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A los cien años de “Divinas palabras” de Valle-Inclán

Muchas han sido las versiones de la centenaria obra a nivel mundial. En Nueva York, recordamos especialmente la versión, vista en el Festival del Lincoln Center hace algunos años, por el Centro Dramático Nacional de España.

Dirigida por Gerardo Vera y adaptada por Juan Mayora, la producción de “Divinas palabras” de Valle-Inclán, rescató el trabajo de un dramaturgo abocado a revelar con sus esperpentos las zonas más oscuras de la naturaleza humana, poniendo de relieve la crueldad del proceso mediante el cual nuestras miserias deforman el candor de los seres en estado puro, hasta convertirlos en grotescas caricaturas de sí mismos. No en vano Alejo Carpentier apuntó que esta obra le hacía ver a Valle-Inclán como a un Jean Genet pasado por Goya.

Escrita para 40 actores, en aquella versión la obra fue reducida a 23, pero sin perder la musicalidad del texto, y de los gestos cargados de una sexualidad expuesta y simbólica en, por ejemplo, el encuentro entre Mari-Gaila (Elizabet Gelabert) y el Cabrío (Pietro Olivera), donde la iluminación creó un mundo surreal de gran efecto dramático.

La reducida escenografía, donde un árbol en movimiento expuso y encubrió la brutalidad de los personajes, siguió con fidelidad las directrices de un texto cuya minimalización de lo gestual y la incorporación abierta pero en clave de lo erótico, permitió al teatro español dejar atrás el siglo XIX ―dominado por el entremés, la sátira y el espectáculo con grandes movimientos de masas, coros y cuerpos de baile― para hacerse más personal e íntimo. Nos encontramos aquí, pues, con un texto que, al decir del director, “traspasa las fronteras y rompe con todos los moldes del realismo, mientras que el montaje está hecho con una visión contemporánea, expresionista y de extraordinaria violencia física y verbal”. Todo ello enmarcado por una sociedad reaccionaria, caracterizada por su provincianismo y la represión de los sentidos. No es de extrañar entonces que fuese muy incomprendida en su época, y aún hoy sea difícil encontrar representaciones profundas e inteligentes del teatro valleinclaniano.

La simbología de los colores también fue respetada en esta producción; especialmente en lo que al blanco se refiere. Blanco es el color con que la luna cubre el sendero por donde Mari-Gaila se aproxima al diablo, manteniéndose así desde el principio esta escena dentro del estadio del inconsciente. La acción tendrá entonces la configuración de un sueño; lo sobrenatural que viene amarrado a la muerte y a la acción de transplantar a la víctima de contexto, como constantes dentro del teatro valleinclaniano. De ahí que fuera el blanco lo que resaltó sobre los cabellos de Doña Moncha (Idoia Ruíz de Lara) y el cuerpo de Benita (Pilar Bayona) ―la costurera en Romance de lobos, otra de sus Comedias bárbaras― cuando velan a Juana la Reina (Julia Trujillo) envolviéndola con una mortaja también blanca; e igualmente sirve de telón de fondo a las conversaciones sobre la muerte, entre Rubén Darío y el Marqués de Bradomín en Luces de bohemia, mientras entierran a Max Estrella.

El blanco es entonces en Divinas palabras representación del deseo expuesto, sopesado y esgrimido por el Cabrío, quien somete el temblor donde Mari-Gaila se abisma borrada de la violencia exterior, e inmersa dentro de un espacio que, al ella tocarlo, se esfuma transmutándose en calzada y encrucijada con brujas, humo y olor de sardinas asadas, para dar una mejor idea de la fragilidad de la existencia cotidiana. Una fragilidad que tiene en la imagen de Laureano (Emilio Gavira), el enano hidrocefálico, su representación más certera, al ser él quien en su miseria se convierte en instrumento de disputa entre los protagonistas, quienes lo exhiben como un fenómeno de circo para obtener dinero y poder sobrellevar mejor su pobreza e ignorancia.

Julieta Serrano en el papel de La Tatula, catalizó con gran poder histriónico las relaciones de amor y odio entre los demás personajes, promoviendo además los encuentros entre Mari-Gaila y Séptimo Miau (Jesús Noguero). Aquí la conjunción entre la noche, el blanco de luna y la violencia del deseo precipitaron a la joven a un abismo sin fondo, que el texto de Valle-Inclán recoge y el montaje de esta producción recreó con gran fidelidad. Olvidándose del carro donde va arrastrando por las aldeas a Laureano, Mari-Gaila se abandona al impulso erótico con Séptimo, y la escena se tiñe de un matiz grotesco, dada la naturaleza embrutecida de sus protagonistas.

Un matiz que lo goyesco del enano dentro del carretón acrecienta, al convertirse en símbolo de todo lo deforme en la vida de los demás personajes. Se desfigura entonces el lenguaje, desaparecen las máscaras, y Mari-Gaila se halla sola ante un demonio sin rostro; pues el blanco de luna deposita la imagen de lo satánico sobre el rostro de Séptimo, y sobre el del enano quien, olvidado a la intemperie de un grupo de borrachos, es obligado a beber hasta que muere y queda con el rostro en blanco comido por los cerdos.

A partir de aquí se desencadenaron sin contención alguna las pasiones más sombrías de los personajes. La lujuria, por ejemplo, de Pedro Gailo (Fernando Sansegundo), sacristán del pueblo gallego donde transcurre la obra durante las primeras décadas del pasado siglo, y marido de Mari-Gaila quien, empujado por el alcohol, trata de seducir a su propia hija Simoniña (Carlota Gaviño). La avaricia de Marica del Reino (Sonsoles Benedicto), quien expone el carretón con el enano muerto frente a la iglesia para obtener dinero con que pagar el entierro y sacar provecho por última vez del infeliz. Y la barbarie de los demás personajes quienes, en la escena final, exponen el cuerpo desnudo de Mari-Gaila a los ojos de todos para castigarla por sus excesos; si bien será Pedro Gailo quien, al pronunciar las “divinas palabras” el que esté libre de culpa que lance la primera piedra en latín, la salve de la turba, llevándola al interior de la iglesia a fin de redimirla de sus pecados.

La producción de Divinas palabras en el Rose Theater se constituyó en el estreno de la obra de Valle-Inclán fuera de España, dentro del marco del primer ciclo de teatro en español organizado por el Lincoln Center como parte de su festival anual. “Esta representación es importante no solo para la compañía, sino para el teatro nacional. Es bueno que el público neoyorquino asocie el teatro en español a un teatro de alto nivel”, explicó su director durante la rueda de prensa.

Para el público norteamericano, poco familiarizado con la llamada “España negra”, Divinas palabras fue también el descubrimiento insólito de un país que se ha acostumbrado a ver a través del cine de Pedro Almodóvar, y de las estilizadas producciones de flamenco y danza contemporánea. Algo que no coincide con la España que Valle-Inclán consignó a través de sus esperpentos y que, a pesar de los adelantos técnicos y la bonanza económica puesta a sostener el país hasta las recientes crisis políticas y financieras, no ha sido erradicada completamente de la idiosincrasia del ser ibérico. Ello, tal cual lo demuestra el resurgimiento de atavismos, nacionalismos, intolerancias, y del fascismo de la extrema derecha representado por el recientemente fundado partido Vox, que está atrayendo a españoles de todas las edades, orígenes y clases sociales a sus filas.

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