Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!

Carta al dios de Laureano

Estimada y presuntamente divina entidad:

Su reciente carta abierta a Nicolás Maduro tomó por asalto mi existencia virtual la mañana del 23 de enero pasado.  La reseñaron numerosos medios digitales, decenas de familiares y amigos la retransmitieron por Facebook, un gentío me la mandó por WhatsApp y, por supuesto, inundó ese problemático sustituto de la prensa libre venezolana que conocemos como Twitter. 

Hoy me siento a escribirle un par de líneas—en lugar de terminar un artículo sobre ciertas remembranzas apureñas en el que estoy trabajando hace días—porque sus palabras tocaron la médula de algunas de mis más angustiadas reflexiones acerca de la triste suerte de nuestro país (con “nuestro” no me refiero necesariamente al suyo, naturalmente). No quiero hacer mayores comentarios sobre la pertinencia del mensaje que su misiva procura afectuosamente transmitir al señor Maduro (“error histórico”, Nicmer Evans dixit). Sería como llover sobre mojado el reiterar la irrefutable aseveración de que ni usted, ni ninguna otra real o pretendida divinidad proveerá nada que libere a Maduro de su laberinto político y a los venezolanos de los duros días que nos esperan. En esto concurro plenamente con usted. Quiero más bien expresarle mi incomodidad por el talante hiperbólico del razonamiento con el que pretende usted demostrarle a Maduro cuánto ha sido ya divinamente proveído a Venezuela. No tome usted estas palabras por agnósticas: la fe reina, lo confieso sin pena alguna, sobre un rincón impreciso pero importante de mi espíritu. Es precisamente en atención a la influencia sobre mi razón de esa fe indeterminada— que me obliga a reconocer que, en justicia, no puede haber entre nosotros seres o comunidades providencialmente ungidas—que me permito discrepar sobre la especie de que existan o hayan existido alguna vez especiales esperanzas divinas sobre el proyecto venezolano, como asegura usted a modo de lamento hacia el final de su misiva. 

Su caracterización de Venezuela como una de las más excelsas obras divinas me pone los pelos de punta. No porque lo diga usted, que a fin de cuentas no tengo claro que no sea más que una ficción literaria de Laureano. Lo que espanta de tan temeraria proposición es la comprobación de cuántos entre nosotros la toman por cosa cierta, a juzgar por la vigorosa circulación digital de su misiva. Me atrevo a decir que sus palabras son casi tan insensatas como las de ese formidable prestidigitador que fue Hugo Chávez, siempre en sintonía con los más irracionales temores, convicciones y aspiraciones de su público. En defensa de su proposición, ofrece usted a Maduro un resumidísimo bosquejo de la geografía venezolana: que si los ríos, que si las playas, que si las nieves, que si los llanos. No puede dejar de apreciarse la ironía de que la sustancia de su presuntamente celestial argumento apunte directamente al suelo. Es decir, al sustrato mineral del millón de kilómetros cuadrados de superficie adjudicados a la soberanía política venezolana. Hace usted mención a una supuesta fertilidad de la virtual totalidad de dicha superficie, a las mayores reservas petroleras del mundo, al oro, al aluminio, a la bauxita, a los diamantes “y tantas cosas más”. Mucho me asombra el que, para llamar la atención de Maduro sobre cuán catastrófica ha sido la gestión económica del modelo político y económico que, por accidentes del destino, le corresponde ahora desmontar, eche usted mano de la tara idiosincrática a la que debemos, precisamente, el encontrarnos en tan lamentable situación. Me refiero a la insensata convicción, tan arraigada entre nosotros, de que tenemos derecho a un bienestar económico sostenido como efecto de la supuesta (y supuestamente providencial) riqueza mineral de nuestro suelo. Dicho en otras palabras: que tenemos derecho a algo a cambio de nada, por pura e inexplicable generosidad suya.

No quiero apuntar mayor cosa sobre el fundamento geológico de su argumento, que para ser sinceros no resiste el más superficial de los análisis. Baste considerar la prosperidad material que disfruta el Reino de los Países Bajos, gran parte de cuya reducida y densamente poblada superficie ha sido literalmente robada al Mar del Norte. Quiero más bien concentrarme en la esencia ética de su planteamiento y repudiarla en los términos más enérgicos. No, Señor (en mayúscula, por si acaso). Su pretendida munificencia no nos da derecho a medida alguna de bienestar. No insinúe usted que, por gracia suya, somos acreedores de un derecho a recibir sin dar. No es justo que desde el poder se nos siga timando tratando de hacernos comulgar con semejante impostura ética—como astutamente trata el régimen, como se sienten obligados a tratar muchos líderes de oposición, y como resulta ahora que trata también usted. No es justo porque se prolonga con ello el embargo de lo más importante a lo que verdaderamente tenemos derecho cada uno de nosotros: a la gestión individual y responsable de nuestras propias vidas, ya sea para dejarnos llevar por la inercia—“destino”, como algunos la llaman—o para resistirnos empecinadamente a ella.  Devenida en discurso, esa falsedad ha hecho políticamente posible el secuestro de todas las instituciones del Estado venezolano por parte del régimen militarista y cleptocrático de Chávez y Maduro—para descomunal y casi exclusivo provecho económico de su nomenclatura. 

No nos vengamos a engaño, Señor. Algo terrible ha pasado entre nosotros. Y, de alguna manera, las reglas explícitas y tácitas que articulan nuestra convivencia nacional lo han permitido. La explicación de cómo una prolongada bonanza petrolera no ha dado como resultado prosperidad sino ruina no se la tenemos que dar a usted. Nos la debemos a nosotros mismos. Flaco favor le hace usted a nuestra causa al pretender marearnos con lugares comunes. Que si el suelo más rico, que si las tierras más fértiles, que si las playas más paradisíacas, que si las mujeres más hermosas, que si la gente más feliz y generosa, que si la biodiversidad, que si todos los climas del planeta juntos, que si el ejemplo de Caracas y del glorioso ejército libertador de la América toda. De nada sirve seguir entregándonos a alucinaciones chauvinistas para salir de este trance. No hace falta creer que Venezuela esté a la cabeza de nada—y, menos aún, que lo esté como resultado de algún designio providencial—para quererla y para que duela profundamente. La quiero y me duele, acaso con mayor intensidad, en la terrible certeza de nuestro estrepitoso fracaso.

A diferencia de Laureano, yo no soy nadie—nadie conocido, quiero decir. Soy un historiador, investigador y docente tratando de echar adelante un modesto proyecto de vida que se perfilaba a todas luces inviable en la tierra que me vio nacer; valga decir, en Venezuela, de donde me marché hace ya quince largos años. Tanto el desarraigo como el devenir de los hechos aquí y allá me han obligado a considerar el absurdo sobre el que se sustenta toda rimbombancia nacionalista—mía o de cualquiera. Pero con ello mi sentir venezolano no se ha venido a menos: acaso todo lo contrario. Es maravilloso el permitirse abrazar plenamente una causa sin requerir venderla como extraordinaria.

No tengo cómo hacerle llegar estas líneas ni a usted ni a Laureano. Quizás algún lector tenga la amabilidad de echarme una mano. Pero me sorprendería que esto ocurriera—lo confieso—porque me temo que esta carta será leída con mucha menos simpatía y retransmitida con mucho menor entusiasmo que la suya. 

Quedo, de cualquier manera, de usted.

Atentamente,

Michel Otayek.

Hey you,
¿nos brindas un café?