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Borges y yo

Borges por Anatole Saderman

Hace muchos años – prefiero no sacar la cuenta, el resultado me daría vértigo – yo formaba parte de la comisión directiva del Club Gente de Cine. Era por esos años el único cineclub de Buenos Aires, y las funciones tenían lugar en el cine Biarritz, especializado en el cine francés, los sábados después de la medianoche. Éramos una suerte de secta.

Con dos integrantes de esa comisión, Aldo Persano y Nicolás “Pipo” Mancera – convertido más adelante en la figura protagónica de la televisión argentina – decidimos filmar un corto basado en un poema de Jorge Luis Borges, “Muertes de Buenos Aires”, del Cuaderno San Martín.

En el poema Borges establece un contrapunto entre los dos cementerios de la ciudad de Buenos Aires, el de la Chacarita, popular, y el de la Recoleta, de las clases altas.

Chacarita:
desaguadero de esa patria de Buenos Aires, cuesta final,
barrio que sobrevives a los otros, que sobremueres,
lazareto que estás en esta muerte no en la otra vida,
he oído tu palabra de caducidad y no creo en ella,
porque tu misma convicción de angustia es acto de vida
y porque la plenitud de una sola rosa es más que
tus mármoles.

La Recoleta
Aquí es pundonorosa la muerte
aquí es la recatada muerte porteña,
la consanguínea de la duradera luz venturosa
del atrio del Socorro
y de la ceniza minuciosa de los braseros
y del fino dulce de leche de los cumpleaños
y de las hondas dinastías de los patios.
Se acuerdan bien con ella
esas viejas dulzuras y también los viejos rigores.

En una de las escenas que filmamos, que reconstruía una reunión de hombres en un comité político que se pasaban una botella de ginebra Bols, se debía escuchar una milonga de versos recogidos por Borges, una de cuyas estrofas decía:

            La muerte es vida vivida, la vida es muerte que viene.

            La vida no es otra cosa que muerte que anda luciendo.

Terminamos la filmación (16mm., blanco y negro), hicimos un  primer montaje, y organizamos la proyección de una copia muda un mediodía en el cine Biarritz, a la cual invitamos a Borges. Terminada la proyección, nos acercamos al escritor trémulos de inquietud. Borges, que aún veía, nos dijo algo así como que después de ver nuestro corto “se justificaba que él hubiera escrito el poema”. Demagogo, el viejo.

Encargamos la música a Mauricio Kagel, también amigo y espectador asiduo del club Gente de Cine, convertido con los años en una de las figuras sobresalientes de la música contemporánea alemana, pero el corto nunca se terminó.

Muchos años después, radicado yo en Venezuela y propietario de una productora de cine publicitario, se me ocurrió que quizá valiera la pena terminar aquel corto aprovechando la infraestructura de la productora. Es decir, armar una banda sonora grabando el texto del poema y sumándole una partitura compuesta por alguno de los músicos amigos con quienes hacíamos los spots publicitarios.

Alejandro Saderman, Casa Persano

Me comuniqué con Aldo Persano, le trasmití mi intención, y me envió la copia del corto. Me dispuse a verlo, más ansioso que curioso. Pero la ansiedad se convirtió pronto en desilusión. Lo que veía no merecía rescate,  ni siquiera como curiosidad. Que el corto no se hubiera terminado era como el resultado de alguna justicia poética. Encontré sólo dos imágenes que me conmovieron. La toma de un carruaje fúnebre antiguo llevado por cuatro caballos empenachados, y la de un basural humeante en pleno invierno, donde una mujer enfundada en un mameluco que la hacía parecer el muñeco de Michelin, la cabeza cubierta por trapos y acompañada por una criatura, hurgaba en la basura en busca de algo para comer. Devolví el corto a mi amigo, un tanto avergonzado y sin demasiadas explicaciones.

Cuando regresé a Argentina, en 2003, fui a buscar a mi amigo. Yo le había diseñado una casa de inspiración japonesa en la localidad de Ramos Mejía, suburbio de Buenos Aires, pero nunca la había visto terminada. Encontré la casa. Estaba cerrada, parecía abandonada, la maleza había cubierto el jardín. Toqué el timbre, golpeé las palmas, nada. En la acera de enfrente una vecina barría las hojas caídas. Me acerqué y le pregunté. “Los dos fallecieron, hace meses ya. Creo que la casa está en venta”, me respondió. Mi amigo no dejó descendencia. El corto “Muertes de  Buenos Aires” quedó perdido para siempre en una casa abandonada de Ramos Mejía.

El retrato de Borges es uno de los tantos que hizo de él mi padre, Anatole Saderman.

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