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Leopoldo Gonzalez Quintana

Patriotismo a la carta

El patriotismo es algo común a todas las naciones que tienen un pasado, una identidad, una historia, una simbología que afirma su sentido de pertenencia y, a veces también, la sed o la esperanza o el vislumbre de un futuro.

Igual ocurre con el nacionalismo, un fenómeno compartido con distintas coloraciones e intensidades por quienes forman parte de un Estado-nación, independientemente de que coincidan en todo o en parte con el proceso histórico de su formación. 

El mes de septiembre es, en México, el lapso de tiempo en el que se festeja a la mexicanidad y se dan la mano, como en un espejo cóncavo, un nacionalismo emocional y un patriotismo de la sangre. 

Poco importa si se entiende qué es la mexicanidad, si se conocen los estudios y debates sobre lo mexicano que entintaron el espacio público de los treinta a los noventa o si se ha caído en cuenta que nacionalismo y patriotismo no son conceptos unívocos.

Por las razones que se quiera, entre ellas, la de que nuestro encuentro con el europeo no fue terso y la riqueza de México ha sido muy codiciada en la historia por varias potencias extranjeras, el nacionalismo y el patriotismo mexicanos suelen ser defensivos, lacrimógenos, de raza ofendida, superficiales y hasta un poco candorosos.

Independientemente de si el descubrimiento de América, y la Conquista después, no ocurrieron como nos hubiese gustado a nosotros, sino como se estilaba hace más de quinientos años, no es cuerdo ni lógico que una nación viva eternamente respirando por la herida. Integrar los hechos del pasado a la memoria común, procesarlos y superarlos con la madurez que lo han hecho otras naciones y lanzarse a la construcción de un tiempo y un futuro propios, parecen ser las alternativas más lúcidas y aconsejables, pues, según el historiador Hugh Thomas, “la historia es lo que ocurrió en el contexto de lo que pudo haber ocurrido”. A esto se refería Octavio Paz cuando sostenía que a México le hacía falta “reconciliarse con su pasado”.

Si se pudiese convencer a los mexicanos que no se puede desandar la marcha de la historia, que no es posible reinstaurar la noche del Ometecutli y la Coatlicue indígena y que lo que ocurrió hace cientos de años no podría ser cambiado ni rescribiendo ni lanzando nuevos decretos de cubículo sobre la historia, quizás entenderían que lo esculpido en piedra es lo que es. Lo lacrimógeno del sentimiento patrio a veces radica en un imposible: querer ser en y desde el presente lo que se fue en la noche primordial.

Patinar sobre quejumbres, lamentaciones y trabucos sin solución impide a los pueblos dar vuelta a la página y avanzar al encuentro de nuevos horizontes. Es ser estanque y no manantial.

Su pasado, más acá del gran Can y lo que atestiguó Marco Polo en sus viajes, no ha impedido a las naciones orientales superar traumas y complejos, hacer suyo el tiempo del mundo y forjarse un porvenir posible. La superioridad de la China actual viene de creerse y hacer posible el “sueño del Dragón”, en tanto que Japón no sería lo que hoy es sin la Revolución Meiji de 1891, que hizo de sus tradiciones un acicate para crecer y una ventana a la modernidad.

Buena parte de Europa, sobre todo España en Occidente y Rusia en el Este, serían una tristeza desolada y un amargor de vida si no hubiesen superado la larga dominación de los árabes y las incursiones de visigodos y vikingos en su territorio, y en lugar de crecerse a la adversidad hubieran hecho lo que el tango, que para todo tiene un puchero, una lágrima, una inconformidad, una lamentación o una queja.  

Países de Latinoamérica que no han hecho de Colón, Cortéz y Pizarro el centro de su rencor o la terminal nerviosa de sus fobias, ven el presente como una oportunidad y no traen el pasado como un quirófano en la piel con aullidos y gritos difíciles de contener.

México necesita ser otro a partir del que ha sido, y esto sólo podrá lograrse si toma distancia crítica de su pasado, se remasteriza emocionalmente y comienza a elaborar un nacionalismo abierto y un patriotismo fecundo.

Si alguien, a inmediaciones del Zócalo o cerca de las ruinas de Palenque, cree que presentarnos como un sueño paralítico o hacernos las víctimas ante España y el mundo va a dar a México seriedad, respetabilidad, interlocución y honorabilidad en la escena internacional se equivoca, pues si algo caracteriza al mundo global de hoy es que no está para payasadas.

México necesita, con urgencia, reinventarse a sí mismo antes de que sea demasiado tarde.

Pisapapeles

No vale la pena vivir lamentando un pasado que no se ajusta al menú de nuestros gustos, ni amanecer aborreciendo la imagen del otro en el espejo. Nuestra imagen en el presente, es lo que realmente somos.

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