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Caracas, siempre en mi memoria

Medio siglo atrás, cuando la Sultana del Ávila conmemoraba cuatro centurias, desde la altura de mis siete años escuchaba “Doña Cuatricentenaria” de Aldemaro Romero en el tocadiscos familiar, y mi voz se unía a la de Simón Díaz y Hugo Blanco para cantarle a la ciudad que me vio nacer. Una ciudad todavía extraña para mí, y a la cual había regresado el año anterior, tras pasar aquella primera infancia entre la casa de mis abuelos maternos en el Barri Gòtic de Barcelona y un flamante ático comprado por mis padres, en uno de los edificios recién construidos por el Ginardó, gracias a los bolívares que habían logrado ahorrar trabajando en aquella tierra de oportunidades.

Y mientras sonaba la pegadiza canción, yo miraba los frondosos árboles y las flores tropicales de los jardines vecinos, por la ventana del primer piso en el edificio Paterdam de la Avenida Victoria donde vivíamos entonces, intuyendo que ya formaba parte de un paisaje mucho más luminoso que el de la España franquista; a la cual mis progenitores no habían ciertamente podido volver a acostumbrarse, tras saborear la exuberancia, libertad y cosmopolitismo exudado entonces por aquella Tierra de Gracia.

Aún el devenir de las monjas, en el Colegio San Pedro de Los Chaguaramos donde había comenzado a estudiar primaria, tenía un aire de fiesta y albedrío, muy alejado de la sedada tristeza que caracterizaba la atmósfera del colegio barcelonés en el cual aprendí mis primeras letras. Porque, si bien es cierto que aún añoraba por momentos el intrincado trazado histórico de las vías medievales y el señorial despliegue modernista de l’Eixample catalán; el barullo guachafitoso de las avenidas caraqueñas, el bramido de sus aerodinámicas autopistas, y la grandiosidad de cines y centros comerciales, iba alimentando el asombro del niño que era yo cuando Caracas cumplía cuatrocientos años de fundada.

Apenas los paquetes de tebeos y revistas, enviados periódicamente en barco por el abuelo, y las cartas de los tíos y primos conteniendo alguna foto tomada con ropa dominguera en un ángulo de la Plaça de Catalunya, subsistían de la Península dejada atrás, dando paso al pujante valle donde apenas apuntaban los primeros atisbos de la propiedad horizontal, en las remotas urbanizaciones de El Cafetal y La Trinidad —apodada “Ciudad Satélite”, durante aquella época de ilimitado optimismo.

Pero si bien vivíamos al otro lado del Atlántico, la lengua y las costumbres de la Ciutat Comtal seguían areladas al pequeño núcleo familiar, gracias a los amigos, clubs y negocios, como la pastelería “San Pedro” y la charcutería “La Montserratina”, que les permitía a mis padres satisfacer su nostalgia, y a mí compararlos con los dulces y platos criollos cocinados por mi madre, quien desplegaba igualmente sus extraordinarias dotes culinarias abordando las recetas clásicas de la cocina mediterránea. Fue pues la confluencia de tantos léxicos, experiencias y sabores, llevándome constantemente a buscar lo que en ese mestizaje no acababa de encontrar, la razón por la cual, a mediados de la década de los ochenta, hice casa en Manhattan y dejé finalmente de sentirme extranjero.

Pese a no haber vuelto a residir en la ciudad, que ahora recordamos con este nuevo aniversario de su fundación, ella jamás ha salido de mi imaginario. De hecho, al abrirse en flor el ramillete de tantos recuerdos, sus calles, plazas y casas, donde aprendí el amor por la literatura y por la vida, se vuelven más nítidas que nunca. Es por eso que el asedio, con el cual la dictadura busca hoy someterla, me conmociona tan profundamente.

Asistir desde la distancia a las luchas y sacrificios de tantos jóvenes que no se resignan a perderla pero tampoco quieren abandonarla, ser testigo virtual de los asesinatos a sangre fría de muchos de ellos a manos de las fuerzas represivas del Estado, compartir desde este lado de nuestra América la angustia de quienes saben que dejar la calle es perder, quién sabe por cuánto tiempo, el derecho a vivir en libertad, se hace desgarradoramente sobrecogedor.

Y mientras busco minuciosamente en las imágenes de los videos, subidos por sus testigos presenciales a las plataformas digitales, los girones de la Caracas que viví, entre el humo de las bombas lacrimógenas y el detonar sordo de los disparos contra los ciudadanos desarmados, pienso en la “Doña Cuatricentenaria” de mi infancia, y me parece estar viendo una ciudad desconocida… aunque no: el Colegio San Pedro sigue estando ahí, también la Avenida Victoria, pero más ajada por el deterioro y el abandono. Incluso el edificio Paterdam donde entoné aquella gozosa canción permanece en pie, si bien rodeado de rejas cual si fuera una prisión.

Otras cárceles, las de la revolución bolivariana, encierran ahora los gritos de quienes fueron detenidos, mientras permanecían en primera línea de fuego batallando por ella; por esta “Doña” con medio siglo más a cuestas, convertida hoy en un infierno, dado el desespero del poder para seguir enquistado en sus entrañas, mientras los caraqueños siguen dándole espacio a la esperanza en medio del caos.

Algo fundamental, a fin de no dejarse dominar ni vencer pues, tal cual nos recuerda Italo Calvino en su città invisibili, “existen dos maneras de escapar de él. La primera es la más fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse tan parte suya que se pierde la capacidad de verlo. La segunda es arriesgada y exige constante vigilancia y atención, pues consiste en aprender a reconocer quién y qué, en medio del infierno, no se doblega. Y es a ellos a quienes hay que abrirles espacio para que subsistan”.

Los más de cien días de abierta resistencia, contra el golpe de estado del gobierno mismo y su maquiavélico plan para imponer una Constitución abiertamente despótica y arbitraria, son prueba fehaciente de la voluntad ciudadana para no arrodillarse ante la tiranía de un proyecto político e ideológico que es ya un cadáver insepulto.

Ojala pueda ser muy pronto enterrado, pero no olvidado, porque la historia suele repetirse, y sería terrible que Venezuela volviera a hallarse en una encrucijada similar, cuando los jóvenes que todavía no son, festejen los quinientos años de la fundación de esta Caracas, siempre en mi memoria.

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