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Descubrimiento de la poesía

Las vidas de algunas personas se caracterizan por su preocupación por el bienestar de los demás. Ese es el caso de mi amiga Janet Brof, a quien conozco desde hace muchos años. Ella es el equivalente de una heroína de los viejos tiempos. Hay en ella un amor arraigado para los menos favorecidos en la vida, un deseo inquebrantable de justicia, y una generosidad sin precedentes.

Janet es una poeta y maestra en Nueva York, especializada en tratar a niños con distintos tipos de dislexia. Durante unos pocos años de vida en México fue pareja de Humberto Constantini, el escritor argentino, quien a mi juicio, no es suficientemente conocido y apreciado en nuestro país. Constantini escribió allí Tango, uno de los mejores poemas que expresan con angustia no exenta de un humor ácido el dolor del exilio.

Nos conocimos con Janet a través de amigos en común durante la década de 1970, cuando los dos estábamos trabajando, en nuestra modesta medida, contra las guerras que asolaban a Centroamérica. Janet fue la creadora de un grupo llamado Julio Cortázar, que juntaba fondos para financiar proyectos sociales y de salud en Centro América.

Recuerdo uno de los proyectos a los que ella dio todo su entusiasmo: enseñar a escribir poesía a los adultos hispano-parlantes que emigraron a Nueva York desde América Latina.

Sus estudiantes –la gran mayoría mujeres- venían a una escuela del barrio “Upper West Side” de Nueva York. Casi todas tenían sólo una educación más básica, y algunas nunca habían asistido a la escuela. Pero ello no impidió a Janet de poner todas sus energías en el proyecto. En todo caso, la animó aún más.

En una de sus clases conocí a Olga Rodríguez, una mujer dominicana de 65 años de edad. Ella nunca fue a la escuela y solo aprendió a escribir a través de clases informales con amigos.

Olga había vivido en su país hasta cerca de los 30 años, y luego emigró a Nueva York donde trabajó en una fábrica de artículos para el hogar para ganarse la vida y ayudar a su familia. Hacía poco tiempo que había comenzado a estudiar el idioma inglés. Desde que ella decidió tomar el taller de poesía de Janet nunca perdió una clase.

Aunque su español escrito con frecuencia tenía errores de ortografía, eso no la desanimaba. Ella estaba dispuesta a expresarse a través de la poesía. Cuando la conocí, me dijo: «Con estas clases de poesía estoy viviendo el tipo de experiencia que quiero vivir. Esto es como una terapia para mí. Me siento reconfortada, feliz, aislada de los problemas de la vida cotidiana. Ahora, de cualquier incidente puedo escribir un poema. Siento que esto me pertenece».

El siguiente es uno de sus poemas.

 

Mi vejez

por Olga Rodríguez

¿Qué pasará conmigo en mi vejez?
Dice la palmera que brota al lado de la playa
Soy joven.

Todo el mundo viene a mí y me abraza.
O qué bien me siento
Rodeada de tanta gente y de lindos árboles. Qué verdor!

O arena caliente, tu me confortas con tu ir y venir.
Soy joven.

Pasa el tiempo.
Ya no tengo tanto verdor
Y no doy sombra.

¿Qué será de mí en mi vejez?
O sol brillante con tus rayos plateados
O brisa, ya no me sostengo como antes.
Tú me llevas
Y me traes.
Ahora  solo me queda esperar
La muerte.

                                                                       

Junto con Janet visitamos a Olga quien acababa de regresar de Jerusalén, y nos había invitado a su casa para contarnos de su viaje. Mientras hablaba, la luz del crepúsculo se filtraba a través de la ventana e iluminaba su rostro. El entusiasmo en su relato parecía haberle dado una nueva carga de energía a su vida. Escuchándola, me di cuenta que Olga Rodríguez ya no era la misma persona que había escrito ese triste poema sobre su vejez.


La foto muestra a Janet Brof leyendo el poema de Olga Rodríguez, quien está a su lado. 

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