Estrenamos mayo, 2021 avanza y todavía es un poco 2020. Tenemos planes sin hacer, ropa sin estrenar, álbumes de fotos sin organizar, medias en su estuche original, maquillaje aún precintado, citas pendientes. Todavía han de celebrarse los Juegos Olímpicos 2020, no hay ganador de la Euroliga de Baloncesto del año pasado, ni de la Eurocopa, ni de la Copa América. Parece que el tiempo pasa rápido y al mismo tiempo, no pasa.
Tenemos nuevas cajas, el precinto aún fresco, sabemos dónde están. Contienen las pertenencias de los fallecidos por este virus picudo de nombre engañoso y pesan más de lo que ocupan. Ingresas una hermana, un amigo, una esposa o un padre y recibes una caja. Es alienante.
Nos probamos el pantalón que compramos el año pasado, cuando aún la palabra pandemia parecía sacada de la Biblia. Sigue sin estrenar porque ni nosotros nos miramos de cintura para abajo. Además, el coronavirus pasará pronto, habrá mejor ocasión, pensábamos. Es raro, aún luce la raya perfecta y tiene el agujerito de la etiqueta, aunque lleva meses en el armario.
Nuestro salón está mejor organizado que hace un año, aunque mucho más lleno. Ya no hay sorpresas debajo de los cojines del sofá, hemos cambiado la manilla que sonaba y, sorpresa, funcionan todas las bombillas.
Las empresas que venden material de reformas y jardinería en Alemania obtuvieron ingresos récord el año pasado porque muchos nos dedicamos a cambiar las manillas (¡por fin!), retirar las cortinas tan horribles que habíamos heredado, reconvertir habitaciones o transformar nuestro balcón en los Kew Gardens. Incluso tienen un término para lo que hemos estado haciendo todos estos meses de confinamiento, ‘cocooning’. Cada uno envuelto en su crisálida, alimentado por el tubo de Internet.
Dentro de la crisálida se han desarrollado michelines, barriguitas y papadas. Lesiones en el talón relacionadas con meses de andar en zapatillas. Masas tupidas de pelo donde antes había desierto. Nucas deforestadas, más que rasuradas, flequillos cortados con regla y tintes de varios colores en una misma cabellera. Y muchos miedos y silencios.
A medida que descuidábamos nuestro cuerpo, reparábamos nuestras paredes como una segunda piel que nos protegía de la oscuridad exterior. En los primeros meses de confinamiento, algunos supermercados de la construcción se quedaron sin taladros, brochas y palas de jardín. Si el mundo se empeñaba en enseñarnos su cara más áspera, nosotros nos concentramos en embellecer el agujero más profundo para encerrarnos en él.
Pero el tiempo pasa, los árboles mudan la piel, incluso aquí, en Múnich, donde el blanco de los cerezos se ha mezclado con el de la nieve esta primavera, en el mes de abril más frío de los últimos cuarenta años. Vuelven los anuncios de las compañías aéreas y las cervezas, mostrándonos gente con la sonrisa al aire, que se toca, comparte.
Es necesario salir, tomar distancia en la medida de lo posible, agarrarse a las lianas que la vida nos va tirando para seguir en movimiento. Esto no significa olvidar, pero sí tomar perspectiva. Aprender y dimensionar la catástrofe, y ante todo no rendirse para poder recuperar el espacio social que es nuestro, porque ahí afuera hay quien ha aprovechado esta encapsulación, cada uno en su crisálida, para ensuciar nuestra plaza común y sembrar la polarización y la violencia sobre la que ellos trepan. Son parásitos que se nutren de nuestra principal fortaleza, nuestra capacidad de convivencia.
Friedrich Nietzsche fue un gran pensador, todos lo sabemos, pero además un magnífico escritor. La enfermedad que sufrió en sus últimos años, con dolores de cabeza y una casi ceguera, le hizo escribir de forma condensada, cada palabra una montaña, casi en perfectos tuits. Él habló de la necesidad de apartarnos de la costa de nuestro presente, adentrándonos en el mar de visiones anteriores del mundo.
“Mirando hacia la costa desde esa perspectiva, exploraremos por primera vez toda su forma y, cuando nos acerquemos de nuevo, tendremos la ventaja de pensarla entera, mejor que aquellos que nunca la abandonaron”.
Cuando llegue el momento y estemos vacunados los que queramos estarlo, estén protegidos los que no se pueden proteger a sí mismos, es necesario que salgamos de nuestras crisálidas y nos encontremos ahí afuera, reclamando el mundo real que nos corresponde.