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A los ochenta años de su nacimiento: Severo Sarduy y el imaginario urbano (Parte I)

La capacidad de apropiación del pasado que nuestra contemporaneidad ofrece, tiene en el artificio tecnológico su causalidad más certera. En la simultaneidad de la pantalla la memoria converge y la ciudad virtual cobra sentido, pues allí se borra la separación espacio-tiempo a favor de una inmediatez puesta a producir un desorden de las apariencias donde aquella ciudad y la real se encuentran.

En la obra del escritor cubano Severo Sarduy (Camagüey, 1937 – París, 1993) la confluencia entre la ciudad virtual y la real se arma fragmentariamente, como un conjunto de paneles hipergráficos que descentran la metrópolis neobarroca, a fin de construir una ciudad imaginaria con elementos prestados de muchas geografías distintas. Es entonces una urbe cimentada en la simulación y el hiperreal donde las novelas se imbrican hasta dibujar un mapa urbano que precede a la ciudad misma.

La ciudad toma cuerpo entonces desde el espacio de la representación donde, a pesar de la yuxtaposición de estilos, el autor se mantiene fiel al barroco cubano; y se canibaliza en él la arquitectura de fachadas, retablos, techumbres mudéjares, y armaduras de madera —citada en castillos bávaros, templos hindúes o mansiones neoclásicas francesas— para erigir la escena que los personajes llenarán con el exceso de sus actuaciones.

Hacia donde quiera que sigamos el mapa sarduyano, lo legible urbano concurre en dos ciudades encontradas, la virtual y la real. Ciudad doble donde se reivindica el deseo desde el placer del lenguaje que la describe, partiendo del entrecruzamiento de señales extraídas de la geografía caribeña, oriental, neoyorkina, francesa y española. Con esta estrategia el mapa urbano se diversifica convirtiéndose en un mosaico sin especificidad, complejo y contradictorio, que privilegia lo híbrido, la distorsión y la ambigüedad, sobre la pureza, la linealidad y la articulación modernista.

Ello le permite al autor desplazar sus caracteres de uno a otro continente para encontrarlos en puntos geográficos que espejean las ciudades reales, a las cuales el barroco cubano como constante lleva al límite donde se vuelven apariencia y lo superan; superan el límite, en ese afán del lenguaje sarduyano por reproducir no la esencia del original sino su efecto. De ahí que Sarduy continuamente incurra en un vértigo de señalización anticipador de esa simulación de la ciudad real que es, en última instancia, la metrópolis neobarroca.

Refiriéndose, por ejemplo, a Benarés y Sarnat nos dice: “Las dos ciudades que siempre se visitan juntas y a la carrera, a diez kilómetros una de la otra, son como las dos imágenes posibles de un mismo pensamiento: el que, enmascarado por la palabra, concibe a la realidad como una pura simulación; el que, desde el principio y de modo irreversible, ha comprendido que el vacío lo atraviesa todo y que el todo perceptible no es más que su metáfora o emanación”.  

Se crea así un espacio de confluencias o “crisol de asimilaciones”, como lo calificó José Lezama Lima, el cual articulará la geografía de las ciudades sarduyanas. Unas ciudades vividas en la piel y asimiladas a la epidermis del texto, pero vistas siempre a través del lente de lo cubano pues, tal cual apuntaba el mismo escritor, “no me fui y no me he ido, porque siempre he estado en Cuba, aunque en un momento determinado me fuera a vivir a París”.

Esta lealtad a Camagüey y La Habana proviene tanto de su despertar literario en la primera, como de su educación literaria y sentimental que, a mediados de los años cincuenta, la capital cubana le abre desde las páginas de las revistas Ciclón Carteles y el contacto con mentores y amigos como José Rodríguez Feo, José Lezama Lima y Virgilio Piñera. Una educación que el triunfo de la revolución castrista potenciará con la fundación del semanario Lunes de Revolución, dirigido por Guillermo Cabrera Infante, y donde Sarduy asumirá el papel de crítico de artes plásticas. Igualmente, habrán de tomarse en cuenta sus colaboraciones para la Nueva Revista Cubana que edita Cintio Vitier, y las lecturas que el autor realiza en el Palacio de Bellas Artes y el Teatro Nacional de los Trabajadores.

Pero tal cual ocurre con aquellas dos ciudades, también el idealismo del escritor empezará a desmoronarse, y París, donde se instala para estudiar crítica de arte, se convertirá en la metrópolis definitiva. A partir de entonces Severo Sarduy hará de las urbes perdidas, escogidas, visitadas e imaginadas el sustrato puesto a construir cada texto como una edificación más en el conjunto arquitectónico que lleva su nombre. Ello lo logrará escribiendo para Tel Quel y Mundo Nuevo, relacionándose con conocidos intelectuales franceses como François Wahl y Roland Barthes, y publicando Gestos (1963), su primera novela, en la editorial que Carlos Barral lanza entonces desde Barcelona: una ciudad clave para la difusión internacional no solo de su obra, sino de lo que se conocería como la literatura del boom.

Desde la distancia europea, el autor recuperará sus ciudades fundacionales como metrópolis neobarrocas, que la escritura irá intrincando en tanto la revolución irá descuidando, hasta bosquejar una urbe fantástica donde lo barroco sedimentará las construcciones lingüísticas, poniéndolas en función del placer, el exceso y el derroche. Será ese “¡más, más y más!”, de Roland Barthes, puesto a subvertir el orden moderno, y rebelarse simultáneamente contra la economía burguesa, en un paradójico guiño a sus años de militancia dentro de la izquierda cubana.

A partir de Cobra (1972), sin embargo, la escritura sarduyana desmentirá cualquier posible filiación política, en aras del compromiso con el trabajo del lenguaje, la cita, el choteo, y la revalorización de la cultura popular desde el kitsch y el camp. Igualmente, el autor privilegiará el traslado a un primer plano de las voces del homosexual, el travesti y el transexual, que el establishment literario, especialmente del sexista boom hispanoamericano, había relegado, ridiculizado o simplemente descartado. Y todo ello se hará atendiendo a la inserción especular del yo, en el sistema de signos, con lo cual la presencia de lo cubano recorrerá explícita o implícitamente la totalidad de la obra.

Una vez territorializado en la isla, será sobre la cartografía habanera donde Sarduy trazará la escena que sus protagonistas llenarán con la desmesura de la casa, entendida como privatización del espacio urbano, o parte de la ciudad que nos pertenece. Allí Cobra, la Tremenda, Colibrí, la Regente, Cocuyo, actúan y simulan, señalando desde sus ventanas las distintas direcciones por donde el imaginario del autor orienta al lector a través de calles, pórticos y pasajes, hasta hacerse con la frontera porosa del malecón.

Las construcciones en ruinas, que la sociedad cubana ha ido sumiendo en el abandono por casi seis décadas de revolución y miedo, proporcionarán el marco dentro del cual los caracteres dirigen nuestro trayecto a través de la doble metrópolis, real y virtual, a la que se entra siempre por el mar. De manera similar, las señales, ya sean las vallas de la Shell de Cobra o las capillas cercanas al mar de Maitreya (1978), anticiparán la ruina visible en los pórticos triangulares y resquebrajadas volutas de Cocuyo (1990), o adelantarán la memoria desde la pantalla cual “cinerama a todo retro-color [donde] se va definiendo un paisaje. Sobre la uniformidad de las casas blancas el dibujo de las calles”.

Instalada en un mapa como lugar de confluencia entre oriente y occidente, Cobra va hacia la India, pero las ciudades que puntúan este primer viaje, o están vistas desde la distancia como un cuadro del mismo Sarduy —“La ciudad a lo lejos era un cúmulo de puntos grises”—, o inventan sus propias construcciones a partir de techos cónicos, fachadas coloniales y fragmentos de arquitectura romana. A su regreso al suburbio parisino, Cobra saldrá en busca del doctor Ktazob rumbo a Tánger, ciudad a donde el lector llega también siguiendo las líneas que la Señora y Pub han dibujado a su paso por Madrid y Toledo, cual trazado que el décalage temporal ubica entre un barroco de molduras procesionales, tabernáculos platerescos y relicarios ojivales, y un churrigueresco con sus nudos y flechas, orlas y volutas, y lámparas mudéjares. Ello guardando siempre para sí el privilegio de existir en ellas como espacios privilegiados, pues será en la ciudad donde más fácil les resulte a los caracteres sarduyanos evadirse de sí mismos, inventarse un nuevo yo, o perderse en el laberinto de su abigarrado diseño.

Este arte de lo pletórico tiene en la novelística sarduyana el propósito de tensar los límites del lenguaje, cuyo placer como celebración del exceso proviene del kitsch contenido en los textos puestos a privilegiar esta estética, que lleva al escritor a obtener su propio placer mediante una total libertad de los sentidos deslastrada de toda traba moral. Con ello Cobra deviene un personaje dable de transformar su vida en una obra de arte y objeto de placer, al interior de una ciudad fantástica constituida por alusiones y citas tanto a las ciudades clásicas como a las megalópolis contemporáneas. Todas ellas enmarcadas por un paisaje igualmente complejo y contradictorio.

Empezando con la última sección de la primera parte, el lector entrará a la megalópolis escoltando a Cobra desde adentro. El metro penetra el casco urbano que la enumeración sarduyana arma a partir de señales en descomposición —flechas al revés, rampas que se derrumban, pasajes sin salida, urinarios encharcados— y con ellos irrumpirá en su narrativa una arquitectura de retorcidos pasamanos y columnas niqueladas que se abren en corolas contra el plafón, imbricándose lo barroco con la noción de ruina postindustrial.

Con los desplazamientos del gang motorizado compuesto por Totem, Tigre, Escorpión y Tundra, tal plétora de estilos se incorporará a la labor del autor de trazar un conjunto de flechas y paneles hipergráficos que descentrarán la ciudad expandiéndola: “hacia las afuera, entre idénticas avenidas, incompletos castillos góticos de hormigón armado y torres sin iglesias cuyas campanas eléctricas llaman al ángelus”.

Este movimiento, característico de la anamorfosis barroca, provocará una vuelta de tuerca muy sarduyana cuando el paisaje —identificable hasta aquí con el suburbio parisino o madrileño— desemboque en un bosque que es más bien selva tropical donde el gang, deshaciéndose de toda señal distintiva de la metrópolis neobarroca, se adentra a pie, entre plumas negras y escamas de culebra, observado por iguanas y camaleones bravos. Allí los motorizados someterán a Cobra a la iniciación ritual tántrica, tras lo cual el grupo regresará a la urbe, pero por un paisaje cuyos pinos, cipreses y ciruelas de invierno producen otra dislocación geográfica, y añaden un hilo más a la red intertextual con que Sarduy entreteje oriente y occidente, lo masculino y lo femenino, el Caribe, África, Asia y Europa, tal como veremos en la segunda parte de este artículo.

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