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Sospechas sobre una mujer

El pasado Día Internacional de la Mujer, leí en una publicación en una red social que las mujeres “somos afortunadas de poder dormir con una amiga sin que seamos llamadas lesbianas”, palabras que llevan a múltiples interpretaciones y que, como todo, en el mundo de las interpretaciones, adquiere su significado según el ángulo con el que se gire la cabeza. Al principio, remontándome al asunto de las elecciones sexuales, me pareció una frase reparona que, de fondo, ponía de manifiesto el hecho de ser gay como una condición que merece señalamiento y, por lo tanto, los que la poseen y no quieren ser señalados (ya que, para el caso, un hombre que duerma con su amigo sí será llamado homosexual), deben pagar escondite. ¿Por qué le va a importar a uno que lo llamen gay? ¿Cuál es entonces la fortuna de poder dormir con una amiga sin que se dude de mi preferencia sexual? Que duden lo que quieran, los que quieran. Ya estamos entrados en siglos y conciencias para seguir avergonzados por naturalidades como esa; pensé yo al principio, sacando toda mi artillería progresista. Después, leyendo la frase con más calma, me pareció que, por el contrario, era una declaración conveniente, provechosa y atinadísima. Que, en el caso de la elección sexual (uno de las elecciones más importantes en la vida), el filo de los dedos no nos apunte a las mujeres con tanta punción, es una cosa extraordinaria que, desde sí, irradia otras verdades. Esa frase se convierte entonces en afirmación de potencial: porque podemos ser, independiente de la elección sexual y en todos los rincones de la vida, bocas depravadas, manos mañosas, úlceras tóxicas, ponzoñas eléctricas. Todo, definitivamente todo, sin que la gente sospeche mucho. Porque, gracias a la indefensión con la que nos han adjetivado, podemos camuflar delitos eternos. Y así, suaves y encubiertas, es como también vamos de la mano de los niños en la guerra y las tormentas; aprovechando auxilios y preferencias. También somos las primeras en sentarnos en la mesa: porque el hombre nos teme tanto que prefiere corrernos la silla, esperar a que nos sentemos, vigilarnos por unos segundos la espalda y asegurarse de que estemos bien sentadas. Así, y sólo así, teniéndonos a su lado, dominadas, él puede sentarse tranquilo, puede comer sin pensar en la indigestión que una mujer merodeando puede causar. Me parece entonces grandioso que, si no dudan de la heterosexualidad de dos mujeres que nos juntamos para dormir, tampoco podrán sospechar entonces que dos, cuando dormimos juntas, podemos planear, en nuestra conversación previa al sueño, la destrucción intensa y agónica del mundo.

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