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El pozo oscuro de «Pelo malo»

Nosotros, nuestra familia, tiene la carcajada, sólo imagino sonreír a mi madre, a pesar de que apenas puedo ya recordarla, pues yo era demasiado niño, y a esa edad cuesta trabajo precisar una sonrisa, fijarse en el pliegue de los labios, en su plegarse al oír un pájaro o un crepúsculo en su melancolía aforística, o distenderse al caer un arco propicio sobre la oscuridad de un poro.

José Lezama Lima. Paradiso

De las pocas cosas que no sólo se han salvado del naufragio, sino que se han revitalizado, podemos contar el cine venezolano. Ya los festivales más prestigiosos atienden a las películas venezolanas. Recientemente, fue galardonada en la mostra de Venezia “Desde allá”. En el 2013 la película “Pelo malo” conquistó la Concha de Oro de San Sebastián por unanimidad. Después del barullo que despertó el reconocimiento internacional, vuelvo a esa película, porque debo exorcizar la perplejidad que me dejó. La producción merece cualquier elogio, técnico o artístico. Pero el contenido representado y la disposición de esa narrativa exigen una atención más profunda y necesaria.

Recuerdo el espasmo que esa película me produjo. Un exceso desgarrador de contemporaneidad caraqueña que asfixia, inmoviliza, retrae. Al terminar de verla, pensé en el destino de ese personaje, el niño Junior, y enseguida recordé también las palabras de Thomas Mann, a propósito de la pérdida psíquica de Friedrich Nietzsche, que recurre a su vez  a las palabras de Ofelia: “¡Oh qué noble espíritu aquí ha sido destruido!”…pero…y, ¿puede compararse este personaje, Junior, con el gran filósofo alemán? Se puede. Porque se trata de un niño, es decir, una posibilidad, un espíritu vital, una potencia, una aptitud empezando a hacerse y cuyo futuro fue truncado para siempre. Porque no tengamos dudas de eso, la película nos narra la historia de un espíritu que ha sido destruido y nos cuenta cómo fue esa destrucción, y quiénes la llevaron a cabo. Esa es la dolorosa experiencia que la película recrea: un medio ambiente, un contexto, pueden destruir un espíritu, disfrazados de cotidianidad.

La óptica narrativa enfoca a un niño que empieza a construir una imagen de sí mismo. Se trata de eso: decidir cómo querer ser y cómo querer parecer hacia afuera. El afuera se reduce a un doble plano: familia-vecindario (deberíamos usar comillas) y sociedad-país. Se plantea, pues, una lucha. Un niño que quiere llegar a ser. Y un mundo exterior que lo arrolla, lo aniquila. Por ello es tan simbólico el deseo de tomarse la foto con el pelo liso. Del microcosmos familiar compuesto por madre, hermanito y abuela paterna, destaca, por supuesto, la madre. Personaje extraordinariamente concebido y representado. La madre no está interesada en su hijo; no lo comprende; no lo protege hacia adentro; no lo conoce; no lo intuye; y no sabe quererlo. Quizás porque no lo quiere. O porque no puede quererlo. Pero no es un personaje envilecido simplemente, sino que es una víctima, tan arrollada y aniquilada como lo está siendo, ahora, su hijo. Entre todas las carencias (afectivas, sociales, económicas, alimenticias, culturales) sobresale la piedra angular de un ser en formación: la ternura. No es que la madre no sepa cómo manifestar la ternura, sino que no tiene rastros de ella dentro de sí. A ella también se la arrebataron. La candidez de la niñez aún puede intuir ternura o mimetizarla: Junior es tierno con su hermanito. Y lo que es todavía más trágico: Junior es tierno con su madre, la quiere, quiere crecer, terminar de formarse a su lado. Pero la vida es dura. Mucho más en un país así, en unas condiciones así, en un contexto así. La ausencia de ternura genera caos, confusión y luego, estos van adquiriendo formas violentas de intolerancia. La película permuta la violencia física en la violencia anímica, y el efecto es devastador. Porque la violencia queda desnuda. La hostilidad se adueña de la psique colectiva y devora todo lo que tenga entraña de cosa noble, fecunda, valiosa, de todo lo que augure un porvenir un poco más digno. Por lo tanto, la diferencia es un elogio y está bajo amenaza. Ser diferente en el plano moral o afectivo o cultural, en este contexto, es la auténtica resistencia. La historia narrada centra la acción fundamental en ese deseo: resistir. El acierto de la historia es su aplastante verdad: la resistencia es aniquilada. Un niño es siempre el elemento que toda sociedad debe proteger, rescatar, salvaguardar y cobijar, porque ese niño formará su espíritu, sus valores, su condición individual y, así, podrá después proteger, rescatar, salvaguardar o cobijar a los próximos que vengan. En Venezuela la vorágine hostil es tan letal justamente por eso: porque destruye al niño, que es equivalente a destruir a la siguiente generación de niños y así, sucesivamente.

La madre de Junior es un “Junior” de la generación anterior. Su conducta, cruel, contrariada, hostil, es su forma de manifestar el desconcierto. No sabe hacerse cargo del asunto. No sabe qué hacer con sus hijos ni consigo misma. No tiene herramientas. No tiene valores. No tiene medios. De hecho, su vida no tiene sentido. Es casi una lucha macabra, básica y ruin por la supervivencia. Las emociones quedan de lado. Los afectos se extinguen. Toda la vida de ese niño, pasando de un apartamento a otro en esos bloques tan emblemáticos del 23 de enero, para ser cuidado a ratos por unas y otras, toda esa vida, pedía sólo comprensión, que es otro nombre para la tolerancia, para el afecto. El sino de Junior es nefasto y es símbolo de una sociedad plena. Lo más cercano a una aspiración consiste en poder tener su cabello largo y liso, para lucir (darse luz a sí mismo); y el mayor afecto que encuentra es el del muchacho del kiosko, que un poco por indiferencia y un poco por bondad, acepta la compañía del niño, entre el desgano y la empatía. Como una venezolanada más, queda esta terrible anécdota del asesinato del actor que hace ese papel. Como para terminar de diluir cualquier frontera entre realidad y ficción. Mientras escribo esto, me entero de una noticia de sucesos: un hombre lanza a sus dos hijastros al río Guaire.

De esa investigación atónita que recoge el libro Y salimos a matar gente, Alejandro Moreno y su equipo de colaboradores destacan el vínculo entre el delincuente venezolano de origen popular y la madre. Sea por acción, omisión, extravío o exceso, la raíz o el denominador común está en el trazo materno. En la ausencia de ternura. Por supuesto, la figura paterna hace de las suyas, por ausencia o debilidad (que terminan siendo consecuencias infinitas de lo vivido generaciones antes, círculo vicioso eterno). Tal vez la motivación fundamental para haber emprendido esa investigación haya sido la necesidad de comprender la otredad. Por qué un delincuente es así. Por qué el malandro venezolano actúa así. Quién es. De dónde salió. Quiénes fueron sus padres. Quiénes asumieron los roles de padres. Qué vivió en su niñez. Qué circunstancias lo llevaron a la espiral de crueldad y sinsentido en la que vive. Por qué mata. Quién lo mató a él, por dentro, antes.

Comprender debe ser la necesidad prioritaria y el punto de partida para cualquier intento de reacomodo o reparo. Esa era la motivación fundamental de Hanna Arendt, sentir la comprensión como una necesidad. Sobre todo, la comprensión hacia el otro que puede o quiere aniquilarme. Quién es verdugo y por qué lo es. Qué o quién lo llevó a convertirse en verdugo. ¿Cada verdugo fue víctima antes? Por eso, cada día me sumo en un respeto más profundo por esas figuras, venezolanas o no, que han intentado comprender con hondura la venezolanidad, Cabrujas, Castro Leiva, López Pedraza, Alejandro Moreno, Fernando Mires, por nombrar solo algunos, entre muchos, de esos que han sentido el peso de la angustia por la polis, por ese centro vital de seres humanos que quieren vivir juntos en armonía, pero los oscuros lastres psíquicos, sociales o históricos lo hacen difícil.

Mariana Rondón ha logrado una película que ha dado en el clavo. Con arte y disimulo, ha explorado en la psique colectiva de una cotidianidad que se está haciendo victimaria de la otredad, en cualquiera de sus formas. La representación del carácter de la madre, a través de la actriz Samantha Castillo, es de una calidad pasmosa. La gestualidad del pozo oscuro de la ausencia de ternura, es memorable. La ternura es el bordado de esa misteriosa sustancia que compone lo oscuro de todo espíritu humanizado. En nuestros tiempos, la cotidianidad está deshilachada.

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