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A los sesenta años de Marcelino, pan y vino: Las voces infantiles y juveniles en el cine del franquismo

El fenómeno de estas voces representadas fundamentalmente por José Jiménez Fernández (Joselito), nacido en 1943, María de las Heras (Rocío Dúrcal) (1944) y Pablito Calvo y Pepa Flores (Marisol) ambos de 1948, tuvo su mayor auge entre mediados de los cincuenta y mediados de los sesenta, es decir, durante los años cuando el franquismo se abrió al exterior, con el ingreso de España en las Naciones Unidas en 1955. E internamente, con la rearticulación como estado católico, confirmada por el Congreso Eucarístico de 1952, y como nación “progresista”, con el despegue de los años cincuenta; obra fundamental de dos miembros del Opus Dei: Alberto Ullastres y Mariano Navarro.

Estos supernumerarios de la Orden, se incorporaron al gobierno en 1957 como ministros de Comercio y Hacienda respectivamente, rodeándose de equipos en los que era patente la presencia de una nueva generación de economistas y técnicos comerciales del Estado, responsables de elaborar un plan de control de la inflación y estabilización, que empezó a trazar una política moderna de desarrollo basada en la industria, el comercio y, sobre todo, el turismo.

La simbiosis entre catolicismo y desarrollismo se evidenció, dentro del cine, en películas como Marcelino pan y vino (1955) con Pablito Calvo; El ruiseñor de las cumbres (1958) y Aventuras de Joselito en América (1960) con Joselito; Ha llegado un ángel (1961) y Marisol rumbo a Río (1963) con Marisol; y Canción de juventud (1962) y Más bonita que ninguna (1965) con Rocío Dúrcal. Ello, en un momento cuando la represión y la censura pocos espacios dejaban para la formación de una vanguardia fílmica alternativa.

Y es que si en Italia Federico Fellini, Michelangelo Antonioni, Vittorio De Sica, Luchino Visconti y Pier Paolo Pasolini redimensionaban en su producción de aquellos años el neorrealismo de postguerra; en Inglaterra Jack Clayton, Karel Reisz y Tony Richardson reproducían fielmente los conflictos sexuales y de clase; y si en Francia François Truffaut, Claude Chabrol y Jean-Luc Godard se abocaban a un cine personalista y contestatario, comprometido con una generación puesta a rechazar los patrones sociales establecidos, en España solamente había espacio para producciones que popularizaban el folklore, acudían al melodrama cual simulación del cine de Hollywood, o aleccionaban al espectador con el moralismo de sus éxtasis místicos.

Muerte de un ciclista (1955) de Juan Antonio Bardem, y Carlos Saura con Los golfos (1959), su primera película —eco quizás del grito que con Los olvidados desde el exilio mexicano Luis Buñuel había dado nueve años antes y Antonio Nieves Conde retomó con Surcos en 1951— eran algunas de las escasas alternativas a un cine privilegiado, no obstante, por el gran público, pues le permitía evadirse a esa realidad a la cual aludía el cine europeo de vanguardia

Marcelino pan y vino, dirigida por el cineasta húngaro Ladislao Vajda, cerró el ciclo de las películas netamente religiosas que, desde principios de los años cincuenta, la Iglesia había apoyado a través de la productora Aspa Films, y entre los que se contaba Barrabás (1950) de Nieves Conde, y La Señora de Fátima (1951), Sor Intrépida (1952) y La guerra de Dios (1953) todas ellas de la mano de Rafael Gil.

La película se convirtió, según la revista Fotogramas en “el mayor éxito mundial que jamás haya alcanzado una película española en la historia”, compartiendo honores con Muerte de un ciclista en el Festival de Cannes de 1955, donde el film de Bardem se llevó el Premio Internacional de la Crítica y Pablito Calvo una Mención Honorífica, además de ser recibido en audiencia especial por el Papa Pío XII.

Es interesante destacar también que, a diferencia del resto de la filmografía infantil del franquismo, Marcelino pan y vino ha mantenido su popularidad a través de los años, inspirando remakes en países como Filipinas (1979), dirigida por Mario O’hara, Italia (1991) bajo la égida de Luigi Comencini y a fines de 2010 en México, en la dirección de José Luis Gutiérrez y ambientada durante la Revolución. Además de mantener un nutrido grupo de fans en la red; especialmente desde la página www.Gloria.tv, que opera bajo el lema “the more catholic the better”. Un lema que seguro habría contado con la bendición del Glorioso Movimiento Nacional y su brazo derecho, el Ministerio de Información y Turismo, creado en 1951 para mantener a raya la oposición cultural hacia el régimen. Ello, además de fomentar una imagen atractiva de España que atrajera la inversión foránea, y a los extranjeros en busca de sol y paella.

La película de Vajda se abre con un encuadre narrativo donde un joven fraile, interpretado por Fernando Rey, le explica a una familia campesina cuya hija está enferma, la historia de San Marcelino. Y la explica como “un cuento para la niña y un cuento para los padres”, a fin de ser consecuente con la imagen de ese jardín de infancia donde el franquismo pretendía mantener encerrado al pueblo español, a fin de borrar su conciencia histórica y la memoria que la Guerra Civil no había aniquilado totalmente.

Espejeando la aridez del paisaje de después de la batalla, Vajda nos ubica en un monasterio de esa España profunda —ácidamente satirizada en producciones como Bienvenido Mr. Marshall (1952) de Luis García Berlanga— en el que doce monjes crían y educan a un niño abandonado a sus puertas al poco de nacer. Una fotografía donde resaltan los primeros planos de Marcelino, fuertemente iluminados por los reflectores del catolicismo, y los travelling a través de espacios donde se moviliza la intimidad monacal, le permiten a Vajda articular la diégesis, en torno a la figura del infante, como una fábula.

“Come la tortilla y come mucho pan”, “un buen niño debe orar”, canta la voz en off, mientras la cámara sigue a los frailes en sus labores “maternas” de vestir, alimentar e instruir en el catolicismo al protagonista. “Marcelino será un guardia civil como un castillo”, predice también el capitán de la tropa acantonada en el villorrio, y quien, a pesar de representar a un militar de la época posterior a las guerras napoleónicas, por obra del décalage propio del kitsch temporal llevado aquí a lo grotesco, parece más bien un jefe de la Guardia Civil franquista.

Será sin embargo en las escenas puestas a documentar el proceso y consumación del “milagro”, donde esta estética se haga realmente fértil, cuando en aras del sentimentalismo, la manipulación a la cual se sometió a Marcelino hiciera de él depositario idóneo del kitsch inconsciente, y que como tal fuera idolatrado por el gran público a la manera de un objeto sacralizado. Por su parte, el Cristo crucificado, cual imagen sacra por excelencia, al humanizarse perdió, a los ojos de un espectador capaz de guardar una distancia irónica, su poder icónico y se identificó más bien con ciertas prácticas nada santas a las cuales se han dedicado algunos miembros de la iglesia a lo largo de su historia.

Como los enanos de Blancanieves, los monjes cuidan de Marcelino hasta los cinco años de edad, cuando un fibroso Cristo de viril voz lo arropará en sus brazos y, cual Zeus hechizado por Ganimedes, se lo llevará con él al cielo. La carga homoerótica de las escenas entre Marcelino y Cristo en el cuarto oscuro del segundo piso, transformó a Pablito Calvo en un icono del kitsch sentimental a nivel mundial. Capitalizando este éxito, el niño prodigio protagonizó cinco películas más, hoy olvidadas. Retirado de la actuación a los dieciséis años, se dedicó a la ingeniería industrial, apoyó al partido comunista durante las primeras elecciones libres tras la desaparición del Caudillo y murió en el 2000.

El ruiseñor Joselito, por otro lado, fue descubierto gracias al galán y cantante del cine de época Luis Mariano, e introducido en el negocio del entretenimiento, por uno de los realizadores predilectos del Generalísimo, Antonio del Amo, cuando en 1956 lo dirigió en su primer largometraje. El pequeño ruiseñor, que le dio además el apodo por el cual fue siempre conocido, lo transformó en la estrella infantil buscada por los estudios cinematográficos, deseosos de capitalizar el éxito obtenido por Marcelino. A este film le siguieron El ruiseñor de las cumbres y Saeta del ruiseñor (1959), también dirigidas por Del Amo, y Aventuras de Joselito en América, bajo la dirección de René Cardona.

En todas, los escenarios y argumentos son muy similares: Joselito vive en algún pueblito de la España negra y, mientras cuida ovejas o trabaja en la cosecha canta, encantando a los campesinos quienes laboran conformes y felices a pesar de su pobreza. Ello, irrisión del desparpajo, en un tiempo cuando enormes contingentes abandonaban las penurias de las zonas rurales, buscando mejores condiciones de vida en los centros urbanos de la Península. Con esta estrategia, los films de Joselito se convirtieron en armas propagandísticas del régimen, que buscaba frenar el éxodo campesino, echando mano a una ideología agraria puesta a ensalzar al jornalero español.

El uso y ciertamente abuso de las panorámicas sobre las bellezas naturales de villas y villorrios, y los desplazamientos de gentes, dejando lo que estuvieran haciendo para correr a escuchar los gorgoritos del niño cantor, trataron de atraer la ayuda económica internacional y el turismo a las áreas más deprimidas del sur. Una región caracterizada entonces por el subdesarrollo agrario, la superstición religiosa y la existencia de grandes latifundios manteniendo a los campesinos en un régimen semifeudal. En la última escena de El ruiseñor de las cumbres, por ejemplo, el campesinado se postrará ante la imagen de la virgen, mientras Joselito canta el tema “Yo nunca me iré de aquí”, congelando así al pueblo entero sobre aquellas piedras, junto a su hacha y su azadón.

Aventuras de Joselito en América, sin embargo, rueda el foco de la historia hacia México, país donde se filmaban entonces producciones y coproducciones con España, en un intercambio de actores y escenarios. Ello, en un momento cuando las folklóricas Lola Flores y Carmen Sevilla actuaban en la brecha  geográfico-histórica, interpretando Lola, por ejemplo, el chotis “Madrid” junto a su compositor, Agustín Lara, en La faraona (1956) de René Cardona, y Jorge Negrete romanceaba a Carmen Sevilla con “Agua del pozo” en Jalisco canta en Sevilla (1949), dirigida por Fernando de Fuentes.

En la película de Cardona, Joselito se encuentra con su alter ego mexicano Pulgarcito y juntos entonan edulcoradas canciones, hasta llegar a alcanzar la fama mientras recorren la geografía mexicana. Esto, en un tiempo cuando decenas de miles de españoles emigraban también a Hispanoamérica escapando de la represión política y el hambre. Aquí comentarios de Joselito como “Me voy a América pero vuelvo en seguida” o “los turistas también vienen a mi país con un dinero que vale muchas pesetas”, refrendaron el estereotipo de una España generosa abierta al mundo, que el Ministerio de Información y Turismo quería promover en los albores del despegue económico de los años sesenta.

Desafortunadamente, Joselito no logró realizar la transición como actor al mundo adulto retirándose del cine en 1969. Este ex niño prodigio, desapareció entonces de la vida pública y nada se supo de él hasta años después, cuando reapareció en las páginas de la prensa amarillista por su adicción a la heroína, y por haber sido un mercenario a sueldo en África durante la guerra de Angola. Actualmente lleva una existencia retirada en un pequeño pueblo cercano a la ciudad de Valencia.

El despegue económico de los años sesenta, creó un incipiente consumismo, que trajo a la clase media emergente algo de la modernidad existente en los países desarrollados. Los movimientos contraculturales surgidos en Estados Unidos, Francia e Inglaterra, provocaron tímidas reformas, en el ámbito político y cultural de la dictadura, reflejadas en las producciones dedicadas al entretenimiento, la música y la moda. Estas películas, conocidas popularmente como “españoladas”, trajeron a las pantallas ibéricas el confort del mundo democrático, fuera del alcance sin embargo, de los sectores mayoritarios del país.

  Marisol y Rocío Dúrcal constituyeron la quintaesencia del modelo económico pseudoprogresista, dirigiendo sus películas a la generación de postguerra, con el fin de educarla dentro de los valores tradicionales de sus mayores, y garantizar así la continuidad de España como nación “una, grande y libre”. Ello, interpretando a Cenicientas y pobres niñas ricas, que encantaban a las avaras solteronas y subyugaban a los príncipes azules, dispuestos a liberarlas de las garras de malvados tíos y celosas madrastras.

En 1959, Marisol fue descubierta por el productor Carlos Goyanes, quien creó un imperio económico en torno a ella con películas, juguetes y fotonovelas donde se documentaban sus aventuras en España y el extranjero. Ello, mediante producciones como Marisol rumbo a Río, dirigida por Fernando Palacios, y La nueva Cenicienta (1964) bajo la égida de George Sherman.

En Marisol rumbo a Río, Marisol, dispuesta a reunirse con Mariluz, su hermana gemela quien vive con el tío rico en Río, deja la humilde casa de vecindad madrileña, y se embarca con la madre rumbo a América. La primera impresión de deslumbramiento, por ser “las parientes pobres de España” delante de las panorámicas turísticas de la ciudad, dará paso a los comentarios racistas de la madrastra de Marisol-Mariluz como: “allí viven los negros que son todos malos”, ante un plano general de las favelas, seguido de un plano medio al chofer del auto y a la joven sirvienta de color, a quien llaman Copito, en homenaje al mono albino Copito de Nieve, que llegó por aquellas mismas fechas al zoológico de Barcelona. Igualmente, la misma Marisol apunta: “para tener lo que tiene debe trabajar como un negro”, aludiendo a la fortuna que ha hecho el tío asturiano en Brasil; y “Tarzán, tú a lo tuyo con las monas”, despachando con estas palabras Marisol al joven brasileño en su fiesta de cumpleaños, cuando este intentaba ser amistoso, mientras con un ademán señala a las demás invitadas.

De esta manera se buscaba encubrir, bajo una aparente gracia de la niña prodigio, la intolerancia hacia las diferencias, y la ambigüedad de sentimientos que despertaba América en el español, en un momento cuando la crisis social, política y económica del continente no había alcanzado los niveles críticos actuales, y España no era aún el país receptor de importantes contingentes migratorios como lo es hoy en día.

Pepa Flores siguió protagonizando películas hasta mediados de los años ochenta, posó desnuda para la revista Interviú durante la época del destape, fue también simpatizante del partido comunista durante la transición y hoy vive retirada de la vida pública en Málaga.

  A diferencia de Pablito Calvo, Joselito y Marisol, Rocío Dúrcal gozó de enorme popularidad hasta su muerte en 2006, no solo a través de sus películas, sino como cantante de música ranchera junto a los grandes del género mexicano. Ello, quizás, porque empezó su carrera a una edad más tardía, y no pudo ser tan fácilmente manipulada como los demás niños prodigio del franquismo.

En Canción de juventud, por ejemplo, dirigida por Luis Lucía, Dúrcal es la hija de un famoso músico viudo, quien la interna en un colegio católico para poder seguir su carrera. Esta película, basada en Mad About Music (1938) con Deanna Durbin, se abre con una panorámica de un grupo de jóvenes cantando en sus motocicletas Vespa, seguidas por un Jeep conducido por dos monjas. Se representa así el tiempo de expansión económica de la Península, financiado en parte por los créditos norteamericanos y las remesas de casi un millón de emigrantes viviendo en América y otros puntos de Europa. Los números musicales coreografiados en casas modernas y bien equipadas, igualmente buscaron mostrar a la nueva generación de jóvenes de la burguesía de postguerra, manejando felices hacia un futuro mucho más prometedor que el de sus mayores. Un futuro, sin embargo, visto todavía a través del prisma de la dictadura, que pretendía fortalecer, mediante estas producciones, los valores cristianos, el poder de la tradición y la importancia de la familia patriarcal.

Habría que esperar entonces hasta los últimos años del franquismo, cuando películas como El jardín de las delicias (1970), Ana y los lobos (1972) y La prima Angélica (1973) de Saura, y El espíritu de la colmena (1973) de Víctor Erice, marcaron el cambio en la mirada de la filmografía española sobre el niño como protagonista, y aludieron a la España democrática que surgiría con la muerte del Caudillo pocos años después.

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