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esteban ierardo

Las cosmovisiones en conflicto en la (no terminada) segunda guerra mundial (I)

I

A veces, se puede disfrutar de los días y las noches de estrellas, de los hijos y la hermandad, de la vida y los logros, de los sueños que buscan nacer, de los paisajes y del amor posible. Pero todo eso estalla cuando las puertas de lo infernal son abiertas por la guerra, con su ponzoña, su destrucción, su muerte, su embrutecimiento. Y otras cuestiones. Por ejemplo: los grandes enfrentamientos armados suponen también un conflicto de ideas, de visiones de mundo, de paradigmas, generalmente irreconciliables.

En la segunda guerra mundial, su vértigo de violencia y genocidio fue paralelo a la confrontación sistémica de paradigmas, de cosmovisiones, con sus diferencias en lo político, en la gestión económica, y en la compresión del sentido mismo de las personas y la sociedad. La tempestad bélica rugió entre la democracia parlamentaria y el estalinismo, los llamados Aliados, y el nacionalsocialismo alemán, el fascismo italiano, y la ideología militarista japonesa, las llamadas Potencias del Eje.

En la gran furia de la segunda guerra nadie fue inocente. Pero algunos encarnaron plenamente el mal. Y todos abrieron las puertas del infierno. Puertas abiertas en el cielo, los mares y la tierra, para la victoria de sus propias ideas e intereses. Una sucinta y narrativa recreación de los paradigmas ideológicos en guerra, y una reflexión final sobre ciertos procesos y significados, es lo que ahora fluirá en estas líneas, hasta llegar a la sospecha de que, tal vez, la segunda guerra mundial, como la realidad actual parece indicarlo, nunca terminó…

II. El demócrata 

El demócrata camina en la Inglaterra de la monarquía parlamentaria. O cerca del Capitolio, en Washington. Luego de sus antecedentes en la Grecia antigua, en la Ciudad Estado y las polis, en el mundo moderno, la democracia se afianza en su principio de soberanía popular.

En la democracia (de demos pueblo, cratos, autoridad), por un sistema eleccionario, de sufragio universal, los ciudadanos gobiernan a través de sus representantes. Su sistema se asocia a derechos naturales de libertad, igualdad, propiedad y seguridad; y a la fundamental división de poderes (ejecutivo, legislativo, y judicial) que propenden al equilibrio y el mutuo control, según lo propuesto por Montesquieu, en el Espíritu de las leyes (1748).

En la teoría democrática, y en su realización aproximada, se pondera la autonomía individual, la igualdad jurídica, la libertad de expresión, de movimiento, comercio, de culto o creencia religiosa; el principio de representación y constitucionalidad; y la descentralización de las decisiones; la vigencia de los derechos humanos; la participación política, el pluralismo multipartidista.

La democracia liberal occidental, constitucional y parlamentaria, aún con todos sus claroscuros y contradicciones, es contracara de las autocracias, de los totalitarismos, de los sistemas en los que el individuo y su energía autónoma se desvanecen en un Estado todopoderoso.

Y luego del Tratado de Versalles en 1919, uno de los acuerdos (no el único) que detiene la primera guerra mundial, surge La Sociedad de las Naciones (antecedente de las Naciones Unidas). Su intención: asegurar la paz y entendimiento entre los países. En el periodo de entreguerras, como principio ordenador de las relaciones internacionales se acude al principio de la seguridad colectiva. El compromiso de las naciones para no recaer en la guerra como superación de conflictos. Ilusión diplomática.

Las democracias caen en el descrédito por su crisis económica. El quiebre de la bolsa de valores de 1929, en New York. Sus efectos de paro, recesión, pobreza, gran depresión, son devastadores. Pero las democracias destilan debilidad, también, en su incapacidad para contener las primeras señales del expansionismo de Hitler. En 1938, Alemania se anexiona Austria primero, y luego los Sudetes, territorio checo.

El 30 de septiembre de 1938, Chamberlain, el premier británico, su colega francés, Édouard Daladier, y Adolfo Hitler, con la mediación de Mussolini, firman el Acuerdo de Múnich, en el que se acepta la anexión de los Sudetes, bajo la justificación de tratarse de territorios habitados por germanoparlantes. ¡Y todo esto acordado sin la participación de Checoslovaquia!

Chamberlain pretende impedir el desmadre de las ambiciones hitlerianas a través de una política de contención. Fuera de la letra del acuerdo, el líder británico consigue de Hitler un informal documento con su firma, en el que se compromete a no continuar su impulso expansivo. Un trozo de papel tan frágil como el viento que lo agita, cuando un Chamberlain, sonriente, muestra el supuesto compromiso de un dictador, a los periodistas que lo esperan en el aeropuerto de Londres. Ingenuidad del político de los tratados, ante el líder del mal disfrazado.

Pero aún falta un año para que las puertas del infierno en el cielo, los mares y la tierra se estremezcan y abran…

III. El fascista  

Hoy no es un día normal en una ciudad sobre el Adriático. Los italianos uniformados ocupan las calles. Protestan por lo poco que recibe Italia tras la primera guerra mundial. A los ocupantes los lidera un soldado que presume de poeta. En Fiume (hoy Rijeka, Croacia), Gabriele D’Annunzio establece el Estado Libre de Fiume, entre 1920 a 1924. Su constitución es La carta de Locarno.

D’Annunzio crea un grupo de militares con camisas negras. Su misión es reprimir y torturar a todo aquel que se oponga al gobierno de facto. Esta es la matriz del fascismo, que Mussolini convertirá en retórica exultante; y, luego, en el abismo de la Italia dentro de la segunda gran guerra.

Benito Mussolini modela el fascismo bajo la inspiración de D’Annunzio, y de su oposición a la democracia liberal, el marxismo, el anarquismo, el socialismo y la revolución bolchevique. La estructura fascista reposa en un jefe o caudillo, en un líder carismático, cabeza sacralizada de una maquinaria política totalitaria, antidemocrática, ultranacionalista y de extrema derecha.

El fascismo italiano es modelo de otros totalitarismos derivados, como el nacionalsocialismo con su específico sesgo racista, y el fascismo clerical del falangismo de Franco y su nacionalcatolicismo en España.  Su campo de acción política pivota en un elitismo dirigencial adicto al Duce (“el que guía desde adelante”, el caudillo o guía militar), que promueve el sometimiento de las masas, el control completo de la prensa y del sistema educativo, la supresión de los sindicatos, el rechazo de la lucha de clases marxistas, la propaganda, el militarismo, el recurso al miedo y el terror, la intimidación y persecución del disidente.

En su etimología, el término “fascismo” procede de fascio, y éste del latín clásico fascis, haz de leñas, puñado de varas. Los lictores, funcionarios en la Antigua Roma, llevaban el fascis y sus haces de palo atados con cintas de cuero a un hacha, como símbolo del poder del Estado sobre la vida y la muerte.

Mussolini trepa al poder a través de la famosa marcha de las camisas negras en Roma, en octubre de 1922. Unos 30000 adeptos, una turba amenazante que no fue detenida por el rey Víctor Manuel III, por, supuestamente, el temor a una guerra civil.

Como todos los hábiles demagogos, Mussolini capitaliza el profundo descontento social; inventa un enemigo culpable de todos los males italianos: los socialistas, y comunistas, quienes son hostigados, reprimidos, torturados. Después de un primer aire fingido de negociación, el fascismo desnuda su dictadura con el asesinato del político socialista Giacomo Matteotti, en 1924.

Su genealogía ideológica es interpretada a veces como continuación del extremismo jacobino de la Revolución Francesa, o como tradicionalismo o conservadurismo en reacción virulenta contra los ideales de emancipación individual y de igualdad de la Ilustración. El fascista alienta el desprecio por la libertad de pensamiento; el anti intelectualismo y la superioridad de la acción y la voluntad sobre el pensar.

De todos modos, el fundamento discursivo o ideológico es siempre indispensable a toda dinámica de poder. De ahí el ensayo La doctrina del fascismo, atribuida al propio Mussolini, pero en realidad escrito por Giovanni Gentile, neohegeliano autodenominado “filósofo del fascismo”. Éste proclama: “Somos libres de creer que este es el siglo de la autoridad, un siglo que tiende hacia la “derecha”, un siglo fascista…”. Cimientos de un autoritarismo que finca en la omnipotencia estatal: “Todo en el Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado”.

Gentile también redacta el Manifiesto de los intelectuales fascistas, en 1925, que firmaron, entre otros, D’Annunzio, Curzio Malaparte (luego “arrepentido” sobre el final de la guerra, cuando escribe La piel); Marinetti (líder de la adhesión artística al régimen desde la vanguardia futurista), Pirandello y Ungaretti.

Por otra parte, la economía fascista se organiza como un   corporativismo, que suprime la libertad sindical, y atiza la intervención mayúscula del Estado en la economía, pero no altera el núcleo capitalista fundado en la propiedad privada, y el sometimiento del trabajo al capital.

El régimen, a su vez, evoca el espíritu imperial romano. Para plasmar sus sueños imperiales, Mussolini invade la Etiopía del rey Hailé Selassié, a través de su ejército encabezado por Pietro Badoglio y Rodolfo Graziani. Aprovechándose de las desigualdades de fuerzas, clava su daga sobre los habitantes del ardiente suelo africano.

Y su militarismo neo imperial sella una inevitable alianza con la Alemania nazi, en el Pacto de Acero. Primero no adhiere a su racismo. Luego cede, a través de las leyes raciales fascistas, de 1938.

Y el fascista entra en un palacio. Se acerca a una ventana abierta. Posa su ambición en un balcón. Una luz ardiente, eso cree, desciende del cielo azul para enaltecer el evento. El pueblo lo ovaciona. El orador de los gestos histriónicos comienza su misa de palabras huecas. La fiebre del poder.  El fascista italiano que colaborará con el nazismo en el abrir las puertas del infierno en el cielo, la tierra y los mares, en una avalancha que sepultará toda alegría…

IV. Nazis en la oscuridad. 

Miles y miles de soldados, en formación. Una marea uniformada, quieta, sin pensamiento. ¡La religión secular de la esvástica y Heil Hitler! Su dios, su Führer (líder, conductor). El hombre de bigotes y gestos grandilocuentes escupe una imaginaria misión de grandeza. El fuego de la locura está encendido. El día del sol negro…

La ideología nacionalsocialista comparte todas las aversiones del fascismo italiano, y le agrega su racismo antisemita.

La “biblia” del nacionalsocialismo es Mein Kampf  (Mi lucha) escrito por Hitler en 1925, cuando cumple su condena luego de intentar tomar el poder por el golpe de estado en Múnich.

Al fin de la primera guerra, Hitler es un oscuro cabo, ebrio de resentimiento. Primero es espía del ejército en las reuniones del partido obrero alemán. Luego comprende que ese puede ser su primer trampolín político. Congenia con el intransigente nacionalismo que escucha. Así, por su persuasiva oratoria, rápido encabeza un grupo inicialmente minoritario, altamente radicalizado El origen del nacionalsocialismo alemán. Movimiento del culto a la violencia, fuerzas paramilitares de choque, las SS de Heinrich Himmler, y la SA (las “camisas pardas” de Ernst Röhm, descabezadas en “la noche de los cuchillos largos”).

Al principio, el pequeño hombre vociferante participa en las elecciones en la República de Weimar, para acceder a los escaños del parlamento o Reischtag, mientras Alemania padece una célebre escalada inflacionaria. La gran crisis económica de 1929 lo beneficia. La desesperación aumenta. Las tentaciones de los extremismos también. Finalmente, en 1933, el éxito electoral de Hitler lo convierte en Canciller. En poco tiempo, aplica reglas de excepción de la propia constitución de Weimar, para erigir un estado dictatorial. Y engaña a Occidente, con su fingida cordialidad y pacifismo en las Olimpíadas en Berlín, en 1936.

El trasfondo de la extrema derecha hitleriana en alza es la manipulación del resentimiento por las cláusulas del Tratado de Versalles. El orgullo herido alemán; y el mito de la puñalada por la espalda, de judíos y comunistas. A éstos se los acusa del derrocamiento del Káiser Guillermo II, y de la derrota militar alemana en la Gran Guerra.

La filosofía nacionalsocialista exuda pangermanismo, ultranacionalismo, odio a la democracia y el comunismo, repudio del racionalismo y positivismo en beneficio de un turbio vitalismo, que confronta con lo que Spengler llama la “decadencia de Occidente”.

Y su racismo visceral que, como anuncio del horror genocida posterior, libera la jauría de lo siniestro en la Noche de los cristales rotos, en 1938.

El supremacismo racista ya rebulle en la Europa del siglo XIX. Joseph Arthur de Gobineau y su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1855); Houston Stewart Chamberlain, su libro Los fundamentos del siglo XIX (1899), y la superioridad de los arios teutones, de la raza nórdica. “Raza superior” en la adaptación en términos de supervivencia del más apto de la teoría darwinista, entroncada con las pseudo explicaciones de un “racismo científico”; la creencia en un tipo racial superior, y la eugenesia (el ‘buen origen’, o ‘buen nacer’), y su obsesión por la “herencia pura” a preservar mediante la selección biológica y la supresión de los “inaptos”.

Alfred Rosenberg, y su El mito del siglo XX (1930), expone el vínculo de la raza suprema con la mitología germánica, exaltada en la música del reverenciado Wagner. La raza nórdica es las antípodas de las “razas inferiores”, judíos, eslavos, gitanos, “desviados sexuales”.  Para prosperar, la raza suprema no debe mezclarse, contaminarse. El temor a la “contaminación” derivará en la “solución final”, el exterminio genocida ya en los sombríos campos de la muerte en la segunda guerra.

El racismo nacionalsocialista se trenza también con la concepción del Blut und Boden (“sangre y tierra”), y la gravitación del origen étnico a través de la sangre de un pueblo, su ascendencia, y la tierra como agricultura, alimentación, y un hábitat. Esta relación con la tierra involucra el valor de la vida rural y campesina, como matriz también del origen racial del pueblo alemán.

El antisemitismo nazi se solaza en darle realidad a un documento inventado por la policía secreta zarista: Los protocolos de los sabios de Sion; y cree en una inexistente conspiración judeo masónica para enseñorearse en un presunto nuevo orden mundial.

El culto al héroe y la guerra: y el elitismo, en la línea de Robert Michels o Gaetano Mosca, son aristas claras también del nacionalsocialismo, como su negación de la libre representación obrera, la supresión de la libertad de prensa: y un fuerte aparato propagandístico que construye el mito de Hitler como “destino”, “profeta”, “salvador”;  se sobrevalora el éxito en materia económica; y, Joseph Gobbels, Ministro de propaganda, explota el alcance popular del cine, en, por ejemplo, El triunfo de la voluntad (1935) de Leni Rienfestal, El judío eterno (1940) y su propaganda antisemita; la versión alemana del Titanic (1943), o en el film Kohlberg (1945), con los rusos ya acechando las fronteras, y con la intención de refortalecer el nacionalsocialismo mediante su glorificación de la resistencia alemana ante Napoleón.

Y el nazismo, principalmente a través de Himmler, auspicia el ocultismo; la Sociedad Thule (y su pretensión de que la raza aria proviene de la Atlántida); o la ariosofia y su fascinación con las runas y el paganismo germánico. En ese trasfondo, la esvástica que Hitler caracteriza como símbolo de la “lucha por la victoria del hombre ario”, tiene su origen en religiones orientales como el jainismo, el hinduismo y el budismo, en una connotación de prosperidad, buena suerte.

Y con el nacionalsocialismo, la geopolítica adquiere especial importancia estratégica cuando Hitler apela a la doctrina del Lebensraun, el espacio vital, una “política del suelo del futuro”, en la que se proyecta la expansión hacia el Este y Rusia. El crecimiento de la población alemana, la demografía, la necesidad de nuevos recursos, alimentan un fuerte impulso expansionista. Concepción en la que es predominante la influencia de las ideas del político y geógrafo Karl Ernst Haushofer.

Y, en secreto, el nazismo practica el rearme como músculo armado para edificar el Tercer Reich, un nuevo imperio para mil años. Así, el nazi y su marea de esvásticas obedientes ya rugen para vomitar tormentas e invasiones. Pero aún es necesario perfilar al stalinista y al japonés de la espada y el culto al emperador.

Mientras, el infierno golpea desde dentro, hace temblar las puertas del cielo, los mares y la tierra…

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