimo es, además, único, y se carga de su propia especificidad al exteriorizarse. Nombrar el mundo, en Llull, es la consecuencia de interiorizarlo, de apropiárselo categorialmente.

Desde este punto de vista, el nombre tiene una función crucial: es la materia lingüística que simboliza el mundo aprehendido. Nombrar es conquistar. En la medida en que asumo como inteligible el mundo y consigo convertir esa intuición verbal en discurso, soy dueño de una perspectiva, ya que me he puesto de pie en algún punto de mi interioridad para entender y verbalizar no solo el mundo, sino una óptica de él.

Tenemos, por tanto, desde la perspectiva de Llull, un lenguaje interior y otro exterior que, además, deberían estar en consonancia para que lo percibido sea correctamente explicado y así haya una pertinente ciencia (conocimiento) de las cosas. En otras palabras, el sentido del afato queda por defecto anulado cuando mentimos, somos hipócritas o deshonestos. Sin honestidad, no es posible el afato porque este es una vía a la aletheia, al desocultamiento de la verdad.

Hemos hablado hace poco, en otros artículos, sobre Heidegger, así que volviendo a Ser y tiempo, y cruzando al filósofo alemán con el español, no sería descabellado decir que el afato es el sentido por excelencia del Dasein heideggeriano. Para Heidegger, el Dasein, entre las muchas definiciones y descripciones que hace de él, «tiene, más bien, en virtud de un modo de ser que le es propio, la tendencia a comprender su ser desde aquel ente con el que esencial, constante e inmediatamente se relaciona en su comportamiento, vale decir, desde el “mundo”»,[4] y un poco antes ha afirmado que «ciertamente a su modo más propio de ser le es inherente tener una comprensión de este ser y moverse en todo momento en un cierto estado interpretativo respecto de su ser».[5]

Este «estado interpretativo» es, en parte, el afato. Percibir la realidad y hacerla inteligible es la primera operación del afato, la del ascenso del conocimiento; luego vendrá el descenso del conocimiento, esto es, el encuentro de la intelectio con el mundo y el consecuente surgimiento del conocimiento; hay, sin embargo, una tercera operación afática sin la cual dicho sentido no está completo: la verbalización, el lenguaje exterior, pues las dos primeras operaciones se corresponden con el lenguaje interior.

Si bien la teoría de Llull es muy antigua y hasta pudiera lucir anacrónica (además de prácticamente olvidada por la filosofía actual), no lo es cuando la miramos a la luz del pensamiento contemporáneo. Más allá de lo estrictamente académico, tiene aplicaciones e implicaciones prácticas en nuestra vida cotidiana.

Si, por ejemplo, antes de construir el lenguaje exterior con el que criticamos ciertas realidades, nos preocupáramos por hacer el ascenso y descenso cognitivo que propone Llull, esto es, por elaborar un lenguaje interior, una intelección del mundo, es probable que nuestros juicios y análisis fuesen más pertinentes. No hay manera de forjarse un adecuado criterio de las cosas sin poner en práctica el afato. El afato es, por decirlo así, el lazarillo de un criterio equilibrado.

Por otra parte, no pocos problemas se derivan de una percepción e interpretación deficiente del mundo (por carencia de rigor intelectual y elementos de juicio) y, aun más grave, de una peor explicación de dicha interpretación. Sin herramientas para el rigor lógico y verbal, no puede haber un lenguaje interior y exterior funcional. No hay afato sin competencia lógica y lingüística.

Finalmente, y este creo que es el sentido profundo de Llull, el conocimiento solo queda justificado por el otro a quien lo comunico. Así que hay en el afato un fin último que es filantrópico en sí mismo: el hacernos. Cuando me preocupo por entender el mundo y explicarlo a otros, ya estoy cambiando el mundo. Hablar es modificar el mundo.

Entender el acto de habla desde esta perspectiva lo torna grave. Cualquier conversación, por sencilla e ingenua que parezca, será un input en el sistema cognitivo del otro que, a su vez, modificará la calidad de su output, y este último seguirá en cadena. Hablar es, por tanto, hacerse partícipe del eco de humanidad que comenzó con la primera conversación en el Pleistoceno.

El afato es, en definitiva, el sentido que nos permite mirarnos desde la otredad, saber que no solo soy, sino que somos; y ello supone grandes dosis de una generosidad que solo es posible cuando percibo, interpreto y explico al otro como el yo que alguna vez pudo o podría ser. Ciertamente, cuando miro el mundo, hay múltiples posibilidades de él en mi sola mirada porque el afato es también un sentido plural. Entonces, el mundo se ensancha en mi lenguaje interior hasta desbordar sus propios límites. ¿Por qué negarle luego tal trascendencia en el lenguaje exterior? Hablar es, también, la medida exacta de nuestra estatura afática.


 

Jerónimo Alayón Gómez: Poeta, narrador y ensayista. Editor independiente y corrector textual – https://jeronimo-alayon.com.ve/

 


[1] Ramón Llull, Libro del ascenso y descenso del entendimiento (Barcelona: Orbis, 1985), 23.

[2] Ibíd.

[3] En términos llullianos. No en el sentido en que Samuel Taylor Coleridge, en Biographia literaria (1817), concebía la imaginación como poder esemplástico, esto es, como poder creador/recreador. Para Llull, la imaginación es un espejo de la realidad.

[4] Martin Heidegger, Ser y tiempo, trad. y ed. de Jorge Rivera (Madrid: Trotta, 2003), 26.

[5] Ibíd.

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