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Guadalupe Loaeza

La tía Eugenia

Para María Elena

Se fue un domingo por la noche. Curiosamente ese día estuve particularmente intranquila, estaba de malas y no sabía por qué, no sabía que mi hermana Eugenia moriría pronto a causa de un infarto. No sabía que se estaba preparando para partir definitivamente. Y lo que menos sabía es que me llamaría Lolita, mi hija, con esa mala noticia. Tenía 84 años recién cumplidos, y varios años en cama con una demencia lentamente progresiva. Eugenia era muy selectiva en sus intereses, sobre todo de la realeza de Europa. Se sabía los nombres de cada miembro de la familia Romanov, todos los títulos nobiliarios de la duquesa de Alba y desde luego las siete dinastías británicas, además contaba con una gracia muy especial, sus viajes por el mundo, sus lecturas, sus películas favoritas, (inauguró un cine club muy exitoso), restaurantes y de muchos otros recuerdos que se fueron desvaneciendo poco a poco. En los últimos años, ir a su casa a visitarla decorada de una forma muy europea, era como darle una mordida a una madeleine, y llevarnos de la mano a su infancia, a sus clases de inglés, como maestra, en el Colegio Asunción, de sus largas estadías en Montreal, París y Colombia donde nació su segunda hija, de su novio español y holandés, de su boda con Philippe en la catedral de Notre Dame y de su último compañero sentimental con quien duró años, Ramón Martín del Campo.

A pesar de su nombre «Eugenia» que significa «bien nacida» en griego, no era fácil. Desde que era muy pequeña era muy rebelde y no le gustaba que la contradijeran. Siendo la tercera de una familia de nueve (de la cual nada más quedamos cuatro), ocho mujeres y un hombre, mi hermana oscilaba entre la generosidad y el buen humor, como la crítica implacable con bases o sin bases. He de decir que Eugenia me enseñó muchas cosas, como los secretos de una decoración refinada y no costosa, a comprar como rica para que durara como pobre; a pelar correctamente una naranja, a distinguir entre un excelente vino y uno barato. Me enseñó que en la vida hay que saber ser audaces y perseverantes, me enseñó el orden y la puntualidad. Me enseñó que la buena educación abre muchas puertas y me enseñó a valorar la amistad por encima de todo. Mi hermana Eugenia era tan vital y luchona que era capaz de subir al Popo, en una mañana, ir a visitar a un amigo en la cárcel y estar justo a tiempo en su casa para recibir a doce personas que seguramente cenarían un delicioso soufflé de chicharrón en salsa verde, un pato a la naranja, como para chuparse los dedos, un riquísimo arroz salvaje y como postre, unas deliciosas islas flotantes, todo acompañado con los mejores vinos franceses. «Tu casa es la casa donde mejor se come en México», le comentaban sus amigos. Era tan generosa que, con mucho gusto, compartía sus recetas, las direcciones donde se podía comprar un vestido de alta costura a mitad de precio, así como los teléfonos de sus amistades en Nueva York, Roma, Brasil, Portugal, Suiza, Canadá y Colombia; hasta en Córcega tenía amigos.

Velamos a mi hermana Eugenia en la sala de su casa. El féretro, discreto y elegante, estaba rodeado por decenas de ramos de flores y coronas. Con mucho amor y buen gusto, sus dos hijas, Olivia e Isabel, colocaron las flores en muchos floreros y los pusieron en lugares estratégicos; daba la impresión más que de estar en un velorio, de estar en medio de un jardín. Resultaba muy conmovedor ver la cantidad de sobrinos, de todas las edades, que fueron a darle el último adiós a su tía Eugenia. «Yo, la acompañé a Cuba ocho días; viajar con ella era divertidísimo». «Mi tía y yo fuimos juntos a Barcelona y la verdad es que la pasamos de maravilla». «A mí me llevó al Museo del Louvre». «Gracias a mi tía sé comer perfectamente una alcachofa». «Pues a mí me enseñó cómo pelar un mango sin ensuciarme». El que no hablaba para nada y estaba visiblemente desconsolado, era un joven sentado hasta el fondo de la sala. Nunca he visto una relación tan tierna y de tanta complicidad entre una abuela y su nieto, como la que existía entre mi hermana Eugenia y Simón de 15 años. Lo más bonito de todo fue cuando comenzó a tocar el cuarteto de cuerdas con música de Bach, Manuel M. Ponce y Agustín Lara.

Mi hermana Eugenia se fue para siempre con una luna llena, entre flores, música y mucho amor.

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