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Adrian Ferrero

La escritura: ese insolente discurso

¿Dónde se alojan las tramas de la escritura? ¿en la gramática que la organiza?¿en la razón secreta que las reúne? ¿en la belleza misteriosa de su alquimia producto de una cierta combinación que ignoramos? ¿en el magnetismo que las imanta? Sencillamente no lo sé. No esperen de mí en este artículo respuestas. Más bien aspiro a sembrarlos de incertidumbre, de incredulidad, de preguntas. Siempre pensé que un libro virtuoso es aquel que formula la mayor cantidad de interrogantes, que hace irrumpir en nosotros la curiosidad y la perplejidad.

Esta incógnita de las tramas de la escritura me ha desvelado desde siempre. ¿De dónde proviene una trama? ¿de dónde nace el argumento de una historia? ¿de qué ignoto magma brota un argumento? Porque pueden hacerlo del estímulo de otro libro o de una noticia en un diario que nos impacta y en la que encontramos posibilidades de una potencia creativa capaz de darle su arquitectura a un cuento. En otros casos puede brotar de una percepción sensorial que acabamos de tener del mundo que actúa como disparador. O bien, como referimos a menudo muchos escritores, simplemente de una frase que se nos impone de modo insistente, obstinado y exige ser escrita porque de otro modo amenaza con volverse además de obsesiva, perturbadora. Todas estas son algunas de las distintas génesis de las cuales han brotado historias que he escrito. Ha habido muchas otras. Y también creo que puede existir alguna clase de componente sagrado. Los más escépticos lo atribuirán a un determinado funcionamiento del inconsciente o incluso, los organicistas y menos dados al orden de lo humanístico y la Estética, de la neurología. En fin, son las tramas de la escritura que comienzan por un origen incierto, que comienzan a desplegarse, se deslizan sobre la pantalla hasta resolverse en alguna clase de final que no tiene por qué ser un cierre perfecto ni tampoco abierto. Simplemente ser. Ser el momento de ese texto en el que nos despedimos de él. Hemos llegado a su borde, a sus límites. Hay un origen de las historias que no es nítido bajo ningún punto de vista y que es necesario ir desovillando lentamente hasta alcanzar el punto en el que esté lo suficientemente desarrollado como para ser considerado un cuento. Claro que hay otros casos en los que uno tiene completamente contorneado el comienzo y el final. Tan solo hacen falta andar el camino entre ambos extremos mediante una escritura que complete esa totalidad que es una pieza de ficción. Los cuentos también deparan algo sorprendente: experimentamos en el cuerpo el estremecimiento y el temblor de su escritura como cuando se desprende de nosotros alguien muy querido o le sucede algo doloroso a quien amamos. Porque también cuando escribimos estamos sintiendo emociones, no sólo pensando ideas, como quiere el lugar común. Existe esa superstición completamente errónea e infundada que atribuye a la escritura factores ligados exclusivamente al orden de lo intelectual, de la intelección. La escritura supone un desarrollo mental innegable pero también otro que tiene que ver con la parte más visceral de una persona. Escribir es algo que se vive literalmente, no solo se hace. Se vive porque se lo padece, se lo goza, se lo teme o puede hasta angustiar o conducir al pánico. Estas tramas de la escritura trazan el dibujo de un oficio que, bien mirado, compromete la existencia toda, esto es, un estilo de vida. No sólo es un trabajo, un pasatiempo para quienes así se lo toman o así lo consideran, una profesión para quienes lo asumimos con la seriedad de una vocación. Es un oficio en el que nos va la vida, literalmente. Porque nos va lo más preciado que una persona tiene para brindar de sí misma a otras personas y porque también cuando una escribe, créase o no, suele ponerlo todo en cuestión. Desmantelar puntos de vista que hasta él mismo tenía por certezas inamovibles. Desde acerca de cómo se escribe hasta los discursos que suele escuchar de boca de sus vecinos, pasando por el sentido común más cristalizado y estereotípico de la sociedad que habitualmente congela los significados en los más previsibles que imaginarse pueda. La escritura viene a remover estos bloques que parecían rocas, la parálisis del pensamiento que no se inquietaba sino se adormecía o se inmovilizaba y era necesario dinamizar para que deviniera nuevamente materia sensible y vitalidad. La escritura llega para resquebrajar lo duro. Para producir intersticios. Para sembrar de grietas el orden de la subjetividad. Comenzamos con ese motivo a dudas. Cierta inquietud se apodera de nosotros. Ya dejamos de ser los seres crédulos que supimos ser o que la sociedad invita a que seamos.

Escribir también nos conecta con el pensamiento abstracto y, por lo tanto, con la posibilidad de elaborar pensamiento teórico. En torno de distintos temas, incluida la escritura misma. Lo que resulta muy útil porque permite problematizar lo que uno escribe o cómo lo hace habitualmente. Pero se trata de una teoría que tiende a cuestionar (nuevamente) lo que eran meras certezas. De modo que la escritura tiene este otro costado, el de subvertir lo esperable volviéndolo intensamente inesperado. Eso que todos daban por definitivo. La escritura lo vuelve todo inescrutable e indiscernible.

También escribir es ponerse en el lugar de lo que el otro leerá. De modo que se trata de una operación más compleja aún. Hay una ubicación que el escritor debe adoptar en tanto que receptor pensando en el modo como será leído. Debe poner el foco en una cierta perspectiva con la que asistir al mundo. En lo posible sin prejuicios. De modo que a partir de esa premisa dispone el lenguaje de una cierta manera y no de otra (una retórica) hasta adoptar una forma, esto es, del orden del discurso y del orden en que será previsiblemente leído, así como el impacto que produzca. ¿Por dónde quiero que mi lector ingrese en esta historia? Me he preguntado en ocasiones ¿antes o después de que ha tenido lugar? Esta es una pregunta primordial entre muchas otras que nos hacemos los escritores a la hora de ir selectivamente ordenando la secuencia de un cuento (cuando estamos en condiciones de poder ser selectivos y la historia no se nos impone como un dispositivo inexorable). ¿y en qué clase de lenguaje se expresará tal personaje? ¿será vulgar, exquisito, sutil, grave, triste, estará desesperado, será discriminado o coronado por una sociedad exitista (lo que puede convenir a los fines de determinados argumentos)? Y la gran pregunta o el gran desafío es cómo llegar a lograr que todo esto tenga lugar. Sin lugar a dudas el universo de la escritura admite tantas variedades y variables para nosotros como escritores e incluso tanto como cuentos en particular existan. Porque cada autor no se ve en la obligación de escribir siempre del mismo modo, sino que existe una evolución permanente muy concreta que tiene que ver con etapas. El dominio del oficio y de las destrezas que le permitan elaborar sus cuentos de un modo cada más exigente sabemos que va en progresión o al menos así debería ocurrir. La escritura no constituye un mandato estable para ser realizado del mismo modo por siempre. Sí, quizás, requiere coherencia. Es cierto. Hay algunas constantes que suelen regresar una y otra vez. Pero también hay nuevas formas de expresarlas. Y hay revisiones (en este punto la teoría, como dije, resulta decisiva). Hay casos en que determinados episodios son evitables o reemplazables por otros que son superadores y, al mismo tiempo, que son más complejos. La escritura entonces suele ser rica en matices y en variaciones. Muy en especial cuando ya se tiene cierto recorrido andado como escritor con un dominio de algunos recursos de los cuales echar mano. Un texto plagado del eco de otros textos, que remita a otras lecturas sin nombrarlas (como quiere la así llamada teoría de la intertextualidad). Un texto en el que se escuchen reverberaciones de la lengua del pasado, pero también de todos los órdenes de la vida humana en todas sus dimensiones. Desde conversaciones en un café, en un aula, en una familia o en un noticiero de radio o TV. El juego con los refranes o la oralidad. Porque el lector escucha además de leer un cuento en tanto que lo lee porque a cada cuento subyace una música singular que le es propia armada a partir de la combinatoria: la forma en que ha sido concretado. Una música incomparable que no tiene forma de ser reemplazada por ninguna otra porque es de naturaleza irrepetible. Esta música o melodía intrínseca de todo texto reúne un haz de motivos, temas, contenidos, sentidos, etapas de su construcción o elaboración (perceptibles o no), instantes del día que se pueden dilatar o bien acortar hasta adoptar la forma del relámpago. Porque la temporalidad es otro punto importante en un cuento. ¿cuánto dura ese cuento? ¿cuán larga será su lectura, así como la jornada de cada personaje dentro de ella? ¿un personaje aparecerá rápidamente y desaparecerá para siempre o tendrá protagonismo? ¿cuántas palabras necesito para narrar todo lo que pretendo, todo lo que aspiro a hacer decir según mis propios términos a esa historia? El lenguaje debe ser domesticado (de ahí la imprescindible y tan reclamada por mí corrección) porque vive en estado salvaje.

Resulta primordial aprender a manejar el lenguaje de modo diestro para hacerle decir lo que verdaderamente deseamos que diga y no lo que él aspira a que digamos por él en esa historia singular. El lenguaje, como decía el semiólogo y crítico literario francés Roland Barthes, es fascista no porque impide decir sino porque obliga a decir ciertas cosas y no otras. O, en todo caso, de una cierta manera y no de otras. El lenguaje permanentemente está procurando realizarnos jugarretas, trampas, zancadillas, pasos en falso. En esa batalla, cuerpo a cuerpo se le hace decir al lenguaje lo máximo que somos capaces de lograr dominándolo mediante la voluntad conquistada mediante la experiencia, cierto poder de determinación y habiendo reflexionado a fondo mediante estudios acerca de aquello que nos pone en situación de elegir.

Hay asimismo ideas en la escritura. Transmitimos lo que pensamos indirectamente, si bien podemos jugar a hacer decir a otros todo lo contrario de todo lo que somos y creemos. A eso llamo ficción. A la posibilidad de ser otros sin dejar de ser los mismos preservando nuestras convicciones. Porque poner en boca de otros lo que pensamos suele ser bastante aburrido. Pero poner en boca de otros ideas propias con otras ajenas que dialogan y hasta discuten puede resultar, se lo garantizo, definitivamente atractivo. Sucumbir a las múltiples variedades de la construcción de un texto literario nos permite crear con mayor consciencia de lo que estamos haciendo. Los personajes se expresan en una lengua ajena a la nuestra, en una ideología ajena a la nuestra (o no). O, en el colmo, puedo poner sobre el tapete todo aquello que suele ser silenciado, acallado, tabú y prohibido por temido o vergonzante con la escritura, como lo han hecho los escritores más transgresores o más valientes.

Hay naturalmente temas delicados en la escritura con los que conviene tomar todos los recaudos porque pueden lastimar, herir u ofender. De modo que si sabemos cuán graves pueden llegar a ser las consecuencias del lenguaje en ciertas circunstancias conviene, entonces, evitar ciertos temas o abordarlos con altura y respeto. Esta es una de las formas que adopta la ética profesional de un escritor, además de la eventual del plagio. Hay personas que han causado mucho daño escribiendo. Así como hay otras que han hecho maravillas y hasta prodigios provocando bienestar en sus semejantes.

La escritura, como creo haberlo adelantado, supone una toma permanente de decisiones. En ocasiones incluso de modo tan veloz como un chispazo porque el cuento no espera sino demanda ser escrito de modo fugaz. Caso contrario corremos el riesgo de que se escape el modo en que aspirábamos a darle forma originariamente porque no sabemos si lo recuperaremos. Entre esa urgencia y esta necesidad de escribir bien pero también de hacerlo con seriedad y dignidad, ese apresuramiento debe resolverse de manera exitosa. Eso logran las personas de talento. En otros casos, las que mediante muchísimos años de aprendizaje de escribir puede acceder por fin a esa competencia o aptitud.

Por último, hay una toma de posición en los cuentos. Yo la definiría fundamentalmente en términos éticos, no sólo ideológicos. Hay una dimensión en la cual los cuentos ponen en evidencia una particular visión del mundo en el marco de la cual los personajes ocupan un lugar (y no otro) y cuya conducta puede afectar positiva o negativamente a su prójimo. Sin moralejas simplistas, pero sí con compromiso corresponde al cuentista tomar partido por una relación entre el sujeto íntegro y sus semejantes. Llamo a eso compromiso. En este punto crucial me detengo porque me parece que es sobre el que más conviene reflexionar. De los escritores dependerá ir al encuentro de su oficio con valentía, con recursos si se han entrenado y gozan de una buena formación. Bajo la forma más genuina en que a mi juicio nació la escritura: la de la insolencia y la de la insurgencia.

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