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El ocaso del mediocre

Como un pordiosero, Gadafi debió hurgar en la basura de las casas abandonadas en Sirte. El hambre apremia y reduce al más soberbio a la mendicidad. Vivió como un rey, y murió como un ladronzuelo pillado en un garaje. Se negó a dejar el poder, que creyó suyo por derecho divino, y, a escasos kilómetros de una distante aldea en la que había nacido 69 años antes, la muchedumbre lo cazó como a una bestia. Cegado por la ilusión de poder, una autoridad que ya había perdido, murió, víctima de sus miedos y preso de su cobardía.

Nicolás Maduro no lleva al frente de Venezuela ni un lustro y ya recuerda al coronel libio. Encerrado en su propio mundo, aislado de la verdad que estalla a diario en las calles de Caracas y el interior, se aferra a la ilusión de poder que le ofrendan los felicitadores de oficio, y, como los necios, delira con grandezas que le son ajenas. Su pequeñez es inmensa frente a las circunstancias. Su ejército se reduce, como también su corte. Su mundo, antes ostentoso, decae, declina. Se marchita hasta ser apenas un mundillo de mentiras. Su triste camarilla se acobarda. Terco y necio, no ve el fin. Solo ve triunfos, pero sus victorias no son más que espejismos en la soledad yerma del desierto.

Más de 70 personas han muerto, en su mayoría púberes. Muchachos que ni siquiera alcanzaban la mayoridad pero que, conscientes de la oscuridad medieval a la que nos conduce este régimen corrupto, se arrojan a las calles en busca de un futuro luminoso. Para ellos, Cuba es tan solo un albañal obstruido, por el cual no acaba de desaguar un modelo fallido que no desean para ellos. Sin embargo, a pesar de los caídos, los heridos y los que han sido detenidos en condiciones infamantes, no cejan su empeño esos jóvenes, porque para estar guindando, mejor caer de una vez. Y por ello que ese frenesí libertario es ahora una fiebre contagiosa.

Maduro no ve su fin. Se niega a verlo. Aún más, y tal vez peor, desperdicia sus monedas para negociar comprando quimeras. Cree que puede cercar a una nación que ha experimentado la libertad y ya ha luchado por ella antes y está visto que, de nuevo, tiene el coraje y la determinación para retomar los derechos que le fueron robados. Azuzado por su mentor, heredero a su vez de un hombre que condenó a su pueblo a la miseria que hoy padecen los cubanos, delira. Agrede, cada vez con más encono, imagina que acabará aletargando a una sociedad que al parecer ya se hartó de malvivir.

La lista de tiranos que han sido despojados de todo es larga. Aún en tiempos tan remotos como Calígula. Ignoran su propia mortalidad y fanatizados por un poder que humano alguno posee, desdeñan la fuerza de un pueblo desesperado, y del miedo que entre sus propios amigos les invita a traicionarlos. Lo hemos visto repetidas veces a lo largo de la historia y lo seguiremos viendo. La Muerte es invencible y a todos nos seduce, y no pocas veces el interés y la traición vienen a socorrerle.

Maduro puede verse muy pronto aislado, desnudo y como el coronel libio, que al final de su vida removía la basura para comer, verse hurgando en las ruinas del chavismo, tratando de reconquistar un afecto que jamás fue suyo, un apoyo que su taita le compró y que como los majaderos, botó por el caño. Ni el primero, ni el último; será pues otro tirano echado a patadas.

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