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¿Hay realmente un post boom? Algunas post intuiciones

Se ha dicho hasta el cansancio que el llamado boom de la novela latinoamericana representó el momento más alto de una tradición narrativa que existe, con cierta relativa soberanía, desde mediados del siglo XIX. Y se ha grabado en piedra, también, que este momento no se ha vuelto a repetir y que difícilmente tendrá un bis.

Sin embargo, no ha faltado ocasión para escuchar, varios años después de los grandes éxitos de Fuentes, Vargas Llosa, García Márquez y Cortázar en los años 60 y 70 del siglo pasado, el término post boom –o posboom como prefieren algunos–. Y con este término (que de inmediato me sugiere la pregunta por el pre boom) se explican entonces fenómenos como el de Roberto Bolaño, un escritor que, en lo que a mí respecta, lejos de hacerme olvidar al cuarteto que dominó aquel parnaso fundado en Barcelona, me invita a pensar en líneas de contigüidad, en vasos comunicantes, en textos que dialogan, en redes de relaciones en ebullición.

No estoy postulando una teleología ni el tránsito natural y sin conflictos de un período a otro, solo intuyo que hay una cadena de vínculos y causalidades que en la práctica es inmune al parricidio, a la declaración de panfleto, al mero espectáculo de extender una partida de defunción y practicar la autopsia de las generaciones anteriores a uno o a varios escritores. 

Digamos que el boom sumó a su indiscutible alta calidad una circunstancia editorial y comercial que sin duda favoreció su difusión mundial. No tuvieron en su momento la misma suerte, digamos, obras anteriores que terminarían añadiéndose al coro: Borges, Onetti, Carpentier o Rulfo, solo para mencionar algunos ejemplos de autores que antes de la explosión ya habían dado a conocer al menos un libro merecedor de toda notoriedad.

Pero hay otro problema adicional. Antes de estos precursores del boom la historia literaria –al menos esa con la que yo me formé en la escuela–  arrojaba un manto de simplismo al reducir esa etapa anterior a la llamada novela de la tierra, narrativa rural o novela indigenista (como para probar, oh ironía, que un solo molde era insuficiente) y olvidaba de manera injusta algo que se ha venido redescubriendo y revalorando en décadas recientes: la narrativa de vanguardia, la tradición de lo fantástico y también sus vertientes en el ámbito de lo extraño y lo grotesco, que han dado obras singularísimas como la de una significativa parte de la escritura de Quiroga, los cuentos de Felisberto Hernández, Silvina Ocampo, Virgilio Piñera o Juan José Arreola, para no apresurar el fin de esta nota con una larga lista de nombres. 

Amainados los efectos de la explosión de los 60, ya a mediados de los 70, hay otro grupo de autores que empiezan a destacar, aunque quizá los tirajes hubieran perdido algo de su generosidad: Bryce, Piglia, Ramírez, Giardinelli, Monterroso, Puig. La clasificación, si es que se pretende clasificar algo, se enrarece un poco más cuando encuentra que autores como el peruano Ribeyro, quien por cierto tardaría un tiempo más largo en lograr un reconocimiento que rompiera las consabidas fronteras de lo local, no fueron cobijados ni por la explosión previa o las posteriores, pero a cambio de ello cuentan con un fervor lector envidiable.

En fin. Sobre esto hay mucha tela que cortar. Me resisto a aprobar el parricidio del boom siendo que en su propio catálogo muchos establecen un contacto con aquello de que tanto renegaron (la novela de la tierra, por ejemplo), al punto de dejar sentir en sus declaraciones y manifiestos un tufillo adánico que una historia literaria seria y rigurosa no debería consentir.

El mapa de estas relaciones es complejo, está lleno de disrupciones, tiene momentos de luz y oscuridad, de afirmación y negación cuyas diferencias solo podrán ser armonizadas por una historiografía literaria que cambie radicalmente el concepto de estancos separados entre sí, sin posibilidad de contacto, por otro esquema, en el que las presuntas insalvables diferencias entre periodos y estilos de escritura son más bien llamados a la construcción de un camino que, aunque discontinuo y arduo, puede servir para desprejuiciar positivamente la memoria que guardamos de nuestra tradición literaria. 

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