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Alejandro Varderi

Manuel Puig y Evelio Rosero Diago: Escribir desde lo femenino (I)

Si la mujer ha puesto a prueba sus destrezas escribiéndose desde sí misma y el otro, es interesante observar también cómo el hombre ha abordado lo femenino, homosexual y heterosexualmente hablando, en este mundo de “simulaciones controladas” donde nos ha tocado vivir; especialmente dentro de la periferia Latinoamérica, siempre a la zaga de los procesos surgidos en las naciones industrializadas. De ahí que sea necesario traer a un primer plano el trabajo de autores como el argentino Manuel Puig y el colombiano Evelio Rosero Diago, quienes desde su lugar continental han abordado tales destrezas, escribiendo lo femenino para subvertir los géneros y profundizar en el estadio de la mujer históricamente reprimida, a fin de abarcar el proceso de feminización o “gynesis”, y establecer nuevas relaciones entre la techné masculina y la physis femenina en una época de incertidumbre y caos.

 

¿Es la escritura mujer o de la mujer?

Resulta sugestivo observar cómo la teoría nietzscheana del estilo, cual estilete que no acaricia sino perfora la página-sábana donde se tiende el lenguaje, con una pasividad que lleva a Jacques Derrida a concluir que la escritura debería por tanto ser mujer, se encuentra en contraposición con el recorrido de Hélène Cixous. “La escritura sería mujer”, sugiere Derrida. “La escritura es de la mujer”, afirma Cixous, para echar en cara a Nietzsche, a Derrida, a Freud, el temor masculino a feminizarse, aceptar la porción femenina que hay en él, y desde la cual ya Virginia Woolf había señalado debería hacerse la escritura… y viceversa.

Es aquí donde la discusión se hace más interesante, pues permite moverse en la zona de roces e intercambio de roles; en el punto donde el estilo se deja penetrar por una escritura activa, asociándola a la capacidad del autor para apropiarse del discurso femenino, tanto en el acto de crear a una mujer creíble, cual es el caso de Jorge Amado (Doña Flor y sus dos maridos, 1966) y Juan García Ponce (Crónica de la intervención, 1982), como de buscarla en el otro: la Manuela de José Donoso (El lugar sin límites, 1966) o la Cobra de Severo Sarduy (Cobra,1972)

En ambos casos, el autor actúa desde lo femenino independientemente de su propia naturaleza; si bien es necesario acotar que la feminización de los personajes masculinos tiende a pertenecer a un autor homosexual, quizás porque el artista gay se halla muy cerca de entender la bisexualidad y androginia del doble cuerpo, el personal y el del lenguaje. Y en ambos casos también la escritura, como amante, no deja de ser la parte activa en el instante del coito con el amado estilo; oponiéndose así a la pasividad preconizada por Nietzsche y Derrida, y acercándose más a Cixous. Por tanto, el lenguaje es femenino, sea cual sea el género del escritor, siendo la diferencia solo estilística. Aun cuando, yendo un poco más lejos, podría igualmente decirse que el lenguaje pertenece a lo femenino, independientemente del sexo del autor, con lo cual se abriría un compás donde puede entonces incluirse la obra de todos los escritores ya citados.

Partiendo de esto último interesa de Manuel Puig, no solo su manera de dibujar la parte femenina del otro, cual ocurre con Molina en El beso de la mujer araña (1976), sino el modo que tiene de delinear la exactitud de la psicología femenina desde mujeres siempre reprimidas: Herminia en La traición de Rita Hayworth (1968), Gladys en The Buenos Aires Affair (1973), Maria da Gloria en Sangre de amor correspondido (1982). Del mismo modo, Evelio Rosero Diago con Juliana los mira (1987) abraza, desde la óptica heterosexual, el despertar de la mujer en Juliana y Camila, dos jóvenes preadolescentes de la burguesía colombiana.

 

Manuel Puig: la mujer reprimida

Al trazar el lado femenino del otro, Manuel Puig explora las analogías entre lo masculino y lo femenino desde la óptica homosexual, interrelacionando el comportamiento del hombre gay y de la mujer straight a través de un código similar de signos. Ello buscando un ser que, como proyección de la mente del escritor, sea masculino-femenino, es decir, se corresponda con el modelo contemporáneo del mito “donde toda pequeña diferencia se constituye en origen del deseo mismo”. De T.E. Lawrence a Michael Jackson, de Marlene Dietrich a Lady Gaga, lo que atrae es justamente su capacidad para simular, ser cada vez más el otro hasta “sobrepasar el límite”, en un travestismo del cuerpo y el lenguaje que moviliza la escritura y, por ende, la lectura de una a otra piel desterritorializándolas.

Molina, el único personaje abiertamente homosexual en la narrativa de Puig, se acoge a este décalage, feminizándose hasta adecuarse al comportamiento de las mujeres antes mencionadas. Y es que Puig no está interesado en desarrollar un discurso social, político o amoroso desde una perspectiva homosexual, cual es el caso de la literatura gay norteamericana o española; su protagonista comparte más bien con Herminia, Maria da Gloria y Gladys, el mismo objeto de deseo: un auténtico hombre.

Molina fantasea con la idea de acostarse con un heterosexual sin cuestionar su brutalidad, siempre y cuando le dé suficiente seguridad y protección. Bajo esta perspectiva su comportamiento encaja dentro del esquema de la mujer históricamente reprimida y rehúye el ideal feminista de liberación. Molina y las heroínas de Puig parecen conformarse entonces con sus oscuras vidas sujetas al poder masculino, y solo iluminadas por los reflectores del cine de Hollywood de los años cuarenta.

El montaje cinematográfico de los personajes le permite al autor construir dos instancias distintas de sentido. El beso de la mujer araña, por ejemplo, contiene en un primer nivel la relación entre Molina y Valentín dentro del vacío contemporáneo. Ambos se precipitan a un abismo sin fondo, en una caída infinita equivalente a un estar inmóvil simbolizado por la celda donde han sido confinados. Entre sus paredes Molina asume progresivamente el rol femenino, cuidando a su hombre —tal cual hace Helen Hayes con Gary Cooper en Farewell to Arms (1932)— hasta el punto de morir por él, pero no sin antes habérselo llevado a la cama.

En un segundo plano, la seducción se desenvuelve dentro del estadio cinematográfico. Molina lentamente despliega, a través de sus ropas, el lenguaje estereotipado del cinema noir norteamericano que (di)simula la realidad de la celda. Desde Cat People (1942) a Enchanted Cottage (1944) y I Walked with a Zombie (1943), nuestro personaje se transforma en la mujer pantera, la cantante de cabaret y la muchacha neoyorkina de vacaciones por el Caribe, a fin de seducir a Valentín con el travestismo de su discurso.

Como “mujer fálica” Molina “asimila su feminidad en su masculinidad —no su androginia— a fin de contener, profundamente, el poder de ambos sexos en un único cuerpo misterioso y excitante a la vez”. Un cuerpo que atrae no solo por la soledad y monotonía de su vida, sino porque perpetúa el papel convencionalmente asumido por la mujer: “Pero si un hombre… es mi marido, él tiene que mandar, para que se sienta bien. Eso es lo natural, porque él entonces… es el hombre de la casa”. Esta aseveración de Molina refleja el prototipo de la mujer anterior al movimiento feminista, y predijo la emergencia, en su doble acepción, de las nuevas tradicionalistas en los ochenta, lo cual forzó al feminismo de los noventa a hacer un balance bastante pesimista, que en el nuevo milenio se ha visto justificado, dada la indiferencia de las nuevas generaciones con respecto al tema.

Así, Molina cierra la brecha entre dos mujeres idénticas, deseosas de venderse por un poco de seguridad y un hombre a quien cuidar, envolviéndolo en papel maternal, cual si fuese un pastel listo para meter el horno. La misma Cixous reconoce irónicamente, el peligro que representa en la mujer enamorada, sacrificar su territorio a favor del masculino, y desplazar así su yo siguiendo los deseos del hombre: “Yo soy para ti lo que tú quieres que sea, al momento de mirarme como si no me hubieras visto nunca: a cada instante”. A cada instante y en tanto dure la magia del cine, Molina será para Valentín cualquier cosas menos él mismo, desplegando y desplazando su cuerpo de un lado de la celda-pantalla a otro, tal como veremos en la segunda parte de este artículo.

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