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Absolut Zapata

Genio total. Este año ha comenzado con la triste noticia del fallecimiento del Maestro Pedro León Zapata, quien ya tenía tiempo confrontando duros problemas de salud, había sido sometido a varias intervenciones cardiacas, e incluso había perdido el habla. Su esposa Mara, me deslizó en una fiesta -el año pasado-, que Zapata usaba caricaturas viejas, y dictaba -vía escrita- el texto que debía acompañarlas.

Conocí a Zapata cerca del año 2001. Preparaba mi tesis de pregrado: un reportaje investigativo, sobre el proceso de beatificación del doctor José Gregorio Hernández. Esa diosa de la gerencia cultural, que se llama Sofía Ímber, había organizado poco antes en el Museo de Arte Contemporáneo (Macsi), una muestra colectiva, en torno a la figura de El Venerable. La muestra se llamó “Gracias, José Gregorio”.

En esa muestra había algunas obras de Zapata, para quien José Gregorio siempre fue un punto de interés. El caso es que el Ateneo de Caracas presentaba, en los Espacios Cálidos, una muestra de Zapata, titulada “Un problema llamado familia”, si mal no recuerdo. Eran caricaturas de Zapata, alusivas a la franca fractura de la familia como institución, acá en Venezuela.

Reportero bisoño, de apenas 25 años, ya había dado –no obstante- mis primeros pasos en el oficio. Así que le monté cacería a Zapata en el Ateneo de Caracas, lo abordé, y le dije que quería entrevistarlo. “Búscame tal día, a tal hora, en el Museo de Arte Contemporáneo. Estaré dando clases de dibujo. Ahí te atiendo con más calma, y nos ponemos de acuerdo”, me dijo.

Así fue. El día y la hora acordados, me acerqué hasta el Macsi, y allí estaba Zapata, rodeado de sus alumnos, recorriendo cada pupitre con la serenidad de un fraile. Hizo un alto en la clase, y se sentó conmigo en una esquina del salón, donde conversamos largo rato. Estaba supuesto a concertar la fecha de la entrevista, y despedirme, pero la cosa terminó siendo más larga.

Resulta que ese mismo día, la artista plástica Rafaela Baroni –cuya obra gira entorno a la iconografía católica, entre otras cosas, más bien desde el kitsch-, protagonizaba en el Macsi uno de sus celebrados happenings. Baroni había adoptado como línea de trabajo, este tipo de puesta en escena, siempre recreando una boda de pueblo. Llámalo humor, sátira, encanto chic.

En esta boda, Baroni –sobre los 70 años- se casaba con un muchachito, Zapata hacía de cura, y yo terminé siendo uno de los padrinos. Usamos una de las salas del Macsi, y entre los visitantes al museo, fueron escogidos los pajes, el cortejo, etcétera.

Dicen que muchacho no es gente. Por eso, el día en que iba a entrevistar a Zapata, llegué a su casa 30 minutos antes, y toqué el timbre de su pent house, ubicado en la urbanización La Florida. “Oye, ¿no te dije a las tres? Yo estoy almorzando”, dijo a través de la bocina, este genio del mal genio. Hubiera deseado que me tragara la tierra. Pero esa no sería la única lección del día.

Volví a las tres. Subí y me recibió en la sala de su casa. Me largué con una perorata, sobre los espacios públicos internos, los murales callejeros, el discurso visual de la ciudad, la Santa Sede, nosequiencito, la guerrilla sandinista, y un largo -pero infausto- rosario de lecturas dispersas. Zapata callaba y me miraba. Hasta que perdió la paciencia: “¿Tú no me vas a dejar hablar?”, disparó, y me calló la boca.

El cuento es que, según Zapata, el problema con la beatificación del doctor Hernández, es –a todas luces- un problema de diseño: “¿Cómo le van a poner la aureola, con ese sombrero?”, concluyó, y me acompañó hasta el ascensor.

Tiempo después, me tocó volverlo a ver. Esta vez, mi trabajo era el de productor de un espacio radial, llamado Exceso Radio, es decir, una versión radial de la revista Exceso –capitaneada todavía por Ben Amí Fihman, quien luego me contrataría como reportero-, que conducía -para la emisora RCR-, el colega Roger Santodomingo.

La idea era llevar un entrevistado de Exceso, a comer a algún restaurante, y grabar una conversa, durante el almuerzo, hablando del texto publicado, en compañía del reportero que firmaba. Utilizamos el restaurante Palms, dirigido por la cocinera Helena Ibarra, en el Hotel Altamira Suites.

Un par de años más tarde, mientras era periodista de la revista Producto, Zapata fue jurado de un concurso de diseño para obtener un logo emblema de los 25 años de la publicación. Por esa fecha, ya la salud de Zapata comenzaba a deteriorarse. Su familia tuvo que organizar una subasta, con sus piezas más valiosas, para costear el tratamiento médico de Zapata. Pero dio la lucha varios años más. Y no paró de publicar -como pudo- su caricatura diaria en el matutino El Nacional.

Mentiría si digo que fui amigo de Zapata. Fui algo más importante que eso. Un secreto discípulo, un admirador a rajatabla, un joven reportero que aprendió de él lo más importante: el arte de callar. Queda su obra, inmensa, genial, invaluable. No sé si creía en Dios, pero se debe haber llevado una sorpresa. A Dios le encanta que lo hagan reír.

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